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1925 Words
Susurros Entre Cortinas La villa dormía. No era un silencio absoluto, sino uno vivo, cargado de matices: el crujir leve de la madera bajo el peso de los años, el lamento del viento contra las ventanas y el lejano ulular de un búho entre los árboles. El reloj del vestíbulo acababa de marcar las once cuando Isabella abrió los ojos, incapaz de conciliar el sueño. Había algo en la noche que la inquietaba, no por temor, sino por una extraña vibración bajo la piel. Como si la casa quisiera hablarle. No encendió ninguna vela. Con cuidado, se colocó una bata de terciopelo azul sobre el camisón, ató el lazo con firmeza y empujó la puerta con suavidad. El pasillo principal estaba sumido en penumbra, iluminado apenas por la pálida luz de la luna que se colaba por las cristaleras. Todo parecía más grande, más ajeno en la oscuridad. Las pinturas de los antepasados observaban desde sus marcos con una intensidad muda, y el eco de sus pasos descalzos resonaba como si caminara por los bordes del mundo. Había querido ir hacia la biblioteca, pensando en leer hasta el amanecer. Pero sus pies la condujeron por otra dirección. Sin pensarlo, giró hacia el ala norte. La puerta seguía allí, cerrada como antes, con ese marco más oscuro, como si el tiempo se hubiera detenido justo en ese umbral. Isabella alzó la mano y recorrió con los dedos la grieta donde ambas hojas de madera se unían. La cerradura estaba intacta, aunque con marcas de óxido. Dudó un instante. “Solo mirar”, se dijo. Empujó con suavidad, pero la puerta no cedió. El sonido de una bisagra chirriante le hizo volver la vista. A sus espaldas, uno de los postigos del pasillo se había abierto con el viento, dejando entrar una ráfaga helada. Se estremeció. No era miedo. Era expectación. Con pasos más rápidos, descendió por la escalera secundaria que conectaba con el jardín trasero. Quería respirar, despejarse. Quizá, como dijo Lady Honoria alguna vez, “una mente clara se alcanza mejor bajo el cielo nocturno que entre cuatro paredes”. Al salir, la noche la envolvió con su frescura. El cielo estaba despejado, tachonado de estrellas y el aire olía a hiedra húmeda, a tierra y a madera envejecida. Isabella cruzó el sendero de piedra hasta llegar al pequeño estanque. Allí, los sauces colgaban sus ramas como si también durmieran. El agua estaba quieta, reflejando la luna con precisión cristalina. Se sentó en el banco de hierro forjado que había junto al borde y dejó que el silencio se acomodara a su alrededor. Sus pensamientos volaban a Rowan, a la carta de su madre que aún no respondía, al peso que sentía en los hombros desde niña. Pero también recordaba las palabras suaves de Lady Honoria, su manera de enseñarle a mirar más allá de lo que se esperaba de una dama. A no temer al pensamiento propio. Quizá por eso estaba allí, en mitad de la noche, caminando como si el destino pudiera encontrarse en las sombras. Una rama crujió a pocos metros. Isabella se tensó. - ¿Quién está ahí? - preguntó en voz baja, levantándose con cautela. Un instante de silencio, luego, una figura surgió entre los árboles. No era un desconocido. - Lady Ashcombe. - dijo Rupert, el mayordomo, inclinando levemente la cabeza - ¿Todo bien? Isabella respiró aliviada, aunque con algo de fastidio por haber sido descubierta. - No podía dormir. Pensé que un paseo me ayudaría. Rupert asintió, como si no fuera raro verla vagando por los jardines en camisón y bata. - Es comprensible. Esta casa... exige tiempo. Hay quienes dicen que tiene vida propia. - ¿Usted lo cree? El mayordomo dudó antes de responder. - Creo que guarda recuerdos. Y que a veces, quienes saben escuchar, pueden sentirlos. Sus palabras la inquietaron y fascinaron por igual. - ¿Ha trabajado aquí desde hace mucho? - Desde que tenía veinte años. Serví al padre de Lord Rowan y a su abuelo antes de eso. - Hizo una pausa - La señora Honoria tenía por costumbre salir a caminar a esta hora. A veces se detenía justo en este banco. Isabella bajó la mirada, conmovida. - No sabía eso. - Usted tiene algo de ella. - añadió Rupert en voz baja - No por cómo habla, sino por cómo observa. Isabella no habló. El silencio se estiró entre ambos como un hilo invisible. Finalmente, el mayordomo se inclinó. - Si necesita algo, estaré en la galería. Buenas noches, Milady. Cuando se marchó, el entorno pareció aún más callado. Isabella permaneció un momento más, contemplando la superficie del agua. Luego se levantó. No quería regresar aún. En lugar de volver por el sendero habitual, bordeó la villa por el costado. Y allí lo vio: una pequeña puerta de servicio, semioculta por un arbusto. Estaba entreabierta. Sintió el pulso en la garganta. Cruzó sin dudarlo. El pasillo era angosto y olía a encierro, a piedra húmeda. Avanzó guiándose por la escasa luz lunar que entraba por rendijas altas. No reconocía esa parte de la casa. No parecía conectada al ala principal. Al fondo, distinguió una escalera que descendía. Dudó. Se obligó a respirar, lenta, profundamente. Ya iba a marcharse cuando algo llamó su atención: una puerta entreabierta de la que emanaba un leve aroma a violetas marchitas. Empujó. Era una antigua sala de costura. Pero más pequeña, más íntima. Había ovillos de hilo, encajes, incluso una muñeca de porcelana con la cara agrietada. En la pared, un retrato olvidado: una mujer joven con ojos que se parecían demasiado a los de Lady Honoria. Sobre el costurero, un cuaderno abierto, cubierto de polvo. Isabella lo tomó. El primer nombre escrito en la hoja decía “Marie Ashcombe, 1792”. Un diario. La piel se le erizó. Cerró el cuaderno con cuidado y lo sostuvo contra el pecho. Saldría de allí. Pero volvería. Mañana, con más luz. Con más tiempo. La casa tenía secretos, sí. Pero por primera vez, no le temía a ellos. Quería entenderlos. Quería entenderse a sí misma. Sombras y Tazas de Consuelo Los muros de piedra parecían aún más fríos al volver al interior. Isabella subió las escaleras con pasos suaves, el diario bien sujeto bajo la bata. El corazón aún le palpitaba con fuerza, pero no por miedo, sino por la oleada de pensamientos que se agolpaban en su mente. Marie Ashcombe. El apellido seguía repitiéndose en su memoria como un eco dormido que acababa de despertar. Al llegar al último escalón del pasillo principal, el crujido de una puerta llamó su atención. Se giró justo a tiempo para ver a Rowan saliendo del estudio. Iba vestido, aunque sin chaqueta ni corbata, con la camisa ligeramente desabrochada en el cuello y las mangas recogidas hasta los antebrazos. Sostenía un libro cerrado en una mano y una copa en la otra. Su expresión cambió al verla. - ¿Isabella? Ella se detuvo en seco, con la luna todavía bañando su silueta desde la gran ventana trasera. No supo si hablar primero, si disculparse por estar fuera de su cuarto a esas horas. El conde se acercó en dos zancadas. - ¿Estás bien? - preguntó, con esa voz grave que parecía suavizarse solo para ella. - Sí. Solo… no podía dormir. Salí a caminar un poco. Rowan frunció levemente el ceño y bajó la vista a sus pies descalzos, al borde húmedo de su bata, al cabello suelto que caía desordenado sobre sus hombros. - ¿Saliste afuera? - inquirió, sin levantar la voz, pero con una preocupación evidente en el rostro. - Solo al jardín trasero. El estanque… es hermoso a esta hora. No dijo más. Ni del diario, ni de la sala escondida, ni de la puerta entreabierta. Aún no. Quería primero ordenar sus ideas. Rowan dejó la copa sobre una repisa cercana. - No deberías andar descalza por la casa. El suelo está helado - dijo, y su tono era más cálido que severo. Isabella sonrió, un gesto tímido. - No lo noté hasta ahora. - Ven. Te acompaño a tu habitación. No protestó. Caminaron juntos por el pasillo alfombrado, en silencio. Solo sus pasos acompasados rompían la quietud. Rowan iba a su lado, sin tocarla, pero lo bastante cerca como para que ella sintiera el calor de su presencia. - ¿Has podido descansar tú? - preguntó, queriendo llenar el silencio. - No. Estaba revisando unos documentos de la villa. Y un poco de lectura. - Hizo una pausa breve antes de añadir - No esperaba verte despierta. - No me molesta la casa… solo que aún me resulta ajena. Tarda en envolverte. Como si esperara a que la comprendieras para darte permiso de descansar entre sus muros. Rowan la miró de soslayo. Sus ojos, parecían más claros bajo la tenue luz de los candelabros. - Eso lo dijiste como si llevaras años aquí. Isabella alzó los hombros, sonrojada. - Quizá es la influencia de Lady Honoria. O quizá es solo imaginación. El joven no respondió de inmediato. Ya habían llegado frente a la puerta de su habitación. Rowan se detuvo. - ¿Te gustaría que te prepararan algo? Isabella lo miró, sorprendida. - ¿A esta hora? - Puedo pedirle a Rupert que suba un poco de té. Uno especial que preparaban en casa cuando mi madre no podía dormir. Es suave. Con lavanda, hierbaluisa y un toque de cáscara de manzana. La receta es muy antigua. La joven parpadeó, conmovida por el gesto inesperado. - Me gustaría. Gracias. Rowan asintió, con un gesto leve pero firme. - Iré a buscarlo yo mismo. No tardaré. Antes de irse, se inclinó apenas, como si fuera a decir algo más. Pero se contuvo. Isabella lo observó marcharse por el pasillo hasta que su figura se desdibujó entre la penumbra. Entró a su habitación con un suspiro contenido, y solo entonces reparó en el diario que aún apretaba contra su pecho. Lo depositó con cuidado sobre la mesa, junto a la lámpara apagada, y se sentó en la butaca del ventanal. A lo lejos, escuchaba los pasos de Rowan bajar las escaleras. La casa ya no se sentía tan ajena. No con él. Y, sin embargo, algo latía bajo la superficie de todo. Como una historia enterrada que comenzaba a emerger. Marie Ashcombe. Volvió a repetir el nombre en su mente justo cuando llamaron suavemente a la puerta. Rowan entró, ahora con una pequeña bandeja en las manos. Había una tetera de porcelana blanca, una taza y un pequeño panecillo con miel. - No sabía si habías comido algo - dijo, dejándola sobre la mesa auxiliar - El panecillo es de la cocinera. Le dice “remedio para las almas inquietas”. Isabella sonrió, genuinamente. - Gracias, Rowan. Esto es… más de lo que imaginé esta noche. El conde no se sentó. Solo la observó por un instante, como si quisiera memorizar la imagen: ella, con la bata azul, el cabello alborotado por el viento nocturno, los ojos brillantes por algo más que insomnio. - Te acostumbrarás - dijo al fin - A la casa. A mí. Isabella sostuvo su mirada. - Estoy empezando a hacerlo. Él asintió, se retiró con una inclinación breve y cerró la puerta tras de sí. El aroma del té llenó la habitación. Y mientras lo bebía en silencio, con las manos calientes por la porcelana, Isabella supo que la villa, con todos sus secretos, ya no era solo una casa. Era el comienzo de algo.
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