El Perfume De Lo No Dicho
El mediodía vestía de oro las tierras de Ashcombe Hall cuando Martha anunció, con un leve rubor, que Lord Ashcombe solicitaba la presencia de la señora en los jardines.
- Dijo que no necesita sombrero si no lo desea. - comentó, al ajustar los botones del vestido lila que Isabella había elegido - Pero me atrevería a sugerir que el sol cae justo sobre el campo de lavanda. Es un paseo largo.
Isabella se miró al espejo. El color lavanda suave le daba a su piel un brillo nacarado. Su cabello, esta vez suelto, le caía en ondas sobre los hombros. Estaba nerviosa, aunque no sabía por qué.
Quizás era por la forma en que Rowan la había tocado esa mañana.
No con las manos, sino con la voz. Con los ojos. Con la manera exacta en que su presencia empezaba a llenar las habitaciones.
El paseo hacia el jardín fue silencioso.
Dos sirvientes se habían ofrecido a acompañarlos, pero Rowan los rechazó con un gesto suave. Caminaban uno al lado del otro por el sendero de grava blanca, bajo un cielo despejado y azul. Los árboles, altos y antiguos, formaban un dosel por momentos, y la sombra fresca les acariciaba los rostros entre ráfagas de luz.
- ¿Has notado cómo suena el campo cuando uno no habla? - preguntó él, después de un rato.
Isabella inclinó la cabeza.
- No creo haberlo escuchado así antes.
- Justo. - respondió Rowan - Porque nadie nos enseña a oír el silencio. Solo el ruido.
La joven no respondió, pero empezó a notar las cosas. El susurro del viento entre las hojas. El zumbido de una abeja. El chasquido leve de las piedras bajo sus zapatos. Todo tenía un ritmo. Un pulso.
- Mi madre solía decir que los jardines son la única parte de una casa donde uno puede respirar sus pensamientos. - añadió él, sin mirarla - En las habitaciones, todo es estructura. Expectativa. Pero aquí, si uno quiere llorar, reír o quedarse mudo… nadie lo juzga.
Isabella lo miró de reojo. Su tono era más íntimo de lo usual. Casi nostálgico. Como si compartiera algo velado, algo que aún no nombraba.
Y entonces, doblaron el último seto.
El jardín de lavanda se abría como un océano púrpura ante ellos.
Filas y filas de plantas en flor extendidas hasta el límite de una pequeña colina. El aroma era embriagador, cálido, dulce y terroso a la vez. No era solo perfume: era presencia. Una que llenaba los pulmones y desarmaba cualquier pensamiento estructurado.
Isabella se detuvo un instante, maravillada.
- No sabía que esto estaba aquí. - dijo - Es hermoso.
- Nadie lo sabe, salvo la familia y dos jardineros. Es un sitio privado. - explicó Rowan - No está en los mapas de la propiedad.
- ¿Por qué?
Rowan se encogió de hombros.
- Porque algunas cosas no deben compartirse. Solo descubrirse.
Sus palabras le provocaron un estremecimiento.
Bajaron por el sendero de tierra estrecho que serpenteaba entre los arbustos. El sol les calentaba los hombros, pero la brisa arrastraba la fragancia con un cuidado casi materno. Las abejas danzaban entre los tallos y una mariposa blanca revoloteó cerca del vestido de Isabella antes de posarse en su manga.
Rowan extendió la mano lentamente.
- No te muevas.
Sus dedos atraparon la mariposa, no en la tela, sino en el aire. La sostuvo apenas un instante antes de soltarla, sin aplastarla.
Isabella se quedó observando el gesto.
- Eres hábil con las manos. - murmuró sin pensar.
Rowan sonrió de lado, bajando la mirada.
- Hay cosas que solo se aprenden con tiempo… y paciencia.
Continuaron en silencio hasta que llegaron a una banca de piedra, parcialmente oculta por una glicina que colgaba de un arco de madera.
Rowan se sentó primero. Ella, con cierta duda, se acomodó a su lado. Estaban tan cerca que el borde de sus faldas rozaba su pantalón.
- Este jardín fue el favorito de mi abuela. - dijo él, con la mirada fija en el horizonte - Aquí fue donde me dijo por primera vez que tenía que casarme con alguien digno. Que el linaje se preserva con ternura, no con arrogancia.
Isabella se volvió hacia él.
- ¿Y tú estás de acuerdo con eso?
- A veces. Aunque creo que la ternura se finge mejor que la arrogancia.
La joven no supo cómo responder.
Rowan giró hacia ella y bajó la voz:
- Tú… ¿Te sientes cómoda aquí?
- Sí.
- ¿Contigo misma?
Esa pregunta la dejó helada.
Tardó en responder. Pero al final, asintió.
- Creo que sí. Al menos, más que al principio.
El joven deslizó una mano, sin tocarla, hasta dejarla sobre el banco, junto a la de ella. Solo un milímetro separaba ambas.
- Me gustaría que este lugar fuera solo tuyo, Isabella. Que puedas venir cuando quieras. Sin pedir permiso.
- ¿Puedo?
- Siempre. Ashcombe ya es tu hogar.
La manera en que pronunció “tu hogar” la tocó más de lo que esperaba. Isabella bajó la mirada a sus manos, aún separadas. Y fue ella quien la movió primero. Lenta, sutil. Sus dedos rozaron los de él. Solo un roce.
Pero bastó.
Rowan entrelazó los suyos sin apretar. Sin invadir. Solo tomándola como si aquel contacto hubiera sido inevitable.
- ¿Sabes lo que hace la lavanda cuando se quema? - preguntó él, susurrando.
- ¿Se quema? ¿No se usa en aceite o en saquitos de almohada?
- Sí… pero cuando se quema directamente, el aroma es más intenso. Más oscuro. Se vuelve algo completamente distinto. Más profundo. Más íntimo.
La joven tragó saliva.
- ¿Y… por qué me dices eso?
- Porque a veces… tú me pareces como la lavanda. Tranquila. Sutil. Pero hay algo más. Algo que espera… a arder.
- ¿Arder? - le preguntó, confundida.
- Eres hermosa, atractiva, tu cabello, tu mirada... - hizo una pausa - Te has convertido en una mujer... Has madurado.
- Gracias a las lecciones de Lady Ashcombe. - soltó una risita.
- La abuela está muy contenta contigo. Has escuchado sus indicaciones.
- Me gusta aprender....
- Yo también quiero hacerlo... Aprender más de ti.
Isabella no se movió. Su mano en la de él temblaba apenas, pero no se apartó. Sentía cada palabra como una caricia, como un dedo invisible recorriendo la piel de su espalda.
Y entonces él se inclinó.
No la besó. No aún. Solo apoyó su frente contra la de ella, dejando que sus alientos se mezclaran.
- Cuando estés lista. - murmuró - Solo entonces.
Y se separó.
La llevó de regreso por el mismo sendero, sin volver a hablar.
Pero todo había cambiado.