Tácticas De Un hombre En Guerra
Rowan cerró la puerta del estudio sin hacer ruido. Se quedó un instante allí, con la mano aún en el pomo, observando cómo la luz de las velas jugaba sobre el cuero de los libros, las maderas oscuras y las botellas de licor.
Respiró hondo.
El perfume de lavanda aún lo seguía. En la camisa, en los dedos. En la garganta, donde el deseo latía con más fuerza de la que había permitido mostrar.
Soltó el aliento, giró sobre los talones y se sirvió una copa del coñac viejo que guardaba para cuando necesitaba pensar. No para celebrar. Ni para dormir. Para pensar.
Se dejó caer en el sillón junto al fuego y apoyó la cabeza en el respaldo, con los ojos cerrados.
- Maldición…
El roce de sus dedos sobre los de Isabella había sido un disparo limpio, certero. Una grieta en la contención que tanto le costaba mantener.
Había temblado. Ella.
Un gesto mínimo, pero real. Algo había despertado.
Y eso, pensó Rowan, era lo que necesitaba.
No una conquista. No una sumisión.
Deseo.
Deseo honesto, tembloroso, sin palabras. El tipo de deseo que podía abrirle la puerta a lo que su abuela exigía: un heredero legítimo. Un lazo que asegurara la línea de sangre. El legado de los Ashcombe.
Pero aún no podía tocarla como deseaba. No podía hundir el rostro en su cuello ni reclamar su cuerpo como lo haría con una amante.
Tenía menos de una semana.
Una semana antes de partir a la frontera para revisar las tierras del condado. El pretexto perfecto para dejarla sola, sembrando en ella una ausencia cuidadosamente construida.
Y, con ello, el anhelo.
Pero antes… debía enseñarle a ansiar.
A reconocer el calor en la piel. A perder el aliento sin entender por qué. A necesitar sus palabras, sus miradas, sus manos.
- No puedo fallar. - murmuró para sí mismo, llevando la copa a los labios.
Pero, Dios… fingir era agotador.
El tono dulce. Las pausas pensadas. La voz baja, cuidadosamente tejida para rozarla sin asustarla. El disfraz del esposo atento y paciente, cuando por dentro lo devoraba la urgencia.
Isabella no era como otras mujeres. No se entregaría a la fuerza, ni con promesas vacías. No era ingenua, ni curiosa sin razón. Había dolor en ella. Reticencia. Un velo de precaución que le decía que antes la había herido… o tal vez que no la había tocado como merecía.
Y él quería ser el primero.
Pero no solo en su cama.
Quería ser el primero en enseñarle el hambre, la ternura. En marcar su cuerpo con gestos tan precisos que nadie pudiera olvidarlos.
Se inclinó hacia adelante, dejando la copa sobre la mesa y se cubrió el rostro con las manos.
Durante años había jugado este juego. Mentir. Seducir. Conseguir lo que la familia necesitaba.
Pero con Isabella…
Con Isabella, todo estaba empezando a sentirse peligrosamente real.
Porque ella lo miraba como si aún no supiera odiarlo. Como si pudiera, eventualmente, confiar.
Y si ella confiaba… si lo deseaba con voluntad propia…
Sería suya de un modo que ninguna amante, ninguna mujer, ninguna promesa arreglada podría igualar.
Ella podía destruirlo.
Y por eso, debía actuar con precisión quirúrgica. Sin errores. Sin entregarse del todo.
El seducirla lento parecía una tortura más para él que para ella. Era como tocar la miel y tener que alejar la mano.
Se levantó y cruzó la habitación hasta el secreter. Extrajo una pequeña caja de madera y la abrió. En su interior, sobres de té cuidadosamente sellados y etiquetados: manzanilla, pétalos de rosa, lavanda y corteza de canela.
El té de su madre.
Su aroma traía paz. Calor. Nostalgia. Era suave, pero profundo. Como las caricias que pensaba enseñarle a Isabella.
Lo prepararía él mismo, como había prometido. Lo llevaría a su habitación antes de que se durmiera. Le hablaría despacio. Le leería, si ella lo permitía.
Y mañana… le tocaría el cuello.
Solo eso. Con intención. Para ver si su pulso volvía a temblar.
Después, serían los tobillos bajo la falda. Luego, la nuca. La espalda.
Paso a paso.
Hasta que el deseo se volviera inevitable.
Y entonces… la haría suya.
Pero primero, debía sobrevivir a su propio corazón.
Porque si cedía antes de tiempo, si ella leía en sus ojos el verdadero hambre que sentía…
Todo se vendría abajo.
El Sabor Del Silencio
La noche había caído por completo, pero el aire en la villa Ashcombe no estaba dormido. Los candelabros ardían con una luz suave en los corredores, proyectando sombras largas y doradas sobre los tapices y las molduras.
Isabella no podía dormir.
Se encontraba sentada en el diván junto a la ventana, envuelta en una bata de muselina blanca, con los pies descalzos y la mirada perdida entre las copas de los árboles que el viento apenas rozaba. La luna jugaba a esconderse tras las nubes. Había intentado leer, pero las palabras se le deshacían entre los dedos.
Entonces, la puerta se abrió con un golpecito seco y ella giró la cabeza, tensa.
Rowan.
Vestía una camisa blanca sin corbata y pantalones oscuros, la chaqueta ausente. Llevaba una bandeja entre las manos, y sobre ella, una tetera de porcelana y dos tazas. La sonrisa que le ofreció era serena, apenas ladeada.
- Dijiste que el té de casa te ayudaba a dormir. - murmuró - Pensé que no sería justo que pasara otra noche sin probarlo.
La joven asintió, sorprendida por el gesto.
- Gracias… No esperaba que lo trajeras tú.
- No me quita el sueño… aún.
La dejó observarlo mientras servía. El aroma a lavanda, manzanilla y canela llenó la habitación como una caricia. Rowan se sentó frente a ella y le ofreció una taza.
- Este lo preparaba mi madre. - comentó, tomando la suya - Solía decir que las noches eran menos crueles cuando uno aprendía a ponerle dulzura.
Isabella sonrió débilmente y bebió. El calor le alivió la garganta, y cerró los ojos un instante.
- Tiene un sabor distinto. - dijo - Más suave. Más… envolvente.
- Es la miel de brezo. - explicó Rowan - Solo unas gotas. Tiene un efecto lento, pero profundo.
Hubo un breve silencio. Ella lo observó. Algo en él había cambiado desde la tarde. Seguía siendo el mismo hombre de ademanes seguros y palabras medidas, pero su presencia se sentía… más cálida. Como si hubiera bajado una capa de distancia invisible.
- No es fácil dormir. - confesó ella - Aunque el cuerpo esté cansado.
- La mente no siempre entiende el lenguaje del cansancio. - repuso Rowan y la miró con seriedad tranquila - ¿Te duele algo?
Isabella negó con la cabeza, aunque luego se encogió de hombros.
- Solo los hombros… un poco tensos. Estoy acostumbrada a la actividad constante. Aquí… el silencio también pesa.
Rowan asintió, se puso de pie y rodeó el diván con movimientos pausados. Se colocó detrás de ella.
- ¿Me dejas ayudarte?
La joven giró el rostro, sorprendida. Sus ojos se encontraron.
- Solo si lo deseas. - añadió él, bajando la voz - Prometo ser cuidadoso.
Isabella dudó apenas un instante. Luego asintió, despacio y se volvió de nuevo hacia la ventana.
Rowan se arrodilló detrás del diván y deslizó con suavidad la tela de la bata hasta los hombros. Ella tenía puesta una fina camisola de dormir, de algodón blanco, que dejaba al descubierto la piel tersa de la nuca y la parte superior de la espalda.
Sus dedos la tocaron con la misma reverencia con la que se acaricia un libro antiguo. Lentamente, comenzó a presionar los músculos, a deshacer los nudos invisibles que el día había dejado.
Isabella se tensó al principio… pero luego fue cediendo. Su respiración se volvió más pausada. Sus párpados descendieron apenas.
- ¿Así está bien? - preguntó Rowan, apenas rozándole el oído con su voz.
- Sí… - murmuró ella - Es… agradable.
Rowan continuó en silencio. Sus manos se deslizaban por los omóplatos, bajaban hasta el inicio de los brazos y volvían a subir. Cada caricia era medida, sin urgencia, sin peso indebido. Solo calor. Presencia. Tacto.
En algún momento, Isabella inclinó un poco más la cabeza hacia adelante. Le ofrecía el cuello sin darse cuenta.
Y Rowan… se inclinó.
Cerró los ojos y depositó un beso apenas perceptible en la curva de su hombro. La piel allí era cálida, delicada como seda al sol.
Ella no se apartó.
No habló.
Solo dejó que el aire saliera de sus labios con un suspiro leve, como si algo dentro de ella se aflojara por primera vez.
- Deberías dormir pronto. - dijo él con suavidad, sin moverse aún - El jardín de rosas está en flor y quería mostrártelo mañana… si el clima lo permite.
Isabella asintió sin palabras. Cuando él se apartó, su cuerpo pareció extrañar el contacto de inmediato.
Rowan caminó hacia la puerta, recogiendo la bandeja sin apuro. Antes de salir, se volvió a mirarla.
- Buenas noches, mi lady.
Isabella lo miró con los ojos aún brillantes por el calor del té y el roce de sus manos.
- Buenas noches, Rowan.
Y cuando él cerró la puerta tras de sí, lo hizo con una sonrisa amarga en los labios.
Un paso más. Un día menos.
Y ella no tenía idea del incendio que acababa de dejar contenido tras su piel.