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1148 Words
El Invernadero – Un Toque Sensual La mañana entraba suave, filtrándose a través de los cristales del invernadero, donde el aire cálido se mezclaba con el perfume embriagador de jazmín, tierra húmeda y hojas verdes. Cada rincón estaba lleno de vida y la luz jugaba en las superficies con destellos dorados y esmeraldas, creando un refugio casi mágico, un santuario donde el tiempo parecía detenerse. Isabella caminaba entre las macetas con delicadeza, sus dedos rozando los tallos y pétalos como si quisiera absorber la frescura que los rodeaba. Sentía el calor ligero en su piel, la tela suave de su falda rozando sus muslos y un cosquilleo desconocido que se extendía lentamente desde el centro de su pecho. Rowan apareció sin que ella lo advirtiera y con una mano firme pero gentil la tomó por la cintura, arrinconándola contra una fila de macetas cargadas de helechos y flores exóticas. La calidez de su cuerpo contrastaba con el frescor del ambiente y la mirada oscura y concentrada que le dedicó la hizo sentir que estaba suspendida en un instante fuera del mundo. Su aliento se posó en el cuello de Isabella y luego sus labios buscaron los suyos con un beso que era a la vez dulce y demandante. Mientras sus bocas se unían, una de sus manos descendió lentamente por su cintura, deslizándose con un tacto suave pero firme, explorando bajo la falda el contorno de su muslo. Isabella no sabía cómo responder del todo. Su respiración se entrecortaba, su cuerpo se estremeció con cada contacto y un gemido escapó sin que ella pudiera evitarlo. - ¿Te gusta esto? - susurró Rowan cerca de su oído, con voz grave y cómplice. - No… lo sé. - respondió Isabella, apenas un jadeo, entre la sorpresa y el deseo que comenzaba a prenderse en su interior. Rowan sonrió con esa mezcla de triunfo y ternura que la desconcertaba. Sus dedos exploraron la curva de su muslo con un tacto ligero, como si trazara un mapa que ella debía descubrir. Luego, rozaron con cuidado más allá, sin invadir, solo tanteando, probando límites y provocando una sensación nueva y extraña que hacía que el cuerpo de Isabella latiera con fuerza. Nunca antes había sentido algo tan húmedo y cálido dentro de sí, una mezcla confusa de nervios y anhelo que la desconcertaba y la excitaba. No entendía del todo qué estaba pasando, pero no quería que terminara. Rowan no apuraba, no forzaba, simplemente la provocaba con sus caricias, haciendo que cada roce se sintiera como una promesa contenida, un juego sensual entre ambos. Isabella, temblando, logró separarse lentamente, sus ojos brillaban entre la luz filtrada por el invernadero y el perfume que la envolvía como un aura. Su cuerpo parecía vibrar, latiendo como si hubiera corrido una carrera y su mente aún procesaba aquella mezcla de sensaciones intensas, dulces y confusas. - ¿Quieres que te ayude a correrte como ayer? - ¿Correrme? - Así se le dice cuando llegas a tu máximo placer... Sientes como si el cuerpo ha corrido una carrera. - Los sirvientes... - Lo haré rápido... Te sostendré. Con manos hábiles, Rowan la mantuvo firme por la cintura mientras usaba su otra mano para estimularla. Isabella trató de contener los gemidos, pero su esposo parecía disfrutarlo ya que seguía aumentando la fricción. Cuando la joven alcanzó el clímax, sus piernas flaquearon, pero Rowan la mantuvo firme contra su cuerpo hasta que logró volver a sus sentidos. - Eso es Isa... - susurró con voz ronca de deseo contra su oreja - Te daré todos los que quieras y más... A lo lejos se escuchó a un sirviente llamándola por lo que Rowan le acomodó las faldas y la dejó ir. La mujer salió del invernadero, todavía envuelta en ese halo de fragancia y emoción, mientras Rowan la miraba con una expresión que contenía algo más profundo que deseo, una mezcla de cuidado y anhelo silencioso. El jardín parecía haber cambiado también, como si ese espacio reservado a la vida y el crecimiento hubiera guardado para ellos el secreto de un despertar lento y delicado, un ritual de descubrimiento que apenas comenzaba. El Diario Después de coordinar con la señora Dunley la cena, Isabella fue a su habitación. Todo su cuerpo parecía arder con las caricias de su esposo. La tarde caía lentamente y la luz dorada del sol se filtraba a través de las pesadas cortinas de la habitación, tiñendo el aire de un resplandor cálido y melancólico. Isabella caminó hacia un secretaire y abrió un cajón. Dentro, reposaba un cuaderno, más pequeño que un libro común, con tapas de un cuero suave y gastado, decorado con delicados grabados florales. El nombre grabado en letras doradas, casi desvanecidas por el paso del tiempo, decía: “Marie Ashcombe”. El corazón de Isabella se aceleró. Marie, la madre de Rowan. La mujer que, según las pocas historias que había escuchado, había sido una figura de gracia y misterio en la familia, una dama marcada por la nobleza y la tristeza. Con reverencia, abrió el diario y comenzó a leer. La caligrafía era elegante y femenina, cada palabra escrita con una precisión que denotaba educación y sensibilidad. “Hoy Rowan ha crecido tanto… Es un niño fuerte, lleno de promesas, pero sé que el peso de nuestra sangre será una carga para él. Espero poder guiarlo para que encuentre su camino sin perder su alma en el intento.” Isabella se sorprendió por la ternura y la preocupación en esas líneas. Más allá del hombre frío y calculador que Rowan mostraba al mundo, su madre había visto un niño vulnerable y lleno de esperanza. Continuó leyendo, cada página revelando más de la mujer que había sido: sus sueños, sus temores y sus silencios. Había escrito sobre la finca, sobre las estaciones, sobre el aroma de las flores y las tormentas que azotaban Ashcombe. Pero también había confesado dudas profundas sobre el futuro de su familia, sobre el destino inevitable que parecía pesar sobre ellos. En un pasaje, Marie hablaba directamente a Rowan, como si su diario fuera una carta destinada a su hijo: “Rowan, sé que la vida te exigirá mucho, pero no olvides que el verdadero poder está en la capacidad de amar, de perdonar y de dejar que el corazón guíe tus decisiones, no solo el deber.” Isabella cerró el libro con suavidad, sintiendo una mezcla de respeto y tristeza. Era un recordatorio de que, tras la fachada del conde, había historias no contadas, heridas que aún no sanaban. Guardó el diario con cuidado, pensando en cómo esas palabras podrían cambiar la manera en que veía a Rowan. Quizá, en ese hombre distante y calculador, aún quedaba un rastro de aquel niño que su madre tanto había amado y protegido. Como ella protegería al suyo. Al hijo de Rowan. Del hombre que amaba.
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