Cuando le propuse almorzar, sabía exactamente adónde quería llevarla. Quería que el primer almuerzo oficial con mi novia —Dios, cómo amo decirlo en mi cabeza— fuera en un lugar que no tuviera nada que ver con los restaurantes ostentosos a los que todo el mundo cree que llevo a mis citas. Con Valentina quiero algo distinto. Algo real.
Apenas entramos al local antiguo, con puertas de madera oscura y un aroma que recuerda recetas de abuelas italianas, siento cómo su mano aprieta la mía. No dice nada, pero su sorpresa es evidente.
—Aunque no me lo creas, la comida de este sitio es de las mejores de la ciudad —le digo con absoluta seguridad.
Me mira con esa mezcla de curiosidad y ternura que me desarma cada vez.
—Confío en ti.
Y ese “confío en ti” me golpea directo al centro del pecho.
La guío hacia el fondo del lugar, donde dos puertas de vidrio dan a un patio que parece escondido del mundo. Plantas trepadoras, luces colgadas, mesas pequeñas… y el sonido suave de una fuente. Es íntimo. Es cálido. Es perfecto para ella.
—El clima esta perfecto para almorzar aquí afuera, ¿no crees? —le digo, teniendo que acordarme de no decírselo en italiano —Un tavolo per due, per favore —le digo a la camarera.
Una vez que la camarera nos lleva hasta una mesa apartada. Muevo su silla con suavidad.
—Permíteme, princesa.
Obedece sin protestar, y mientras toma asiento, la observo en silencio. Esa blusa suave, el brillo en sus ojos verdes, su sonrisa tímida… todo de ella es un imán. Y cada vez siento menos capacidad de alejarme.
Cuando se ríe viendo el menú, quiero besarla.
—Mmmm… voy a necesitar un traductor oficial —dice—. Y también clases de italiano.
—Lo ideal sería contratar un profesor —respondo, inclinándome hacia adelante—. Pero creo que disfrutaría muchísimo enseñándote yo mismo.
El rubor le trepa por el cuello. Y yo me vuelvo a enamorar.
[…]
Los platos llegan, pero solo probamos bocados entre conversaciones. No me interesa la comida; me interesa escucharla hablar de su infancia con una sinceridad desarmante, de sus miedos, de sus sueños. Me interesa verla mover las manos cuando se emociona, o bajar la voz cuando algo le duele.
Quiero conocerla completa. Y quiero que me conozca completo también.
—Valentina —digo finalmente— no sé si te sucede lo mismo… pero me siento demasiado bien contigo. Como si te conociera desde hace mucho tiempo.
Ella sonríe y mis defensas caen una por una.
—Te explicas perfectamente —responde—. Yo también me siento muy bien contigo. Y aunque tengo muchos miedos… cuando estoy contigo se me van.
Siento un temblor suave en las manos. No lo muestro, pero está ahí.
—¿Le tienes miedo a… esto? —pregunto, señalándonos.
—Tengo los miedos normales de una chica sin experiencia en el amor —dice con una sinceridad que podría quebrar a cualquiera—. Pero miedo de ti, o de esto… no.
El alivio que siento es casi físico. Me atrevo a decir lo que no dije nunca:
—Yo también tengo miedos, princesa… y no debería, ya he estado en relaciones. Pero esto es diferente.
Ella me mira con ojos grandes, atentos.
—¿Diferente cómo?
Respiro hondo. No sé cómo decirlo sin exponerme por completo, pero ya no puedo disimular.
—Porque lo que estoy sintiendo por ti no lo había sentido antes —confieso—. Y tengo miedo de arruinarlo.
Veo cómo su pecho se expande en una respiración profunda. Veo cómo baja un segundo la mirada. Y veo cómo vuelve a alzarla con una dulzura que me incendia.
—¿Arruinarlo cómo? —susurra.
—Es que… nunca me sentí así —respondo más bajo—. Las mujeres que pasaron por mi vida antes fueron… algo diferente a esto. No significaban…
Ella apoya su dedo en mis labios, deteniéndome. Y sonríe con picardía.
—No esperaba que no hubieras estado con nadie.
La risa se me escapa, suave, sincera. ¿Quién demonios es esta mujer que no deja de sorprenderme?
No puedo evitar decir lo que me atraviesa:
—Eres tan bella… soy un hombre con mucha suerte.
Ella se sonroja. Yo me enamoro un poco más.
[…]
Miro el reloj. No quiero volver a la oficina. No quiero ser el CEO, ni el socio, ni el hombre correcto. Quiero ser el hombre que está con ella.
—¿Qué te parece si nos tomamos el resto del día? —pregunto.
Su sonrisa se ilumina como si acabara de abrirse el cielo.
—Estaba pensando exactamente eso.
Pido la cuenta. Pago rápido. Me levanto y le ofrezco la mano.
—¿Vamos?
—Vamos… no sé a dónde, pero vamos.
Cuando se pone de pie, la acerco a mí y le doy un beso suave, lento… pero cargado de todo lo que quiero hacer cuando estemos solos.
—Quiero estar contigo, Valentina —susurro contra sus labios—. Solo contigo.
Su respiración se acelera contra mi boca.
—¿A dónde vamos? —pregunta temblando un poco.
Entrelazo nuestros dedos y la guío hacia la salida.
—A pasar la mejor tarde de nuestras vidas.
Y por primera vez desde que empezó todo esto, siento una certeza tan clara que me eriza la piel:
No estoy exagerando. Lo sé. Lo siento.
Hoy empieza algo importante. Algo grande. Algo que no quiero soltar jamás.
Y mientras caminamos juntos hacia mi auto, con su mano pequeña apretando la mía… sé que ella tampoco..