Aymara heredó la fortaleza de la selva y la intensidad de su linaje. Su cabello n***o azabache caía en ondas largas, como un río que se pierde en la espesura. Sus ojos eran un misterio: bajo la luna, tan oscuros como pozos insondables; pero cuando el sol los tocaba, adquirían el cálido matiz del café tostado. Su figura, esculpida por los dioses, reflejaba con orgullo su ascendencia indígena, una mezcla perfecta de su madre, una mujer Yanomami del Amazonas, y su padre, un hombre de sangre europea.
Su madre, Silva, era una mujer de raíces profundas en su tribu. Su nombre significaba terreno arbolado, un símbolo de vida y fortaleza. Pero la naturaleza, tan generosa como implacable, le arrebató la suya al dar a luz a Aymara. Su último aliento lo entregó apenas unas horas después de traer al mundo a su hija.
Joaquín Colón Villegas, su esposo, sostuvo el pequeño cuerpo de su primogénita con la promesa de que la protegería como el más preciado tesoro. Y cumplió su palabra. A pesar del dolor, siguió adelante y, con el tiempo, volvió a casarse. Pero Aymara nunca fue relegada. Creció rodeada de amor, compartiendo su infancia con Anaís, su media hermana, con quien forjó un lazo inquebrantable.
La fortuna nunca estuvo de su lado, pero la riqueza en su hogar se medía en valores y educación. Joaquín, un zapatero de manos gastadas por el oficio, trabajó incansablemente para darles lo mejor. Tanto Aymara como Anaís fueron educadas con esmero y crecieron comprendiendo el valor del esfuerzo y la dedicación.
El destino, sin embargo, parecía disfrutar tejiendo pruebas. A los veinte años, Aymara vio a su padre partir, víctima de una extraña enfermedad que lo consumió en silencio. La pérdida dejó un vacío difícil de llenar. La casa, que alguna vez estuvo llena de risas y olor a cuero recién trabajado, se volvió sombría.
El dolor pesaba sobre todos, pero en especial sobre Inés, la esposa de Joaquín. Su duelo se transformó en un abismo del que no podía escapar. La depresión la hundió hasta el punto en que comer se convirtió en una batalla. Inés no era hija de la selva; su sangre venía de Italia, de una tierra lejana y distinta. Había llegado al Amazonas tras la fiebre del oro, buscando fortuna, y en su travesía se enamoró de un viudo noble y trabajador.
Ahora, el hogar que había construido con él se desmoronaba. Y Aymara, con el corazón dividido entre la tristeza y la responsabilidad, sabía que debía ser fuerte.
La selva la había visto nacer y crecer. Y ahora, estaba a punto de ponerla a prueba.
Inés había dejado atrás Italia hacía dos décadas. La fiebre del oro la había llevado al Amazonas, y el amor la había anclado allí. Nunca miró atrás. Nunca extrañó la riqueza ni la vida acomodada de su infancia. Pero con la muerte de Joaquín, la nostalgia comenzó a rondarla como un fantasma.
Se preguntaba cómo volver después de tanto tiempo. ¿Qué diría su padre si aún vivía? Aquel hombre rígido y tradicional la había desheredado cuando decidió quedarse en la selva, eligiendo el amor sobre el dinero. A estas alturas, Italia era solo un recuerdo borroso. Pero el futuro de sus hijas aún estaba por escribirse.
Aymara y Anaís habían sido criadas con esmero. Aunque la selva era su hogar, su educación rivalizaba con la de cualquier joven de alta sociedad. Inés, quien en su juventud había sido profesora, se aseguró de que ambas dominaran la etiqueta, las letras y las artes. Sabía que la educación era la mayor herencia que podía dejarles.
Aymara, con sus veinte años, había florecido en una mujer de impresionante belleza y gracia. Su destreza en la danza del vientre era hipnótica; cada movimiento de sus caderas narraba historias ancestrales. Pero su talento no se limitaba a la danza. También dominaba el arte de los bailes con espadas y dagas, ejecutando movimientos que parecían rituales sagrados. A través de los libros y leyendas escritas, había aprendido sobre su linaje y la historia de su pueblo. Inés siempre la observaba con orgullo, maravillada por su fuerza, por la manera en que había crecido sin madre y aún así se había convertido en una mujer formidable.
Anaís, en cambio, era el espíritu libre de la familia. A sus dieciocho años, su amor por la música la llevaba a cantar por los alrededores del pueblo, su voz resonando como un pájaro enjaulado que anhelaba el cielo. Ya no era la niña frágil y pálida de cabellos rubios escasos y ojos verdes saltones. La selva había cincelado su cuerpo con curvas armoniosas, su piel resplandecía con un tono dorado por el sol, y su cabello, antes débil, ahora caía en ondas gruesas. La niña de antaño se había convertido en una mujer de gran atractivo y carisma.
Aquella noche, con el murmullo de la selva de fondo, Inés tomó una decisión irrevocable. Se sentó a la mesa iluminada por la tenue luz de una vela y escribió una carta dirigida al único abogado del pueblo. Era hora de vender lo que tenía: la zapatería, su propiedad y, sobre todo, el poco oro que había guardado con astucia durante años.
Cuando la fiebre del oro atrajo hordas de bandidos a la región, la mayoría de los habitantes se resignaron a vivir con miedo, escondiendo sus riquezas o renunciando a ellas. Pero Inés no era ingenua. Venía de una familia influyente y había aprendido a protegerse. Su pequeño tesoro estaba bien oculto, reservado para un momento como este.
Mientras los trámites avanzaban, Inés instruyó a sus hijas para que empacaran lo mejor de su ropa y los recuerdos más preciados. No les dijo su plan de inmediato, pero ellas intuían que algo estaba por cambiar.
Mientras Inés regalaba a sus vecinas los muebles y enseres que quisieran, las lágrimas no faltaron. Las mujeres la abrazaban con tristeza, lamentando la partida de una buena amiga y vecina. Pero Inés, lejos de compartir la melancolía, solo pensaba en el futuro de sus hijas.
El día de la partida llegó, y el viejo señor Fermín, un amigo de la familia, las llevó en su desvencijado auto hasta el aeropuerto. Se despidió de ellas con un apretón de manos y un consejo paternal.
—Que Dios las cuide y les abra caminos, Inés. Aymara, Anaís, sean fuertes y nunca olviden de dónde vienen.
—Gracias, Fermín —respondió Inés con una leve sonrisa—. Siempre serás parte de nuestra familia.
Cuando el auto se perdió en el camino polvoriento, Inés les indicó a sus hijas dónde esperarla mientras ella se encargaba de los boletos.
Aymara y Anaís obedecieron y se sentaron en una de las bancas del aeropuerto, observando con asombro el ir y venir de la gente. Todo era nuevo para ellas. Acostumbradas a la selva, donde la electricidad solo llegaba al pueblo más cercano y las vacaciones en la ciudad eran un lujo ocasional, el simple hecho de viajar en avión les parecía un sueño.
Anaís, con una sonrisa traviesa, cruzó los dedos y exclamó con entusiasmo:
—En Italia tendré una banda… ¡y un novio!
Aymara rió con ternura. Adoraba a su hermana, a pesar de lo diferentes que eran en físico y carácter.
—Pues yo buscaré trabajo, ayudaré a mamá y, tal vez, abra un restaurante —dijo con determinación—. Así no tendremos que volver… No quiero mirar en dirección al cementerio cada día y recordar que papá y mamá Silva ya no están.
Anaís, conmovida, la abrazó con fuerza.
—Papá y mami Silva están en el cielo —susurró—. Ahora tenemos dos guardianes. No estés triste, trabajaremos y no volveremos hasta que tú desees hacerlo.
Aymara recordó entonces aquel día en que Anaís, aún niña, despertó en medio de la noche con los ojos iluminados por algo más que la luna.
—Soñé con mamá Silva —le dijo en aquel entonces—. Me dijo que si nos cuidábamos y nos amábamos, ella sería nuestro ángel guardián. Que no estuviéramos tristes, porque su misión ahora era cuidar a papá Joaquín en el más allá.
Aymara nunca olvidó ese sueño, ni la reacción de su padre cuando Anaís le describió el rostro de su madre con una precisión imposible para alguien que nunca la conoció.
La voz de Inés interrumpió sus pensamientos. Venía casi corriendo.
—¡El avión saldrá pronto, debemos abordar!
El viaje fue una mezcla de emoción y nervios. Para Anaís, todo era una aventura, desde la sensación de despegar hasta las nubes que parecían algodón. Aymara, en cambio, observaba el cielo con un nudo en el pecho.
Horas después, aterrizaron en Italia. Sicilia, la isla más grande del Mediterráneo, las recibió con su cálido sol y su brisa cargada de historia. Las ruinas y templos les hablaban de un pasado glorioso, y las calles adoquinadas de Taormina, un pueblo pintoresco con vistas impresionantes, parecían salidas de un cuento.
Cuando llegaron a su nuevo hogar, una pequeña casa que Inés había comprado con ayuda de su abogado, las tres mujeres quedaron sin aliento. No era una mansión, ni siquiera una casa lujosa, pero para ellas, era un palacio. Todo estaba recién pintado y organizado con esmero.
Anaís fue la primera en cruzar la puerta, girando sobre sí misma con los brazos abiertos.
—¡Es hermosa! ¡Nuestro nuevo hogar!
Aymara recorrió el lugar con los dedos rozando las paredes, como si quisiera grabar cada rincón en su memoria.
—Aquí empezaremos de nuevo —susurró con una mezcla de nostalgia y esperanza.
Inés, con los ojos brillantes, las abrazó a ambas.
—Este es nuestro punto de partida, mis niñas. No sé qué nos depara el destino, pero lo enfrentaremos juntas.
El 19 de agosto quedaría grabado en sus corazones como el día en que dejaron atrás la selva para empezar una nueva vida. No sabían lo que les esperaba en Sicilia, pero una cosa era segura: sus vidas estaban a punto de cambiar para siempre.