La mujer que danzaba entre sombras.

1914 Words
El tiempo en Sicilia pasó velozmente para Inés y sus hijas. Dos años habían transcurrido desde su llegada, y aunque las cicatrices del pasado seguían presentes, cada una de ellas había encontrado su propio camino. Anaís, con su carisma natural y su facilidad para comunicarse, consiguió un trabajo en ventas dentro de un prestigioso centro comercial. Su educación, aunque recibida en casa, era impecable y llamaba la atención de quienes la conocían. Además, su apellido, Expósito, resonaba en Sicilia con un peso particular. Era un nombre que, aunque en apariencia respetado, cargaba con la sombra de antiguas rivalidades. Los Expósito y los Marcini llevaban décadas enfrentados en disputas por territorios y mercancías de dudosa procedencia. Aunque Inés había hecho todo lo posible por desvincularse de su pasado, el eco de su apellido aún susurraba en los rincones de la isla. Por esa razón, antes de permitir que sus hijas se establecieran en sus respectivos trabajos, se aseguró de que nadie las relacionara con la familia Marcini. —Nunca quiero que escuchen ese apellido ni que pregunten por él —advirtió Inés a sus hijas una noche, mientras cenaban juntas—. Nosotras no pertenecemos a ese mundo. Aymara y Anaís intercambiaron miradas. Su madre rara vez hablaba de su pasado, pero cuando lo hacía, su tono era firme e innegociable. —Pero, mamá —intervino Anaís, apoyando el mentón en su mano—, ¿por qué tanta precaución? Nadie nos ha mencionado nada sobre ellos en estos dos años. Inés suspiró. —Porque los Marcini son el veneno de Sicilia. Manténganse lejos de todo lo que los rodee. Las hermanas asintieron, aunque en sus mentes aún flotaban dudas. A diferencia de Anaís, que siempre había sido extrovertida y audaz, Aymara prefería una vida más tranquila. Había encontrado su lugar en un acogedor café, donde se encargaba tanto de la cocina como de atender las mesas. Su naturaleza reservada contrastaba con la calidez con la que trataba a los clientes, ganándose el cariño de los habitantes del pueblo y de los turistas que visitaban el lugar. Pero fue su talento para la danza lo que realmente la hizo destacar. Mara Russo, la dueña del café, era una mujer madura y de porte elegante que supo ver en Aymara un potencial único. —Tienes un don, ragazza —le dijo una tarde, observándola mientras se movía con gracia en el pequeño patio trasero del café—. Si bailas para los turistas, te pagaré un extra. Aymara dudó al principio. Bailar era algo íntimo para ella, un legado que aprendió en su infancia, pero cuando le contó la propuesta a su madre, Inés no tardó en apoyar la idea. —No debes temer a lo que eres, hija —le dijo mientras acariciaba su cabello—. Tu danza es arte, es fuerza, es historia. Sin pedir permiso, Inés desempolvó su vieja máquina de coser y confeccionó con sus propias manos trajes que parecían sacados de un cuento de diosas y reinas del desierto. Cuando Aymara los vio, se quedó sin palabras. —Mamá… son hermosos. —Solo alguien con tu gracia y belleza puede llevarlos —respondió Inés con orgullo. Desde entonces, cada noche el café se llenaba de luces cálidas y murmullos expectantes mientras Aymara subía al pequeño escenario y dejaba que su cuerpo hablara a través del baile. Sus movimientos eran hipnóticos, cada giro y cada ondulación de su cuerpo parecían contar una historia ancestral. Los turistas quedaban maravillados, algunos incluso regresaban solo para verla danzar nuevamente. Pero su talento no pasó desapercibido en los círculos más oscuros de Sicilia. Los hermanos Marcini A unos kilómetros de distancia, en un almacén abandonado donde se cerraban tratos en la clandestinidad, Franchesco Marcini no podía dejar de hablar sobre ella. —Te lo juro, Dante, nunca he visto a una mujer moverse así —dijo, recostándose en una mesa mientras encendía un cigarro—. Su piel… su cabello… parece una maldita diosa india. Algunos de los hombres que lo rodeaban rieron y comenzaron a bromear. —¿Y cuánto crees que costaría hacerla bailar en una habitación privada? —¿O en una cama? Franchesco chasqueó la lengua con molestia. —No sean idiotas. No es una de esas mujeres. Trabaja para la viuda Russo y, según lo que escuché, es su protegida. Los hombres se miraron entre sí. Nadie en Sicilia se atrevía a causar problemas en el café de Mara Russo. La mujer tenía conexiones en los lugares adecuados y, más importante aún, Orsini Marcini, su padre, no toleraba escándalos innecesarios que pudieran perjudicar la imagen pública de la familia. —Si la viuda la protege, entonces mejor no nos metamos ahí —comentó uno de los hombres con tono prudente. Franchesco asintió, pero su mente seguía atrapada en la imagen de Aymara. Dante, sin embargo, no parecía ni remotamente interesado. —Si tanto te obsesiona la mujer, ve a verla bailar y deja de hablar de ella —dijo con desdén, cruzándose de brazos—. Yo tengo cosas más importantes en las que pensar. Franchesco soltó una carcajada. —Oh, hermano, si la vieras, no hablarías así. Dante bufó. Él no era como su hermano, fácilmente impresionable por una cara bonita. Sabía que las mujeres podían ser un deleite momentáneo, pero nada más. Su mundo no tenía espacio para romances ni debilidades. Y, sin embargo, sin saberlo, su destino ya había sido marcado. ________ El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rojizos. Dante Marcini se encontraba sentado en la arena de la playa, con la mirada perdida en el vaivén de las olas. Aquel mar infinito era lo único capaz de calmar su mente cuando el peso de su doble vida lo agotaba. Ser el CEO de una empresa petrolera no era fácil, pero lo verdaderamente agotador era llevar en la espalda el legado de su familia, un apellido que infundía respeto y temor a partes iguales. Encendió un cigarrillo y lo llevó a sus labios, aspirando con lentitud. Se permitió unos minutos más en aquella soledad hasta que su estómago rugió, recordándole que no había comido nada en todo el día. Suspiró con fastidio, se sacudió la arena de la ropa y caminó de regreso a su auto con la intención de buscar un buen lugar para cenar. Fue entonces cuando una voz familiar interrumpió sus pensamientos. —¡Dante! —llamó una mujer con tono afable. Dante giró la cabeza y encontró a la viuda Russo, una mujer de mirada astuta y porte elegante. La conocía desde la infancia, pues había sido cercana a su madre, Danica, antes de su fallecimiento, y aún mantenía contacto con su padre. —Signora Russo —saludó con un leve asentimiento, mostrando una cortesía que no extendía a muchas personas. La mujer sonrió con amabilidad y lo invitó a su café. —Ven a cenar. No puedes seguir matándote de hambre, muchacho. Dante dudó por un instante, pero decidió aceptar. Sabía con quién debía ser amable y la viuda Russo era alguien con quien era mejor estar en buenos términos. —Está bien, pero iré por mi auto. —Perfecto, dime qué quieres cenar y haré que te lo preparen antes de que llegues —dijo la mujer con una sonrisa perspicaz. Dante le indicó su pedido con la precisión de un hombre acostumbrado a obtener lo que quería. La viuda asintió y él se dirigió a su auto, encendiendo el motor con un rugido potente. Condujo hasta el café, estacionó y entró al acogedor establecimiento. El aroma a café recién hecho y especias llenaba el aire. No vio a la dueña de inmediato, así que se sentó en una mesa apartada y sacó su teléfono, un hábito que no podía evitar. Pasó su dedo por la pantalla, revisando las noticias, hasta que sintió un impacto inesperado. De repente, una oleada de café hirviendo se derramó sobre su brazo, su torso y parte de su espalda. Un sonido seco acompañó el accidente, seguido de un golpe más fuerte. Dante frunció el ceño y se levantó de golpe, quitándose la chaqueta con rapidez, mientras un agudo quejido femenino lo hizo girar la cabeza. En el suelo, con una charola volcada a su lado y un hilo de café escurriendo por su muñeca, había una mujer de cabello n***o azabache y ojos que, aunque oscuros como la noche, brillaban con furia. Dante se inclinó instintivamente para ayudarla a levantarse, pero antes de que pudiera reaccionar, un fuerte golpe lo dejó perplejo. ¡PLAF! El sonido de la bofetada resonó en el café, dejando a los pocos clientes en un incómodo silencio. —¿Pero qué demonios…? —murmuró Dante, llevándose la mano a la mejilla, sorprendido. —¡¿Por qué me palmeaste el trasero, imbécil?! ¡Por tu culpa me corté la mano! —espetó la mujer, fulminándolo con la mirada mientras sostenía su muñeca herida. Dante la observó con incredulidad. —¿Qué? No te he tocado. ¡Fuiste tú la que me quemaste con el café! —¡Mentira! ¡Te sentiste con derecho a manosearme y encima me hiciste caer! Los ojos de la mujer destellaban rabia, y Dante, por primera vez en mucho tiempo, no supo cómo reaccionar de inmediato. Él podía lidiar con criminales, negocios sucios y amenazas de muerte, pero esta mujer… esta fiera de ojos centelleantes y curvas peligrosas, lo tenía completamente descolocado. Se pasó una mano por el cabello, exasperado. —Escucha, fiera salvaje, te juro que no te toqué. No voy por ahí abofeteando traseros en público. —¡Oh, claro! Porque seguro lo haces en privado —bufó la mujer, cruzándose de brazos. Fue entonces cuando Dante bajó la mirada y comprendió el malentendido. Su chaqueta estaba en el suelo, y junto a ella, el pequeño charol que llevaba dentro: un monedero de cuero con incrustaciones de metal. Debió haber caído con el impacto y, en el movimiento, golpeó accidentalmente a la muchacha. Dante suspiró y señaló el objeto. —Ahí tienes a tu “agresor”. La mujer miró la chaqueta y luego a Dante, sus labios se fruncieron en una mueca antes de apartar la vista con una mezcla de vergüenza y terquedad. —Aún así, me quemé por tu culpa —murmuró, soplándose la muñeca. Dante la observó con detenimiento. Su piel era dorada como la miel, su cabello caía en una cascada oscura y su porte tenía una mezcla entre elegancia natural y fiereza. —¿Quieres que te lleve al hospital? —preguntó, alzando una ceja. —No necesito tu ayuda. Antes de que Dante pudiera replicar, una voz madura interrumpió la escena. —Aymara, hija, ¿estás bien? Era la viuda Russo, quien miraba la situación con el ceño fruncido. —Solo un pequeño accidente —respondió la chica, sacudiéndose el delantal. La dueña del café suspiró y miró a Dante. —Espero que esto no te quite el apetito, querido. Dante miró de reojo a la mujer que ahora sabía se llamaba Aymara. No pudo evitar esbozar una media sonrisa. —Al contrario, creo que me ha abierto el hambre. Y con eso, se acomodó de nuevo en su asiento, observando de reojo cómo Aymara se retiraba con paso firme y la cabeza en alto, como si el mundo entero le debiera una disculpa. Sin duda, aquella mujer no era como ninguna otra que hubiese conocido.
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