_____ Inés doblaba la ropa de sus hijas con benevolencia, soñando con que algún día montaran su propio restaurante. Aymara era excepcional en la cocina, un talento que consideraba una bendición, pero a veces, el dolor de perder a su esposo le quitaba el apetito y el sueño.
Había algo que le inquietaba profundamente: el temor de que sus hijas terminaran relacionándose con alguien de su familia o, peor aún, con un Marcini. Sin embargo, no quería que esos pensamientos empañaran el momento. Aymara y Anaís habían trabajado duro, eran buenas, educadas, exactamente como ella lo había soñado. No conocían el peligro, la maldad que reinaba en ciertos rincones del mundo.
Pero cada persona debía encontrar su propio camino y librar sus propias batallas. Inés solo podía confiar en que tomarían decisiones sabias. Suspiró, contemplando las camisas con melancolía.
—Las veo y pienso… qué lejos están de todo lo que yo viví —murmuró para sí, aunque su voz llenó la cocina vacía.
Aymara entró en ese momento, secándose las manos con un trapo. Venía del patio, donde estaba cultivando hierbas aromáticas para un nuevo platillo que planeaba probar.
—¿Mamá, hablaste sola otra vez? —preguntó con una sonrisa, pero su tono ocultaba preocupación.
Inés levantó la vista y fingió una expresión tranquila.
—Solo estaba recordando. A veces es bonito… recordar.
Aymara se acercó y le dio un beso en la mejilla.
—No te quedes tanto en el pasado, mamá. Tienes a tus hijas aquí, contigo.
Inés la abrazó por la cintura, pero no dijo nada. Había pensamientos que no se compartían, heridas que no se exponían al sol por miedo a que supuraran otra vez.
—¿Has pensado en lo del local? —preguntó Aymara, sentándose frente a ella—. Anaís dice que podríamos ahorrar un poco más, y tal vez para fin de año…
Aymara era excepcional en la cocina, una artista de las especias y el fuego, un talento que consideraba una bendición. Anaís tenía el don del orden, la habilidad de transformar cualquier caos en armonía. Sin embargo, en los últimos meses, Inés había notado algo diferente en ellas: un murmullo en sus gestos, una inquietud en sus miradas.
—¿Te imaginas, mamá? —preguntó Anaís mientras lavaba unas tazas—. Un restaurante pequeñito, con luz cálida y mesas de madera rústica.
—Y una cocina abierta —añadió Aymara desde la estufa—, para que todos vean cómo trabajamos.
Inés sonrió mientras doblaba una camisa.
—Sería hermoso —respondió con voz dulce,
—Lo he pensado — continuó Inés suavemente—. Y me enorgullece lo que están construyendo, hija. Pero prométanme una cosa…
Anaís se acomodó en la encimera de la cocina en ese momento, con la energía que siempre la precedía.
—¿Qué cosa? ¿Otra promesa como cuando éramos niñas y nos hacías jurar no casarnos antes de los treinta?
Rieron juntas, pero Inés se puso seria. Recientemente, se había enterado de la muerte de su padre, Alessio Expósito. No sintió tristeza, solo alivio y un extraño vacío. En realidad, lo había perdido mucho antes de que su corazón dejara de latir. Cuando decidió casarse con Joaquín y abandonar Italia, él la desheredó sin miramientos.
—Prométanme que no buscarán a nadie de mi familia… ni de los Marcini.
Las dos hijas se miraron.
—Mamá, ¿esto tiene que ver con la noticia que recibiste hace unos días? —preguntó Anaís, aguzando la mirada.
—Sí —respondió Inés sin rodeos—. Mi padre ha muerto. Alessio Expósito ya no existe. Y no siento tristeza, solo… un alivio frío. Como si por fin se hubiese cerrado una puerta que debió cerrarse hace décadas.
Hubo un silencio. Aymara bajó la mirada y Anaís le tomó la mano a su madre.
—¿Y el hermano que tenías? —preguntó.
—Sigue vivo. Pero tan codicioso y despiadado como siempre. No quiero que se crucen con él. No se los voy a prohibir, pero me dolería… mucho.
—¿No quieres que usemos tu apellido? —dijo Aymara.
—Usen el de su padre. Joaquín fue más que un esposo. Fue su padre, mi compañero… el único hombre que me hizo creer que podía volver a amar.
Sus hijas no insistieron. Había en sus ojos respeto, pero también un deseo profundo de entender. Sabían que su madre ocultaba más de lo que decía.
Inés se levantó, fue a buscar la tetera y sirvió té para las tres. La cocina se llenó con el vapor perfumado del jazmín y el clavo.
—Mi juventud no fue sencilla. Mi padre tenía enemigos poderosos. Un día, unos hombres irrumpieron en nuestra casa. Me encerraron durante tres días, solo para enviarle un mensaje a él. Fui moneda de cambio. Y cuando escapé, me juré nunca más pertenecer a ese mundo.
Aymara apretó la taza con fuerza. Anaís, enmudecida, trató de mantener la compostura.
—Nunca nos lo contaste —dijo con un hilo de voz.
—No quería que crecieran con miedo. Quería darles algo mejor.
Se hizo otro silencio. Inés miró hacia la ventana, como si más allá del vidrio se escondiera su historia.
—Y entonces conocí a Joaquín.
Sonrió, suavemente.
—Fue en un pueblo olvidado, en pleno Amazonas. Yo huía, él también. Pero no de su pasado, sino de la tristeza. Su esposa había muerto y él criaba solo a Aymara, que apenas tenía dos años. Me cautivó desde el primer momento. No hablaba mucho, pero lo que hacía lo decía todo: cuidaba a su hija, trabajaba con humildad, limpiaba, cocinaba, cosía. Nunca vi a un hombre así.
—Papá siempre fue un ejemplo —susurró Aymara.
—Lo fue —asintió Inés—. Cuando supe que lo amaba, le escribí a mi padre para decírselo. Sabía que me desheredaría. Y lo hizo, sin una pizca de amor. "Si te casaste con un campesino, aquí no vuelvas llorando", me escribió.
—¿Lloraste? —preguntó Anaís.
—No. Salté de alegría. Aquella carta fue mi libertad.
Las tres mujeres rieron, aunque los ojos de Inés se humedecieron.
—Ese desprecio me dio alas. Me permitió amar sin miedo, criar sin sombras. Fui feliz. Él me enseñó a barrer, a cocinar, a no avergonzarme del trabajo honesto. Me enseñó a ser madre.
—Y ahora… ¿te arrepientes de algo? —preguntó Aymara.
Inés negó con la cabeza.
—Solo me arrepiento de no haber contado más. De no haberles hablado del peligro que hay allá afuera. Mi padre ha muerto sin perdonarme —susurró, esa tarde, mientras seguía en lo suyo.—. Pero yo no necesitaba su perdón.
—¿Lo dices por la misma noticia qué has recibido? —preguntó Aymara con cautela.
Inés asintió sin mirarlas.
—Él me desheredó. Cuando decidí casarme con Joaquín y abandonar Italia, me borró de su vida sin miramientos.
Anaís apoyó su taza sobre la mesa.
—¿Y ahora qué? ¿Vamos a conocer a nuestro tío?
—No —respondió con firmeza—. Es mejor no visitarlo. Si él nos busca, lo recibimos, pero si no, mejor ni mezclarse. Usen el apellido de su padre. Así nadie preguntará por su linaje.
Las hijas no cuestionaron más. Eran obedientes, aunque no sumisas. Sabían que no valía la pena traer problemas a casa.
Anaís frunció el ceño y continuó con las preguntas.
—¿Te preocupa que volvimos a Italia?
—No que vuelvan —respondió con pesar—. Me preocupa que Sicilia no olvide y venga a buscarlas.
Aymara se quedó pensativa.
—¿Crees que podría pasar?
—No lo sé, hija. Pero tengan cuidado. Hay apellidos que arrastran maldiciones. Hay hombres que no conocen el amor, solo la ambición. Y hay familias que nunca olvidan.
Volvió a la ventana. Desde allí, contempló la ciudad que ahora llamaban hogar. Nada se movía fuera de lugar, salvo el paso lento de un anciano en bicicleta.
—Estoy envejeciendo —dijo de pronto—. A veces me siento cansada, como si mis huesos pesaran más que antes. Y no es solo la edad. Es el alma, muchachas. Cuando se ha amado tanto, cuando se ha sufrido tanto, el alma también envejece.
Anaís se levantó y la abrazó por detrás.
—Mamá, nunca estarás sola. No vamos a permitir que nada ni nadie te quite la paz.
Inés cerró los ojos y se dejó envolver por el calor de sus hijas. Era cierto, no estaba sola. Pero el temor nunca la abandonaba del todo. Porque en su corazón, algo le decía que el pasado no había muerto. Solo dormía.
Y que pronto despertaría.
Sin embargo, durante los días pasaron Inés notaba en sus miradas la preocupación por ella. Sabían que algo la carcomía por dentro, aunque no lo decía en voz alta. Sus noches eran largas y solitarias, y el dolor de extrañar a Joaquín no menguaba con el tiempo.
Pasaba horas confeccionando trajes, vendiéndolos a vecinos y conocidos. No solo por el dinero, sino porque la costura la mantenía ocupada, le permitía calmar la mente. Pero últimamente sentía que los años se le venían encima.
—Casi sesenta… —murmuró una noche, mientras hilvanaba una falda—. Y no sé si aún puedo sola con esto.
La aguja tembló entre sus dedos, como su voluntad. Tenía miedo. No solo del pasado, sino del futuro. De quedarse sola. De que sus hijas repitieran errores que ella había pagado con el cuerpo y con el alma.
El pasado la golpeaba a traición en las madrugadas. A los veinticinco años, cuando aún vivía en Sicilia, sufrió un ataque brutal a manos de hombres que odiaban a su padre. Fue un calvario de tres días que la marcó de por vida, dejándola con un miedo profundo y un desprecio absoluto por el mundo en el que había nacido.
Desde entonces, jamás confió en un hombre… hasta que conoció a Joaquín.
El recuerdo de cómo lo encontró en aquel pueblo olvidado del Amazonas siempre la hacía sonreír.
Había llegado allí huyendo de su destino, buscando un refugio, con una maleta pequeña y el alma rota. Y entonces lo vio: un hombre español, de facciones amables, con su pequeña hija en brazos. Entró a la única zapatería del pueblo y lo observó en silencio.
Joaquín era viudo y criaba solo a Aymara con una dedicación admirable. No tardó en averiguar más sobre él; su instinto le decía que aquel hombre no era como los demás. Durante meses lo estudió, lo vio atender su tienda, alimentar a su hija, limpiar con esmero el hogar que compartían.
Hasta que un día, con la certeza de que había encontrado al hombre con el que pasaría el resto de su vida, le escribió a su padre.
La respuesta fue cruel y definitiva:
"Si te casaste con un campesino, aquí no vuelvas llorando. No iré a buscarte. Sé que no olvidas el pasado y yo no puedo remediarlo. Haz lo que quieras. Le daré toda mi fortuna a tu hermano menor para que permanezca mi legado."
Firmado: Alessio Expósito.
Inés releyó la carta varias veces, y por primera vez en mucho tiempo, se sintió libre.
Saltó como una niña, riendo como no lo hacía desde hacía años.
Aquel desprecio significaba que ya no la buscarían, que por fin podía ser dueña de su destino.
Y así, sin miedo ni remordimientos, se propuso conquistar a Joaquín.
No fue fácil. Él, aún dolido por la muerte de su esposa, tardó en abrir su corazón. Pero Inés fue paciente, y cuando por fin él la miró como ella quería que lo hiciera, supo que lo había logrado.
—Me haces bien —le dijo él una noche, mientras Aymara dormía—. Desde que llegaste, todo parece más claro, más limpio.
El resto de su historia fue un cuento feliz. Fue amada, respetada, y por amor aprendió cosas que nunca imaginó: a barrer, a fregar, a cocinar, a ser madre.
Y hoy, a pesar de los años y las cicatrices, sabía que lo volvería a hacer.
Porque, aunque Joaquín ya no estuviera, ella seguiría dando lo mejor de sí.
Hasta el último día de su vida.
Inés colocó la última prenda doblada en la canasta y se dirigió a la ventana. La ciudad frente a ella era ajena, distinta al calor del Amazonas donde fue feliz. Tragó saliva y se obligó a mantener la calma. No podía permitirse el lujo del pánico.
A su espalda, Aymara entró con una taza de té caliente.
—Mamá… ¿estás bien?
—Sí, hija, solo pensaba.
—¿En Joaquín?
Inés asintió. Aymara se acercó y le tomó la mano.
—A veces lo sueño. Me dice que no llore, que todo estará bien.
La madre cerró los ojos.
—Entonces, no llores. Si él te lo dice, es porque así será.
—¿Y tú, mamá? ¿Tú también lo sueñas?
—Cada noche, Aymara. Cada noche.
La abrazó con fuerza, como si así pudiera protegerla de todo lo que se avecinaba. Porque aunque no lo decía, Inés sabía que los fantasmas del pasado aún acechaban.
Y lo más importante…
sus hijas.
No podían enamorarse de un Marcini.