Foz do Iguaçu nos recibió con un frío inesperado. Era octubre, pero una tormenta de primavera había transformado la ciudad en un lugar gélido, lejos del calor sofocante que habíamos anticipado. El viento helado nos golpeó al bajar del autobús en la terminal, como si fuera una última prueba después de semanas de lucha. Estaba oscuro, y el contraste entre las luces brillantes de los casinos y la sensación de desamparo que traíamos con nosotros era casi irónico.
Con nuestras maletas a cuestas y el cansancio pesándonos en los huesos, tomamos un taxi hacia Puerto Iguazú, donde, en algún rincón de nuestra mente, imaginábamos que todo sería más fácil. Eran las siete de la noche, y a pesar de la neblina que envolvía las calles, las luces titilantes del pequeño pueblo ofrecían una calidez superfic
