El ascensor que no sube

1371 Words
Lía llegó puntual. Tan puntual, que fue la primera en llegar al piso de recepción. Vestía su uniforme más presentable, con el cabello recogido en una coleta apretada que dejaba al descubierto su rostro limpio, serio… y completamente insomne. No había dormido. ¿Y cómo hacerlo cuando el mismísimo Ethan Blackwell te dice “te espero mañana”? No sabía si la iba a felicitar, humillar o simplemente jugar con su cabeza. Pero ahí estaba. De pie, con su carnet de empleada colgando del cuello, frente al ascensor que la llevaría al piso 48. Las manos le temblaban. El corazón, también. Respiró hondo. No puedes permitir que te vea débil. Presionó el botón. Las puertas se abrieron. Y ahí estaba él. Ethan. Solo. De traje oscuro. Impecable como siempre. Con el móvil en la mano y los ojos fijos en la pantalla. Levantó la vista justo cuando ella entró. Una ceja se arqueó, casi imperceptible. —Llegas puntual, aunque te informo que este ascensor no es de los empleados, es del jefe —comentó. Ella hizo amago de salirse y él la tomó por el brazo enviando un chispazo por todo su cuerpo y la detuvo. —No te vayas. Ella respiró profundo antes de responder. —Entonces me quedó, y aquí estoy puntual como prometí —respondió Lía, apretando el bolso contra el pecho. Él no dijo nada más. Se hizo a un lado para dejarle espacio. Un gesto cortés… incómodamente íntimo dentro de una caja de acero de tres por tres. Lía sintió cómo el ascensor comenzaba a subir, lento, como si el aire entre ellos tuviera más peso del normal. Y entonces, un golpe seco. Una sacudida. El ascensor se detuvo. Las luces titilaron. Luego se encendió la alarma. Un sonido agudo, metálico, que hizo que ella soltara un pequeño grito involuntario. —¿Qué fue eso? —preguntó, girándose hacia él con los ojos muy abiertos. —Una falla —dijo Ethan, sacando el móvil—. Pero tranquila, tienen protocolos para esto. Marcó un número. Silencio. Intentó de nuevo. Nada. —¿Sin señal? —preguntó Lía, ya empezando a hiperventilar. —Parece que sí. Ella retrocedió hasta la pared y se apoyó, cruzando los brazos como si quisiera contener algo que pujaba por salirse: pánico, nervios, o simplemente… lo que él le provocaba. —Genial. Atrapada en un ascensor con mi jefe. Esto va directo al diario de “peores formas de morir en público”. Ethan se giró lentamente hacia ella, apoyándose en la barandilla de acero. —¿Siempre hablas así cuando estás nerviosa? —¿Siempre observa tanto cuando atrapa empleadas en ascensores? Él sonrió. Esta vez más amplio. Más real. —Puedo asegurar que no suelo hacer esto. —Yo tampoco. Normalmente limpio pisos, no comparto cubículos de acero con millonarios que huelen demasiado bien. Ethan alzó una ceja. —¿Eso fue un cumplido? —Eso fue una observación. Silencio. El tipo de silencio que empieza a ser incómodo no por lo que se dice… sino por lo que se empieza a sentir. Y justo cuando Lía iba a abrir la boca para soltar alguna ironía más, la luz parpadeó otra vez. Un zumbido. Luego… todo se quedó quieto. Pero esta vez no fue el ascensor lo que se movió. Fue ella. Fue él. Porque sus miradas se encontraron de una forma distinta. Y en ese momento exacto, algo entre ellos comenzó a subir, incluso cuando el ascensor seguía estancado. El ascensor seguía detenido. La luz, tenue. Y el silencio… ese maldito silencio que se colaba por los poros como un susurro cargado de electricidad. Lía tragó saliva. Estaba a menos de un metro de Ethan. El hombre que anoche la había sorprendido con una orden inesperada. El mismo que, ahora, la observaba como si tuviera todo el tiempo del mundo… para descifrarla. —¿Te molesta el encierro? —preguntó él de pronto. —No. Me molestan los hombres que se creen que el silencio es intimidante. —Curioso —respondió él, acercándose medio paso—. Yo pensaba que estabas disfrutando del suspenso. Ella bufó. —Me crié en hospitales públicos, Ethan. Esto no es suspenso. Esto es una pausa incómoda antes de que alguien tosa. Su respuesta lo hizo reír. Una risa baja, contenida, con una vibración que pareció llenar la cabina más que la alarma de emergencia. —Te gusta tener la última palabra, ¿eh? —Me gusta tener algo que no puedan quitarme —disparó ella, sin vacilar—. La lengua, por ejemplo. Él la miró con una intensidad que empezó a incomodarla… y a otra parte de su cuerpo, a excitarla. Lía notó cómo el aire se volvía más denso, como si la cabina se estuviera achicando. “No es la cabina, eres tú. Tu maldito cuerpo traicionándote por un traje caro y una mandíbula bien afilada”, Se dijo. —¿Siempre eres así de… desafiante? —murmuró Ethan, bajando la voz. —¿Siempre eres así de arrogante? Se quedaron en silencio un par de segundos. Lo suficiente para que ambos notaran que estaban demasiado cerca. Un paso más, y podrían olerse la piel. Un suspiro más, y serían dos personas atrapadas en algo más que un ascensor. —No me mires así —dijo ella, con voz baja. —¿Así cómo? —Como si… como si supieras algo que yo no sé. Él ladeó la cabeza, la estudió con detenimiento. —¿Y si lo sé? Ella se irguió, tensando los hombros. —Entonces no me lo digas. No me interesa. Mentira. Lo que no le interesaba era que ese hombre, ese maldito CEO con sonrisa torcida, supiera lo mucho que le latía el pecho cada vez que él la miraba así. —Lía —murmuró él. Y que dijera su nombre… fue como si se lo deslizara por la piel. —¿Qué? —preguntó ella, haciendo un esfuerzo brutal por sonar firme. Él bajó la mirada a sus labios. Solo por un segundo. Luego volvió a sus ojos. —Me sorprendes. —Yo no vine a sorprenderte —dijo ella, tragándose el temblor de la voz—. Vine porque me dijiste que me esperabas. El ascensor volvió a sacudirse con un gemido metálico, y luego… nada. Silencio. Inmóvil otra vez. —¿Otra vez? —murmuró Lía, cerrando los ojos y apoyando la cabeza contra la pared—. No puedo creer esto. —Podrías tomarlo como una señal —dijo Ethan, con esa voz baja que parecía rozarla sin tocarla. —¿Una señal de qué? ¿De que el universo me quiere ver sudando en espacios cerrados con un hombre con trajes de diseñador? Él rió por lo bajo. Una risa suave, contenida, peligrosa. —De que tal vez estás justo donde deberías estar. Lía giró lentamente el rostro. Lo encontró más cerca de lo que había previsto. Muy cerca. Su cuerpo proyectaba calor, y su mirada… era un fuego lento. —No juegue conmigo —susurró ella, con voz firme, aunque las piernas le temblaban un poco. —No estoy jugando —respondió él—. Si estuviera jugando, ya te habría besado. Las palabras se quedaron suspendidas entre los dos, como una cuerda tensa que amenazaba con romperse al más mínimo movimiento. Lía no dijo nada. No podía. No sabía si quería retroceder o avanzar. Ethan dio un paso más. Y ya no hubo espacio entre ellos. Ella sintió su aliento, cálido, justo sobre sus labios. Su pecho subía y bajaba con una cadencia que se aceleraba. El aire se volvió espeso, cargado de todo lo que no se estaban diciendo. —Señor Blackwell… —murmuró. —Dime Ethan —corrigió él, con una intensidad que la dejó sin aire. —Esto es una mala idea —susurró, aunque no retrocedió ni un milímetro. —Las mejores siempre lo son. Su mano rozó la baranda metálica detrás de ella, encerrándola sin tocarla. Solo con su cuerpo. Solo con la tensión. —¿Sabes cuántas veces en la vida se siente algo así? —preguntó, apenas audible. Lía lo miró, mientras sus labios se acercaban a los de ella.
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