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1548 Words
Conversación De Pasillo El pasillo olía a tinta, a papel viejo y café recalentado. Willem había llegado sin avisar, solo para dejar un manuscrito corregido, pero algo en su pecho - esa opresión que últimamente no lo dejaba respirar del todo - lo hizo detenerse frente a la puerta entreabierta de la sala de reuniones. Adentro, dos voces discutían. Una de ellas era joven, nerviosa. Reconoció el timbre: Su agente y editor. - Te lo dije, Erik. - susurró la joven, bajando la voz como si temiera que las paredes la delataran - Esa mujer… No fue una visita cordial. No sé cómo explicarlo, pero no estaba aquí solo por el libro. Ella sabía cosas. Y su tono… Fue una advertencia. El editor jefe soltó un bufido contenido, como si ya hubiera tenido esta conversación demasiadas veces. - Mira, Clara. No es la primera vez que editoriales grandes se incomodan con lo que publicamos. La editorial es poderosa, sí y antigua, sí, pero siguen siendo otra competencia más. No podemos ceder ante cada presión velada. - No es solo una editorial - replicó ella con un temblor en la voz- . Hice una búsqueda después de que se fue. Tienen sedes en Viena, Londres, Ginebra. Hay registros de ellos desde el 1990. Y no hay NI UNA foto pública de sus directivos. Todo está lleno de vacíos. No es normal. Un silencio denso se asentó. Willem contuvo el aliento. - Clara… No todos los que nos dedicamos a esto somos amantes de las redes y fotos. Por eso nos gustan los libros... - murmuró Erik, más serio - No podemos detener la publicación, así como así, pero tampoco podemos permitir que esto nos hunda. Si presionan con abogados o relaciones… sabes que podrían cerrarnos. Somos pequeños. Tú lo dijiste: una editorial independiente y sin padrinos. Y no quiero que comiences con rumores y cazas de brujas. - ¿Y entonces? - preguntó ella en voz baja. El editor suspiró, cansado. - Entonces vigilamos. No cancelaremos el libro, pero tampoco vamos a arriesgarlo todo por ese… chico raro. No vale la pena. Si las cosas se complican, cortaremos el contrato y punto. Willem se quedó inmóvil. “Ese chico raro no vale la pena.” La frase lo golpeó como una descarga. No por lo que decía. Estaba acostumbrado estaba a no encajar, sino por lo que implicaba. Estaba solo. Completamente solo. Y lo que había tocado con su libro no era mito ni ficción inofensiva. Era territorio prohibido. La puerta crujió al cerrarse lentamente. No se atrevió a seguir escuchando. No hacía falta. Las piezas estaban ahí. Esa mujer le había dado una advertencia. Pero no la había cumplido... todavía. El Visitante De Ojos Dorados La lámpara tenue de la sala de estudio individual lanzaba una luz cálida sobre el escritorio repleto de papeles. Willem estaba repasando referencias cruzadas entre su investigación y las leyendas de Vorarlberg, cada palabra lo sumía más en una sensación de inevitabilidad. El silencio de la biblioteca era casi sagrado, interrumpido solo por el paso leve de algún estudiante y el ocasional murmullo lejano de la bibliotecaria. Hasta que escuchó pasos firmes, distintos. Dos pares. Una presencia que parecía alterar el aire mismo. - Ah, Frau Lindner. - dijo una voz masculina con un acento suave, elegante, demasiado encantador para no sonar peligroso - Siempre tan dedicada. Es un privilegio verla de nuevo. La voz lo hizo alzar la cabeza. Desde su sala, Willem solo alcanzó a ver a la bibliotecaria - una mujer normalmente estoica - parpadear, asombrada y confusa, mientras intentaba responder. Detrás de ella, un hombre alto, con el cabello rubio recogido hacia atrás, caminaba con una seguridad irritante. Llevaba un abrigo largo que parecía cortado con la precisión de un sastre del siglo pasado. Sus ojos ámbar brillaban, pero nadie parecía notarlo. A su lado, un joven algo más informal, con sonrisa de lobo y aire de guardaespaldas de novela, rodó los ojos y murmuró: - Si la señora tuviera una daga, te la habría clavado entre los ojos. - Es por la causa, Markel. - respondió el otro sin mirar atrás, divertido. Willem no tuvo tiempo de esconderse ni de prepararse. El hombre - el mismo que había visto en la feria, el que caminaba junto a la mujer extraña como una sombra elegante - entró en su sala sin pedir permiso y se sentó frente a él, como si la biblioteca fuera suya. Literalmente lo era ya que él la había financiado en el siglo XX. Apoyó los codos sobre la mesa con una tranquilidad que tensó los nervios de Julián al instante. - Willem Redgrave, ¿Verdad? - preguntó con voz suave, casi cortés - Encantado. Soy Viktor Von Draak. Editor en jefe de Nox & Thorne Publishing, una editorial con... interés en tu trabajo. El joven tragó saliva, la mente girando en círculos. - Mi libro ya tiene editorial. - logró decir al fin - Lore & Root tiene los derechos. Lo firmé hace meses. Viktor sonrió con algo que no era del todo amabilidad. Era paciencia. Una paciencia milenaria. - Eso es fácil, chico. Puedo comprar Lore & Root entera esta misma semana. Pero si aceptas, evitamos el ruido. Así su equipo conserva sus puestos y sus nombres no desaparecen en la burocracia. Es un buen trato. Un trato... amable. Willem lo miró fijamente. Sus manos temblaban apenas, pero su voz se mantuvo. - Yo lo vi en la feria. - dijo. No era una pregunta. - ¿Lo hiciste? - respondió Viktor, con una sonrisa aún más enigmática - Hmm... No lo sé. Tal vez te estás volviendo loco. O tal vez… estás empezando a ver. Markel, aún apoyado en el marco de la puerta, se adelantó sin decir palabra y colocó una tarjeta en la mesa. Negra, sin logo, solo un número de contacto en plateado. - Llámalo si decides dejar de jugar a cazar sombras. - dijo. Viktor se puso de pie con lentitud, como si todo esto fuera un simple juego que ya había ganado. Al pasar junto a Willem, se inclinó apenas y susurró con una suavidad helada: - No escribiste ese libro por accidente. Lo sabes, ¿Verdad? Y luego se fueron. Willem permaneció sentado, con el corazón latiendo en su garganta. Miró la tarjeta. Sus dedos temblaban. Ya no era una obsesión. Era una advertencia. El Nombre En El Espejo La tarjeta seguía sobre el escritorio como una amenaza muda. Willem no volvió a tocarla. La metió en su cuaderno, cerró todo y salió de la biblioteca con la sensación de que las paredes lo miraban. Cada paso en el campus se sentía vigilado. Cada sombra parecía contener una figura. La paranoia no era nueva para él, pero esta vez era diferente. Esta vez tenía forma. Nombre. Voz. Esa noche no volvió a su departamento. En vez de eso, se encerró en el archivo digital de la universidad, con su credencial de ayudante de investigación y pidió acceso a los registros familiares almacenados en una sección poco visitada: genealogías antiguas donadas por miembros de antiguas familias europeas. Casi todos lo consideraban material de curiosidad histórica. Pero él no buscaba curiosidades. Buscaba un reflejo. Usó el apellido de su abuela, el de su madre. Luego variantes del nombre de su padre, del que apenas tenía recuerdos y ningún documento válido. A las 10 de la noche, encontró un fragmento, perdido en un acta de nacimiento de 1881 en Vorarlberg. El nombre de una niño registrado como hijo ilegítimo de un noble del ducado desaparecido. Lo reconoció. Era el mismo nombre que había visto una vez en uno de sus sueños, escrito en una lápida cubierta de hielo: Lucian Von Draackenwald. El apellido le pareció… extraño. No era Von Draak, como el de Viktor, pero era similar. Como si hubiesen querido borrar un linaje, disfrazarlo apenas. Cuando llegó a su apartamento siguió buscando. Su respiración era irregular. Los ojos le dolían. A las cinco de la mañana, con los párpados pesados, entró al baño del archivo y se echó agua fría. Se miró al espejo empañado. - Estás perdiendo la cabeza. - murmuró. Pero entonces lo vio. Allí, justo sobre su reflejo, en el borde superior del vidrio, alguien - quizás un bromista, quizás algo más - había escrito con tinta casi borrada: “Los nombres no mueren. Duermen.” El corazón se le heló. Buscó con la mano. Era real. Lo tocó. Aún estaba húmedo. Se quedó ahí, mirando su rostro pálido, los ojos sombreados por el insomnio y pensó: “¿Qué mierda está pasando?” Empezó a repetir su nombre, sus apellidos. Los de su madre. Los de su abuela. Y luego lo dijo por primera vez en voz alta, aunque no sabía de dónde lo había sacado, ni cuándo lo había escuchado: - Willem Draackenwald... El nombre lo atravesó. Como si algo ancestral respondiera, como si un eco se activara en sus huesos. Y entonces, en el espejo, por un instante, no vio solo su reflejo. Vio a un hombre joven, vestido con ropas de otro siglo, con ojos de hielo y una mirada llena de tristeza. Él murmuró su nombre, en un susurro que él no oyó, pero entendió. Y luego desapareció.
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