El rumor de lo que pasó en la oficina de Lisandro seguía extendiéndose como fuego en pasto seco, al día siguiente, apenas puse un pie en la Duvall Tower, sentí de nuevo el peso de las miradas de mis compañeros clavándose en mí como agujas. Caminé por el pasillo con la cabeza baja, pero no había forma de escapar, está vez hubo cuchicheos que me seguían como un eco: risitas disimuladas, comentarios que cortaban como cuchillos. “Mira, ahí va la que se trepó al jefe”, dijo alguien en el área creativa, y otro soltó una carcajada que me hizo apretar los puños. Hasta Carla, que siempre había sido mi aliada para tomar café y reírnos de los idiotas de la oficina, me miró raro cuando pasé por recepción. Sus ojos estaban fríos, su boca torcida en una mueca que no reconocí. “Qué rápido subiste, V

