Un CEO incómodo

1606 Words
Me desperté esa mañana con el estómago revuelto, como si hubiera tomado tres tazas de café sin respirar. Los nervios y la decisión de no rendirme se peleaban dentro de mí. Después de mi primer día desastroso en Duvall & Asociados —donde conocí a Lisandro Duvall, el CEO que imponía respeto y era demasiado atractivo para mi salud mental—, me prometí que no iba a dejar que ese hombre me derrumbara. Había llegado a Buenos Aires para empezar de nuevo, y esta empresa era mi chance de mostrar lo que valgo. No iba a permitir que unos ojos azules fríos y un comentario sarcástico me hicieran dudar, eso me repetía mientras me vestía. Al llegar a la oficina, el ambiente estaba lleno de vida, el área creativa era un desastre: pantallas con dibujos a medio terminar, teclados sonando como locos y el olor a café flotando por todos lados, como si fuera el motor que mantenía a la gente en marcha. Me senté en mi escritorio, lista para demostrar que podía con esto, cuando apareció mi jefe, con una sonrisa que parecía decir "calma, todo va a estar bien". —Valeria, bienvenida de verdad al equipo —dijo, apoyándose en mi escritorio con una carpeta en la mano— Hoy tenemos una reunión importante con Varela Spirits, una marca de licores que maneja Lisandro. Vas a ayudarme a prepararla y luego vienes conmigo a tomar notas. ¿Estás lista? Asentí, aunque por dentro sentí que el estómago se me apretaba más. ¿Lisandro otra vez? Era el dueño de la empresa, claro, pero después de lo que pasó en el pasillo —cuando se acercó tanto que su voz casi me quemó la piel— no sabía cómo iba a reaccionar al verlo. Me tragué los nervios y respondí lo más tranquila que pude: —Claro, Martín. ¿Qué tengo que hacer? Me explicó que Varela Spirits estaba lanzando una nueva línea de productos y que esta reunión era clave para definir la campaña publicitaria. Mi trabajo era sencillo pero importante: organizar los papeles, preparar la sala y apuntar todo lo que dijeran. Mientras hablaba, yo trataba de enfocarme en sus palabras y no en la imagen de Lisandro susurrándome al oído, con esa voz que me había dejado temblando. "Concéntrate, Valeria", me dije en silencio. Pasé la mañana corriendo de un lado a otro: revisando documentos, asegurándome de que la sala estuviera perfecta y pidiéndole al equipo de limpieza que dejará todo impecable. Estaba tan metida en lo mío que casi no noté esa sensación extraña que empezó a subirme por la nuca, como si alguien me estuviera mirando fijamente. Levanté la cabeza y, a través de las paredes de vidrio que separaban las oficinas, lo vi. Lisandro estaba parado en su despacho, al otro lado del pasillo, con las manos en los bolsillos. No se movió, no sonrió, solo me miró con unos ojos que parecían atraparme sin esfuerzo. Bajé la vista rápido, fingiendo que acomodaba unos papeles, el corazón me latía como si quisiera escaparse, y me regañé por ser tan débil. ¿Qué me pasaba? Era solo un hombre. Un hombre con una cara que parecía tallada a mano y una presencia que ocupaba todo el espacio, pero nada más. Respiré hondo y seguí trabajando, aunque no podía quitarme de la cabeza esa chispa en su mirada, como si supiera cómo ponerme nerviosa sin intentarlo siquiera. La hora de la reunión llegó antes de que estuviera lista para enfrentarlo, entré a la sala con mi laptop y una libreta, tratando de parecer profesional mientras dejaba mis cosas en una silla al fondo. El equipo creativo empezó a llegar, hablando entre ellos, y Martín se sentó cerca de la cabecera, revisando sus apuntes, entonces entró Lisandro, y juro que el aire se puso más pesado. No sé cómo lo hacía, pero era como si todo se detuviera un segundo cuando aparecía, traía una camisa gris oscuro con las mangas subidas hasta los codos, y esa ropa le quedaba tan bien que era imposible no fijarse. Se sentó al frente de la mesa, cruzó una pierna sobre la otra y me miró por un instante antes de hablar con Martín. Intenté enfocarme en prender mi laptop, pero mis dedos temblaron al escribir la contraseña. "Tranquila, Valeria", me dije en la cabeza. No iba a dejar que me afectara otra vez. Pero entonces sentí que alguien se movía detrás de mí. Me volteé, y ahí estaba él, a pocos pasos, con esa calma que me sacaba de quicio. —¿Ya te acostumbraste a la empresa o sigues buscando a quién molestar? —dijo, con la voz baja y un toque sarcástico que me hizo apretar la mandíbula, esa media sonrisa suya estaba ahí, apenas dibujada en su cara, como si le encantara verme reaccionar. El corazón me dio un brinco, pero levanté la cabeza y respondí lo más serena que pude: —No suelo molestar a nadie… a menos que me lo pidan. Sus ojos brillaron con algo que no entendí del todo, ¿se estaba divirtiendo, le gustaba el reto? Dio un paso más cerca, y el aroma de su perfume —un aroma fresco y amaderado— me llegó como una ráfaga. Mi cuerpo reaccionó sin permiso, un calor me subió por el pecho que no pude controlar. —Voy a estar pendiente de cómo trabajas hoy —dijo, acercándose un poco más— espero que no me hagas quedar mal. Quise responder algo rápido, pero Martín entró otra vez en la sala y el momento se deshizo. Lisandro se alejó con esa facilidad que tenía, como si no acabara de dejarme con el pulso acelerado. Me senté de una vez, abriendo mi libreta con demasiada fuerza, y traté de ignorar cómo sus palabras seguían dando vueltas en mi cabeza. La reunión arrancó con Martín explicando las primeras ideas para la campaña de Varela Spirits, yo escribía todo lo que podía, manteniendo la cabeza gacha para no cruzarme con los ojos de Lisandro, que llevaba la conversación con seguridad, todo iba bien hasta que llegó Leonardo Varela, el jefe de la marca de licores. Era un hombre atractivo de unos cuarenta años, con el pelo teñido de un n***o que no engañaba a nadie y una sonrisa que me dio mala vibra desde el principio. Cuando me presentaron, me miró de arriba abajo como si yo fuera algo en venta. —Valeria, qué gusto conocerte —dijo, apretándome la mano más de lo necesario— una cara bonita siempre hace estas reuniones más llevaderas. Sentí un escalofrío incómodo, pero sonreí por educación y saqué la mano rápido. —Gracias —dije, con la voz más seca de lo que quería, y volví a mi sitio. Noté que Lisandro, desde el otro lado de la mesa, frunció el ceño un poco, sus dedos, que antes jugaban sobre la madera, se quedaron quietos, y su cuerpo se puso más rígido, como si estuviera a punto de pararse. No dijo nada, pero su reacción me llamó la atención. ¿Le había molestado el comentario de Varela? ¿O solo estaba viendo cosas donde no las había? La reunión siguió, con Varela metiendo comentarios o preguntas que no venían al caso cada rato. En un momento, mientras yo tomaba notas, se inclinó hacia mí y me susurró: —Tienes un cuello muy bonito, ¿te lo habían dicho? El comentario me agarró desprevenida, y por un segundo me quedé helada. Sentí su aliento demasiado cerca, y una mezcla de incomodidad y enojo me subió por dentro. Pero no iba a dejar que me ganara. Respiré hondo, giré la cabeza apenas y dije, con la voz más calmada que logré: —Gracias, pero creo que mejor hablamos del presupuesto de la campaña, ¿no cree? Mi respuesta fue tranquila pero firme, y logré que la conversación volviera a lo importante. Martín se me quedó viendo, y Lisandro levantó una ceja, como si no esperara que manejara eso tan bien. Varela soltó una risita rara y se echó para atrás en su silla, pero no intentó nada más. Cuando la reunión terminó, me quedé recogiendo mis cosas mientras los demás salían. Estaba cansada, pero también contenta, había sobrevivido a Varela y había mostrado que podía mantenerme firme, cerré mi laptop y me preparé para irme, pero entonces escuché su voz detrás de mí. —Valeria, ven a mi oficina. Era Lisandro, parado en la puerta con los brazos cruzados, su tono sonaba como una orden, asentí y lo seguí por el pasillo, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba con cada paso. Su oficina era impresionante: paredes de vidrio con vista a la ciudad, un escritorio enorme y un sillón de cuero, se sentó detrás del escritorio y me señaló la silla de enfrente. —No te acerques a Leonardo Varela fuera del trabajo —dijo, directo, mirándome fijo a los ojos. Me crucé de brazos, molesta por cómo lo dijo. —No necesito que me cuiden —respondí, levantando la barbilla— sé defenderme sola. Lisandro se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en el escritorio. El espacio entre nosotros se sintió más chico, y su mirada me calentó la piel como si pudiera tocarme con ella. —No te estoy cuidando, no soy tu guardián —dijo, con la voz tan grave que me estremeció— solo no soporto a los que no saben respetar. El silencio que vino después fue intenso, como si el aire estuviera cargado de electricidad, sus ojos bajaron a mis labios por un segundo, y mi respiración pareció detenerse.
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