Le pregunto si ya va a dormir y él asiente otra vez. En ese momento agarro su mano. Tiene pantalones ahora, pero no camisa; la piel del cuello asoma cálida y la luz tenue le da un brillo de película. Le digo, tirando de él con una mezcla de teatralidad y determinación, “vamos a tu habitación, te dará resfriado, no tener camisa.” Lo jaloneo con esa soberana tontería que hago cuando quiero dar una excusa y que suene lógica. * Entramos. La habitación está oscura; solo el reflejo apagado de una lámpara de noche dibuja contornos. Lo suelto y, sin más ceremonias, declaro: “Voy a quedarme aquí.” Camino hacia su cama y me dejo caer en ella, con la sensación de entrar en territorio prohibido y, pese a todo, cómodo. Me acurruco un poco, buscando posición, con la intención honesta, y también cobard

