Verdades

1147 Words
Asiento y quiero decirle que no, que no haga tanto. Pero mi estómago recuerda las deudas y se impone: “voy a comer algo”. Le digo a mi mamá que ya voy, que me preparo la sopita. Ella me mira con ojos que, en un segundo, lo dicen todo: preocupación, pena, orgullo. Bajo la mirada hacia Francesco, y nuestras miradas se topan en el aire como dos cuchillos que no quieren chocar, pero que lo hacen. Me obligo a hablar con normalidad: —No hay… —empiezo, y me corto porque su sonrisa se siente culpable—. Sí, sí hay. Perdón, me equivoqué —añado con demasiada prisa—. Mamá solo está preparando la sopa. —¿Pueden regalarme un poco? Mi madre, que no entiende del todo la tensión que flota en la casa aparece, pero que sí advierte mis tacones rotos de orgullo, me tira de la manga con un gesto que le dice a él “ven”. Francesco, con una cortesía que parece aprendida a la medida, dice: —Gracias, Helen —y pasa junto a mí con esa elegancia de quien siempre sabe a dónde va. En ese instante aparece Alejandra en la puerta de la cocina, arreglada y radiantísima, y su voz suena como campanas en un funeral. —¿Qué pasa? ¿Dónde va mi novio? —pregunta, fingiendo inocencia y exhibiendo, sin querer, su desprecio hacia lo que no entiende. Cruzo los brazos como un escudo que intenta contener la rabia que se me sube a la garganta. No tengo filtro y, frente a su sonrisa de vitrina, me sale la rabia cruda: —Tu novio quiere sopa, no la comida limitada que compraste. ¿Para qué invitas a alguien si no compras para todos? ¿Quieres restregarnos en la cara tu dinero? ¡Vamos, no me jodas! La frase se me escapa con filo. La cocina parece haberse hecho más pequeña; el aire, más denso. Alejandra se sonroja, pero su rubor es de ira, no de vergüenza. Me agarra del brazo con esa fuerza de quien no tolera ser cuestionada. —¿Quieres que me vaya? —me dice, como si fuera la dueña del guion—. ¿Crees que mi tía aceptará que me vayas? Ja, claro que no —se burla, con un tono que huele a desprecio. Sus palabras son una bofetada que me deja sin aliento. “¿Mi tía aceptará…?” Como si todo en nuestra casa dependiera de su permiso, como si su dinero le diera derecho a dictar cómo respiramos. Mis manos se abren y se cierran, instintivamente buscando algo a lo que aferrarme: una cuchara, el borde de la mesa, la realidad que me sostenga. —¿En serio quieres que me vaya? —insiste, con la voz que se me quiebra de rabia. Alejandra me mira con el ceño fruncido. Su sonrisa se ha congelado en algo parecido al asco. —No tengo culpa de que sean pobres —dice, incisiva, como si la pobreza fuera una enfermedad contagiosa que hay que evitar tocar. Sus palabras caen como piedras. Me arden. Mis uñas se clavan en mis palmas. El calor me sube a la cara, los oídos me zumban. Su frase queda flotando en el aire, repitiéndose en mi cabeza como un eco venenoso: “No tengo culpa de que sean pobres”. La miro fijo, con los brazos cruzados, y siento cómo el resentimiento se me enreda en la garganta. —¿Y sabes qué? —le digo con la voz baja, casi rota, pero cargada de rabia—. Tampoco tienes mérito de haber nacido con más suerte. No confundas dinero con valor, Alejandra. Ella arquea las cejas, como si mis palabras fueran una insolencia que su mundo no está preparado para digerir. Su risa seca resuena en la cocina. —¿Valor? —me lanza la palabra como un cuchillo—. Valor es no depender de las sobras, Isabella. Valor es no llorar porque no alcanzan los fideos. ¡Por favor! —rueda los ojos con desdén—. Deja de hacerte la mártir. Mi estómago se revuelve. Doy un paso hacia Alejandra, tan cerca que puedo oler su perfume caro mezclado con el olor casero de nuestra cocina. —No vengas a darme lecciones en mi casa —le espeto, apretando los dientes—. Aquí el valor es levantarse cada día sin saber si habrá cena, y aún así sonreírle a mamá para que no se derrumbe. Tú no sabes lo que es eso. Tú nunca lo vas a entender. Ella sonríe, pero sus ojos brillan de furia. —¿Y crees que eso te hace mejor que yo? —escupe, apretando el puño que todavía sostiene mi brazo—. No, querida. Eso solo te hace más miserable. Yo me esfuerzo, yo trabajo, yo no me escondo detrás de la excusa de la pobreza. La palabra miserable me atraviesa como un látigo. Respiro hondo, porque siento que si abro la boca sin control voy a gritar hasta que la garganta me sangre. —¿Trabajas? —respondo con sorna, apretando los labios en una mueca amarga—. Sí, claro, trabajar en oficinas con aire acondicionado, con tu ropa de marca, con almuerzos que te paga tu “independencia”. Trabajar sabiendo que si fracasas, tienes a tus padres para rescatarte. ¡Eso no es trabajo, Alejandra! Eso es vivir con red de seguridad. Ella me suelta el brazo de golpe, como si quemara, y se lleva la mano al pecho, indignada. —¡Eres una envidiosa! —grita, con una furia que hace eco en las paredes estrechas de la casa—. Una resentida. Siempre lo fuiste. El silencio que sigue es denso. Mis labios tiemblan, pero me obligo a hablar, clara, cortante: —¿Envidiosa? Puede ser. ¿Resentida? Claro que sí. Porque mientras tú vienes aquí a restregar tus lujos, nosotras contamos monedas para pagar la luz. Y aún así, mamá te abre la puerta y te recibe con amor. ¿Sabes qué es lo que más me duele, Alejandra? Que uses eso como arma, que lo conviertas en burla. Sus ojos parpadean, como si mis palabras le hubieran dado en algún lugar que no esperaba. Pero enseguida vuelve a recomponerse, con esa sonrisa venenosa. —No me vengas con discursos de víctima, Isabella. Yo también soy parte de esta familia. Y si estoy aquí, es porque decidí ayudar. ¿O acaso creen que me gusta compartir espacio con paredes que se caen y muebles que parecen de la basura? Las lágrimas me arden detrás de los ojos, pero no voy a darle ese gusto. Me enderezo, levanto la barbilla y respondo, con la voz firme: —Pues si tanto te molesta, puedes largarte. Nadie te obligó a quedarte.
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