—Lárgate —aparece Cándida y con desprecio escupe su veneno—. Sí, estás despedida. No eres para este trabajo.
La sentencia me golpeó con la fuerza de una puerta cerrándose en la cara. Por un segundo mi mundo entero se redujo a la dureza de esa voz y al eco que dejó en mi cabeza: despedida. No por errores, no por negligencia; despedida por ser demasiada humana para encajar en su molde.
Ella siguió, con la frialdad de quien ya tiene el veredicto anotado en su agenda:
—Espero que encuentres el empleo de tus sueños.
La ironía me quemó. Mis sueños estaban hipotecados por facturas y por la realidad de una familia que necesitaba pan y techo más que poesía. Sentí que la vergüenza abría una grieta en el pecho. Pero no era momento para rendirse a la emoción: las cosas prácticas empujaban con fuerza. Contestarían mis padres, la casa, la renta, todo lo que ya me había empujado a aceptar esa ridiculez.
—Está bien —dije con una calma que no sentía—. Me quedo.
La frase salió casi automática; era la admisión de que, aún con asco, necesitaba el dinero. A Cándida le cambió la expresión, porque no esperaba sumisión tan pronto. Victoria me miró con una mezcla de alivio y reproche, alivio porque su hermana no la había dejado tirada, reproche porque había cedido sin pelear.
—Muy bien —replicó Cándida con gesto de empresaria—. Pero escucha: tienes que entender qué se espera. No vas a hacer “finales felices”. Eso no es para ti. ¿Comprendes?
Me quedé congelada, helada por un segundo. ¿No finales felices? ¿Entonces qué?
—¿Qué se supone que haga, entonces? —pregunté, con la boca seca.
Victoria respondió antes que nadie, su voz una mezcla de autoridad y súplica:
—Tendrás que entregar pedidos de comida con los juguetes sexuales. Hay chicas que les da pena venir a la tienda secreta que tenemos; todas quieren discreción. Tú serás la cara visible del delivery: puerta, caja, firma, adiós. No hay contacto. No hay sexo. Sólo discreción y profesionalismo. Entiendes, Bella?
La palabra “juguetes sexuales” me pegó como si fuera fría agua de mar. Mi primer impulso fue reír por lo absurdo y luego gritar por lo indignante. Me parecía degradante, pero también noté la oferta de distancia: no tocar, no ser tocada. Me prometía salvar mi integridad física, la única parte de mí que no estaba dispuesta a vender, y a la vez me obligaba a cargar con la vergüenza social de transportar aquello que a otros les provoca rubor.
—¿Jueguetes? —dije despacio, como si probara la palabra en la lengua antes de tragarla—. ¿Sólo eso? ¿Sólo entregar cajas?
Victoria soltó un suspiro como si llevara una década esperando esa pregunta.
—Sí —confirmó—. Algunas chicas trabajan “dentro”, otras no quieren verse en la tienda ni responder llamadas. Tú serás la discreción. Lo harán pasar como un servicio anónimo. No es perfecto, pero es mejor que… otra cosa.
Miré a Cándida buscando el filo de la trampa, la letra pequeña, la forma en que esa oferta volvía a encerrar mi libertad. Ella me observó como quien mide una mercancía.
—Si no puedes con esto —dijo Cándida—, entonces no podemos contar contigo. Pero si lo haces bien, cobras lo mismo que las demás. Y créeme, las cifras son… tentadoras.
—Y si acepto —dije por fin—, ¿qué garantías tengo de que no voy a terminar en otra oficina empujada por un presidente con libido sucia?
Victoria me agarró la mano con fuerza, como quien promete por dentro.
—Te juro que hablaré con la supervisión. No volverás a pasar por lo de hace un rato. Fue un error. Y si se repite, no dudaré en sacarte de aquí y por ahora te puedes ir a casa, empezarás mañana.
A lo que no protesté por eso, sí, claro que quiero un respiro a lo que asentí.
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En eso salí del negocio, todavía con la furia recorriendo cada centímetro de mi cuerpo. Mi hermana tenía razón, y a la vez no me gustaba nada de lo que ellas hacían. Pero era su elección, como lo decía Victoria. Yo no tenía por qué juzgarlas, aunque el simple hecho de pensar en “finales felices” y “juguetitos” me ponía la piel de gallina.
Me subí a mi motocicleta, todavía respirando rápido, con las manos tensas sobre el manubrio. Conduje hacia mi casa sin rumbo fijo, pero sin poder resistir girar y girar por las calles de Brighton, sintiendo que necesitaba que el aire frío del mar despejara un poco mi cabeza. Mi corazón, minúsculo y acelerado, latía con fuerza, una mezcla de rabia, vergüenza y excitación que no entendía cómo se había metido allí.
Finalmente, después de varios minutos, estacioné frente a nuestra casa. Saqué las llaves del pantalón con manos temblorosas y abrí la puerta, respirando profundamente para calmarme.
—¡Buenas, ya llegué! —dije, intentando sonar normal, aunque estaba todo menos normal.
Y ahí apareció ella, mi prima Alejandra, la rubia perfecta que desde hace un año vive con nosotros. Siempre flaca, impecable, con sus ojos azules brillando y un aire de superioridad que me irrita profundamente. Justo cuando pensé que podía respirar tranquila, ella me agarra de la mano con esa sonrisa que me hace hervir la sangre y dice:
—¡Te quiero presentar a mi novio! Francesco Romano.
Mis ojos se abrieron como platos. ¿Qué es lo que dijo? Nooo, no puede ser el mismo, ese que conozco.
Lo que veía me congeló por completo: el mismo hombre del ascensor, aquel que me había salvado del tropiezo y que me había hecho sentir mil cosas en segundos, estaba allí, frente a mí, con la misma postura confiada, traje impecable y esa mirada que me hacía temblar las piernas, pero eso no es todo. ¡No lo puedo creer!
—¿Francesco…? —balbuceé, incapaz de formar otra palabra coherente—. ¿Tú eres…?
Él esbozó una sonrisa. No era cualquier sonrisa; era la sonrisa sexy, calculadora y devastadora que parecía capaz de hacerme perder la razón en un segundo.
—Hola, amiga —dijo con una voz profunda, casi ronca—. ¿Cómo has estado?
Mi corazón dio un salto mortal. Maldita sea, ¿cómo podía ser que el nerd de gafas de mi infancia, el chico con los dientes desparejos y las espinillas que se escondía detrás de libros, se hubiera transformado en esto? Un hombre musculoso, sexy, con el cabello n***o azabache que brillaba a la luz, y esa mirada que parecía atravesarme la ropa.
—No… no puede ser… tú eres… —mi voz temblaba, mis palabras se quedaban a medio camino.
Francesco rió suavemente, un sonido que me hizo temblar, y negó con la cabeza.
—Sí… soy yo —dijo—. Y no, no soy el mismo nerd que recuerdas. La vida cambia, Bella.
Eran pocas las personas que les permitía que me llamaran por Bella y no Isabella.
Me sentí atrapada. Literalmente atrapada, con mi prima a un lado y él ahí, mirándome con esa mezcla de picardía y desafío que me volvía loca. Mi sangre ardía, mis mejillas se sonrojaban y mi mente era un caos absoluto. Quería gritar, correr, lanzarle cosas, pero no podía moverme.
—Bueno… —dijo Alejandra, rompiendo un poco la tensión—. Francesco es increíble. Y creo que te llevarás bien, ¡es como si lo conocieras desde siempre!
Me llevé las manos a la cabeza, queriendo desaparecer. Qué conveniente que el hombre que había logrado ponerme de los nervios fuese ahora el novio de mi prima, justo en mi sala, justo en este momento.
—Sí… claro… —logré balbucear—. Es… increíble.
Él se inclinó ligeramente hacia mí, sin invadir mi espacio, solo lo suficiente para que su perfume masculino y cálido llegara hasta mi nariz. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—No sabes cuánto he esperado verte de nuevo, Isabella —dijo, y su tono era tan bajo que parecía un secreto—. Te ves… diferente. Muy… diferente.
Diferente. Sí, diferente. Yo no era la niña torpe que él recordaba, pero no estaba segura de si eso me daba ventaja o desventaja. Todo en él parecía recordarme lo vulnerable que me sentía, y al mismo tiempo me provocaba un cosquilleo que no lograba ignorar.
—Gracias… —susurré, tratando de mantener la voz firme, aunque mi pulso estaba desbocado—. Tú… también.