Él se retiró un poco, levantó la cabeza y me miró a los ojos, con un hilo brillante de mi propia sangre en su lengua. Su voz era un susurro de absoluta dominación. —Es tu virginidad, Isabella. Y ahora es mía. Esa frase. Me hizo jadear. Ya no había vergüenza; solo una rendición total. Él no estaba usando su boca para complacerme; estaba usándola para reclamarme. Y entonces comenzó. Se acercó de nuevo, pero ahora con un propósito diferente. Su lengua, que antes había sido reverente, se convirtió en una herramienta de tortura exquisita. Iba directamente a mi clítoris. Lo chupo, lo lamió, y se volvió constante. El ritmo era preciso, implacable. No me dio tiempo a reaccionar, solo a sentir. Un vaivén, un círculo, una succión suave, profunda. La sensación se acumuló tan rápido que mi

