+ISABELLA+
Me quedo quieta. Congelada. Como si mis pies se hubieran pegado al piso de la oficina. Ese hombre… ¡ese maldito degenerado!... se está quitando la ropa frente a mí.
¡Estoy a punto de ver sus miserias!
—¿Qué… qué demonios hace? —suelto un grito que retumba en esas paredes de cristal, cubiertas con persianas lujosas que de repente se me antojan barrotes de cárcel.
Él, con una calma que me pone los pelos de punta, me mira como si yo fuera la loca en la habitación. Se desabrocha el cinturón con una sonrisa satisfecha, como quien ya se sabe el guion de memoria.
—Estoy esperando mi final feliz —responde con voz grave, segura, como si la frase no fuera la estupidez más grande que he escuchado en mi vida.
—¿¡Quéeeee!? —mis cejas casi se despegan de mi frente. No, no, no. Esto es un maldito sueño, o peor, una pesadilla s****l de las que tendría que contarle al psicólogo, no vivir en carne propia.
—Mi final feliz —repite, esta vez con esa cadencia de hombre acostumbrado a pedir lo que quiere y recibirlo sin rechistar.
Me arde la cara, me hierven las venas. Suelto la bandeja de sushi en el escritorio de cristal, y los palillos ruedan hasta golpear el borde.
—¡Vístase, maldito cerdo! —le grito, señalándolo con un dedo que tiembla entre rabia y shock—. No hay ningún final feliz. Solo vine a dejarle un pedido de comida. ¿Qué le pasa, pervertido?
El idiota, como si yo le hablara en un idioma marciano, ladea la cabeza. Tiene el descaro de reírse, suave, como quien escucha un chiste privado.
—Siempre he pedido este servicio —dice, y me mira de arriba abajo, sin una pizca de vergüenza—. Y tú… nueva o no, deberías saberlo.
—¿Nueva? ¡Estúpida tu abuela! —le escupo, furiosa. Mi voz se rompe entre indignación y un temblor nervioso.
Me cruzo de brazos, tratando de cubrirme como si él pudiera desnudarme con la mirada, y maldita sea, siento exactamente eso: su mirada como manos invisibles recorriéndome.
Respiro hondo, cierro los ojos por un segundo. Esto no puede estarme pasando. ¡No puede! Soy Isabella Lancaster, tengo apenas veinticinco años, estudié para ser diseñadora de interiores, para crear espacios llenos de luz, de color, de estilo. No… no para esto.
Pero aquí estoy, discutiendo con un presidente de empresa medio desnudo que exige un “final feliz” como si fuera la propina de su almuerzo.
La rabia me quema el estómago, pero lo peor es la voz que se mete a traición en mi cabeza: fracaso.
Sí, fracaso. No he logrado mis sueños, no tengo dinero, mi taller de diseño es solo un montón de planos arrugados en un escritorio improvisado en mi cuarto. Mi hermana me ha sostenido todos estos años, con sus treinta años, trabajando como una mula para pagar mis estudios. Ella me lo dio todo, y ahora yo… acepté esto.
Acepté este maldito trabajo porque necesitaba dinero.
“Solo repartirás comida”, me dijo. “Nada más. Velvet Nights es un restaurante elegante, tranquila, es fácil”.
Mentira. Una jodida mentira.
Porque hoy, en mi primer día, me mandaron con una bandeja de sushi a una empresa textilera, directo a presidencia, y ahora estoy aquí, viendo cómo el presidente me sonríe con los pantalones a medio caer.
—¿Qué mierda es esa de ‘final feliz’? —le lanzo, la voz se me quiebra de frustración—. Yo no hago eso.
Él arquea una ceja, como si mi negativa fuera algo raro. Se acerca al escritorio, toma un nigiri con los dedos y se lo lleva a la boca con parsimonia.
—Entonces, ¿qué haces aquí? —pregunta con la boca llena, como si realmente le importara.
Y yo… yo quisiera tener la respuesta.
El corazón me late desbocado, mis manos sudan, y sé que tengo que salir de aquí antes de que esto escale, pero mis pies aún no me obedecen.
Lo observo. Es un hombre de unos treinta y tantos, alto, bronceado, con ese aire de “soy dueño del mundo”. Y aunque me enferma reconocerlo, hay algo en su seguridad, en la manera en que me sostiene la mirada, que me desarma.
No. No. ¡No!
Lo niego de golpe en mi mente. No puedo permitir que ese tipo me intimide ni me seduzca, aunque me está haciendo hervir la sangre de indignación y… algo más que me niego a nombrar.
—Mire, señor presidente o lo que sea —escupo con sarcasmo, y me cruzo de brazos de nuevo—. No soy parte de sus servicios sucios. Solo entrego comida. ¿Está claro?
Él sonríe, lento, como un depredador.
—Aún no lo entiendes… —murmura.
Y entonces, como si me cayera un balde de agua helada, empiezo a hilar las piezas. La forma en que mi hermana nunca me quiso dar detalles del lugar. Su sonrisa nerviosa cuando le pregunté qué significaba “Velvet Nights”. Ese aire de secreto que parecía arrastrar cada vez que llegaba tarde a casa, agotada pero con dinero en la mano.
Lo entiendo.
¡Dios!
Velvet Nights no es un restaurante elegante. Es una fachada. Un negocio de placer. De esos que ofrecen algo más que una comida.
Mi boca se abre sola, un grito me arde en la garganta, pero lo reprimo. Lo único que sale es un jadeo entrecortado.
Él da un paso hacia mí. Yo retrocedo.
—No se acerque —le advierto, levantando una mano como si eso sirviera de muro.
—Relájate, princesa —su voz es un ronroneo oscuro—. Nadie te va a obligar. Aquí, todo se paga bien… si sabes dar lo que se espera.
—¡Qué asco! —le grito, y esta vez sí, me muevo. Me doy la vuelta y corro hacia la puerta.
El pomo me parece lejísimos, como si estuviera en cámara lenta. Lo agarro, lo giro, lo jalo… nada. Cerrada.
El corazón se me desploma.
Lo escucho detrás de mí, acercándose.
—¿Ya te vas? —su tono es burlón, como si esto fuera un maldito juego.
—¡Abra esta puerta! —le grito, y golpeo con el puño cerrado.
Siento sus pasos detrás de mí, su sombra que me cubre. Me estremezco.
Me giro de golpe, decidida a pelear si es necesario. Él está allí, demasiado cerca, los pantalones todavía bajos en las caderas, el torso firme, el maldito olor a colonia cara mezclado con poder.
Y ahí estoy yo, temblando, entre rabia y miedo.
—Le voy a romper la cara —escupo, levantando la mano lista para darle un manotazo.
Él se ríe, bajo, divertido, como si yo fuera un gatito furioso.
Mi hermana me tendrá que escuchar. No permitiré esto. No voy a tener sexo con nadie que no quiera. No, no, no.
Lo repito en mi cabeza como un mantra porque el cuerpo me tiembla y la rabia no es suficiente para apagar el temblor. Pero antes de que pueda pensar en una venganza digna, en cómo arrancarle a ese monstruo la sonrisa de la cara, el hombre agarra el teléfono con una mano y, con la otra, se sube los pantalones sin prisa, como si todo fuera parte de su mañana.
—¿Qué es esto? —grita al auricular con una voz que ahora suena autoritaria—. Me mandaron a una novata. ¿Cómo es posible que ella no sepa de mi “final feliz”?
Siento que me hierven las venas. Las palabras me salen ásperas, afiladas, como si quisiera que le dolieran. Quisiera darle una bofetada que le lanzara los dientes al suelo y una patada donde más le doliera, pero la furia choca con la realidad: el tipo tiene poder. Tiene dinero. Tiene contactos. Y yo tengo hambre, facturas y una hermana que me respalda por amor, no por obligación.
La llamada termina con un golpe seco del auricular. Él me mira como si yo fuera un estorbo que va a barrer del camino con facilidad.
—Quiero a mi chica en una hora —dice, con los ojos fijos en mí.
Hay algo en sus palabras que me revuelve el estómago. La amenaza está camuflada en un ofrecimiento; la violencia en un trato. Me siento pequeña y furiosa a la vez, una mezcla espantosa que me hace querer gritar hasta romperme la garganta.
—Si usted me toca —le digo entonces, con voz tan fría que me sorprendo—, le romperé las pelotas.