Un completo caos

1419 Words
Sofía La camioneta temblaba como si fuera a desarmarse en cualquier momento. Cada salto hacía que mi trasero rebotara en el asiento y que mi paciencia, ya bastante reducida, se esfumara como perfume barato bajo la lluvia. —Dios mío… —susurré, mientras me agarraba del borde de la ventana—. Si salgo viva de este viaje prometo no volver a quejarme de mis tacones de 10 centímetros. El padre Fernando, con el ceño fruncido y sus manos fuertes aferradas al volante, murmuraba oraciones cada vez que la camioneta tosía como un fumador empedernido. Entre sus labios escuché un “Señor, ayúdame con esta chatarra”, seguido de un suspiro largo. —¿Sabías que tu cara cambia de color cada vez que la camioneta suena raro? —le dije, intentando distraerme de la vibración constante en mi columna vertebral. —¿Ah, sí? —preguntó con esa voz grave y suave que se me metía por la piel sin permiso—. ¿Y de qué color está ahora? —Entre verde, morado y gris… muy atractivo, padre. —Sonreí, aunque la camioneta rugiera como un león agonizante. Él soltó una risa baja que me erizó los brazos. Dios, ¿por qué un seminarista tenía que tener esa voz? Ni el actor de mis series coreanas favoritas sonaba tan varonil. Finalmente, después de un último traqueteo que casi me saca un diente, la camioneta avanzó con un brinquito triunfal. —¡Aleluya! —exclamé, alzando las manos al cielo como una profeta liberada. El padre Fernando me lanzó una mirada divertida, con sus ojos color miel iluminados por la mañana gris. —No cantes victoria todavía, hermana Sofía. Aún falta el regreso. —Ay, por favor… no me mates la felicidad. Él sonrió, esa sonrisa pequeña que apenas levantaba la comisura de sus labios. Me revolvió el estómago de una manera que no era nada santa. El resto del camino fue tranquilo, dentro de lo que cabe cuando vas sentada en una camioneta que huele a incienso, aceite quemado y perfume masculino. El padre Fernando conducía con cuidado mientras cantaba bajito un canto gregoriano que me dio sueño. Casi me quedo dormida, hasta que la camioneta se detuvo frente a un camino de tierra roja, rodeado de cafetales y arbustos verdes cargados de flores silvestres. —Llegamos. —Suspiró, apagando el motor. Bajé con cuidado, sintiendo mis piernas entumecidas. Estiré los brazos y miré alrededor. Era hermoso. Tranquilo. El canto de las aves llenaba el aire y el aroma de tierra húmeda me recordó los paseos con mi abuela cuando era niña. —¿Dónde estamos? —pregunté, caminando a su lado mientras él cerraba con fuerza la puerta de la camioneta. —En la vereda Las Margaritas. Venimos a visitar a don Hilario y doña Rosa González. Son los más ancianos de la comunidad. —Me miró con calidez—. La madre superiora me pidió que los bendijera y llevara las medicinas. Ella quiere que tú también los conozcas. —Oh… —sentí un nudo suave en el pecho—. Eso suena bonito. —Lo es. Son una pareja adorable. —Empezó a caminar por un senderito de piedras blancas. Lo seguí en silencio, escuchando sus pasos firmes y viendo cómo el viento movía su cabello castaño. A veces, me preguntaba si él era real. O si Dios me lo había puesto como prueba para enloquecerme antes de llegar al infierno por mis pecados. Llegamos a una casita de madera pintada de amarillo suave. Tenía un jardín con margaritas y que crecían sin control. El padre Fernando subió los dos escalones y golpeó la puerta con suavidad. —Doña Rosa… Don Hilario… —llamó con voz fuerte pero dulce—. Soy Fernando. Vine con la hermana Sofía. Esperamos. Solo se escuchaban los grillos y el canto de un gallo lejano. Golpeó otra vez. —Es extraño… siempre están en casa —dijo, mirando las ventanas cerradas. —Tranquilo, padre. —Sonreí, dándole una palmada suave en el brazo—. Déjeme ir a ver por la parte de atrás, quizá están en el huerto. —Sofía, espera… —intentó detenerme, pero yo ya estaba bajando los escalones. —No se preocupe —dije, caminando con decisión—. Yo amo a los animales y las plantas. Ellos me aman a mí. Seguramente están cosechando algo. Escuché su suspiro detrás de mí mientras rodeaba la casa. Al doblar la esquina, me detuve en seco. Un perro enorme, n***o con manchas marrones y cara de pocos amigos, me miraba desde la puerta trasera. Sus orejas se alzaron como antenas y su labio superior se levantó mostrando unos dientes que podrían destripar a un ladrón en segundos. —Oh… hola… perrito lindo… —dije, con mi voz más aguda y ridícula. El perro gruñó, dando un paso hacia mí. —Padre… —susurré, sin girarme—. Hay… un… perro. —Sofía… no te muevas —dijo su voz alarmada detrás de mí. —No pienso moverme… —contesté con los dientes apretados—. Ellos me aman… yo amo a los animales… ¿verdad, amiguito? El perro ladró con fuerza. Sentí el corazón subirme a la garganta. De reojo vi al padre Fernando caminar rápido hacia mí. —¡No, padre, no se acerque! —le grité sin mirarlo—. Ellos pueden oler el miedo. Si nos ve juntos nos ataca. Déjeme a mí. Soy… soy buena con los animales. —Sofía… —dijo con voz paciente, como si hablara con una niña de cuatro años—. Por favor, aléjate despacio. —No… no… yo puedo —susurré, temblando. De pronto, el padre Fernando pasó a mi lado. Caminó con calma hacia el perro, que empezó a ladrarle con más fuerza. Me puse la mano en el pecho, a punto de infartarme. —Zeus… ven acá —dijo con autoridad. El perro se detuvo, ladeó la cabeza y movió la cola un poco. —Sí, tú, grandote. Ven acá. —El padre Fernando chasqueó los dedos. Zeus bajó las orejas y caminó hacia él, moviendo la cola como un cachorro feliz. Cuando estuvo cerca, el padre Fernando se agachó y le acarició la cabeza con cariño. —Así me gusta. Buen chico. No asustes a la hermana Sofía, ¿eh? —dijo, mientras el perro lo lamía con devoción. Rodé los ojos y crucé los brazos. —Claro… ellos me aman… pero prefieren a San Francisco de Asís versión seminarista. —Bufé, mientras él me sonreía de lado. —Ven… —dijo, alzándose y ofreciéndome la mano para ayudarme a subir los escalones traseros. Su mano era cálida, grande, con dedos largos. Al tomarla, sentí un escalofrío recorrerme el brazo hasta el cuello. Me obligué a soltarlo rápido y caminé tras él mientras Zeus me seguía con su lengua afuera y su cola meneándose como un ventilador. —No te emociones, perro traidor —murmuré, haciéndolo reír. Golpeamos la puerta trasera, pero tampoco hubo respuesta. El padre Fernando miró la cerradura y luego las ventanas. Sus ojos se oscurecieron un poco. —Esto no es normal. Siempre están en casa. Son muy mayores… —susurró. —Quizá salieron al médico. —Intenté sonreír, pero su preocupación me contagió. Él suspiró y se agachó para acariciar a Zeus en silencio. Sus labios se movieron en una oración muda que me provocó un nudo en la garganta. Era tan diferente a cualquier hombre que hubiera conocido. Tan sereno, tan humano… y tan prohibido. Me di cuenta de que estaba observándolo demasiado cuando levantó la mirada y nuestros ojos se encontraron. Sentí como si mi corazón se hubiera deslizado a mis pies. —Gracias por venir conmigo hoy —dijo, con una pequeña sonrisa. —Gracias por salvarme de… Zeus. —Rodé los ojos, pero mi voz sonó suave. Se incorporó, se sacudió el pantalón y me miró con esa mezcla de calidez y dolor que no entendía. Fue un segundo, un instante fugaz… pero sentí que algo invisible se tensaba entre los dos. —Volvamos a la camioneta. Esperaremos un poco y si no llegan, iremos a buscar ayuda —dijo finalmente, rompiendo el momento. Asentí en silencio y caminé a su lado mientras Zeus nos seguía, moviendo la cola con emoción. “Ellos me aman… claro que sí…”, pensé, mirando de reojo al perro traidor y al seminarista que estaba volviendo mis días un desastre… y mi corazón, un completo caos.
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