El silencio se cernía sobre ellos como un manto pesado, tejido con hilos de presagios y posibilidades. La tensión en la habitación era casi tangible, como si el aire mismo estuviera cargado de electricidad, anticipando una revelación que prometía ser trascendental. Los ojos de Charlotte, grandes y expresivos como lagunas cristalinas, permanecían fijos en Reinaldo. Su mirada era un caleidoscopio de emociones, donde la ansiedad y la curiosidad se entrelazaban en un baile frenético.
Reinaldo, por su parte, se sentía al borde de un precipicio emocional. Sus pensamientos corrían desbocados, como caballos salvajes en una pradera infinita. Se debatía entre el miedo paralizante a la vulnerabilidad y el deseo ardiente, casi desesperado, de ser completamente honesto con Charlotte.
«Por suerte… es
