Reinaldo colgó la llamada con un gesto brusco, y sus dedos se apretaban alrededor del dispositivo como si fuera un hierro al rojo vivo. Permaneció inmóvil, con su torso desnudo revelando cada músculo en tensión. Su respiración, agitada y entrecortada, era el único sonido que perturbaba aquella quietud sepulcral. Azucena, con el pánico creciendo en su interior como una marea imparable, intentó romper ese silencio asfixiante: ―¡Papi, no pienses mal de mí, yo...! Sus palabras se desvanecieron en el aire, sofocadas por la mirada de Reinaldo. Sus ojos, que hace apenas unas horas ardían con pasión y lujuria, ahora eran pozos oscuros de decepción y una rabia contenida que hizo que Azucena se estremeciera involuntariamente. La mirada de Reinaldo la atravesó, intensa y acusadora, despojándola de

