Llegué más temprano que de costumbre.
El pasillo estaba casi vacío y mi respiración hacía eco contra las paredes, como si me anunciara antes de entrar.
A veces venía temprano para evitar el ruido.
Hoy… no sé.
Quizá buscaba otra cosa.
Empujé la puerta del aula.
El sonido del metal contra el suelo fue suave, casi discreto.
Pensé que estaría sola.
Pero no.
Ares estaba allí, sentado en su sitio, con un libro abierto y la cabeza ligeramente inclinada.
La luz tenue de la ventana le caía sobre los hombros, y por un instante, la escena me pareció extrañamente… tranquila.
Como si el día hubiera decidido empezar desde otra parte.
Él levantó la vista en cuanto me vio.
—Buenos días, Soler —dijo, en voz baja.
Asentí, intentando que no se notara el sobresalto en mi pecho.
—Buenos días —respondí, dejando mi mochila en el suelo con más cuidado del habitual.
No hubo más palabras.
Pero tampoco hubo tensión.
Ares volvió a su lectura; yo me senté en mi banco junto a la ventana.
Durante un momento, el silencio del aula fue perfecto, como si ambos hubiéramos firmado un pacto invisible para no romperlo.
Sacaba mis cuadernos cuando escuché un golpe seco en la puerta.
Dante entró.
La energía del aula cambió en un segundo.
Él no necesitaba hacer ruido para llenarlo todo: su presencia bastaba.
Ares levantó la mirada apenas un instante; Dante lo vio.
Y lo evitó.
Siempre había sabido ignorar aquello que no quería mirar.
Luego sus ojos se desplazaron hacia mí.
No como ayer en el pasillo.
Hoy era distinto.
Más calculado.
Más… contenido.
Me miró unos segundos.
Yo intenté mantener la vista baja.
No quería empezar el día sintiéndome un imán que no sabía manejar.
Dante pasó a mi lado sin decir nada, pero pude percibirlo:
esa especie de electricidad que dejaba atrás, como si cada paso suyo fuera un comentario sin pronunciar.
La profesora entró, anunció algo sobre el temario y los deberes, pero mi cabeza estaba en otra parte.
En ese aula, antes del timbre…
algo se había movido.
Algo en Dante.
Algo en Ares.
Y algo en mí que no sabía nombrar.
Solo supe una cosa:
Por primera vez, no me sentí completamente sola en un aula llena de gente.
La clase avanzaba entre explicaciones sobre estructuras narrativas y fechas de entrega.
Yo intentaba concentrarme, pero la mente se me escapaba entre las líneas del libro, hacia la tensión del pasillo de ayer, hacia Dante… y hacia lo extraño que era sentir calma tan cerca de otra persona.
En un momento en que la profesora se giró para escribir en la pizarra, escuché un leve roce de papel.
Bajé la mirada.
Había una nota en el borde de mi mesa.
Pequeña.
Doblada en dos.
Con una esquina levantada, como si hubiera sido dejada con cuidado para no sobresaltarme.
Miré hacia mi derecha.
Ares seguía tomando apuntes, la cabeza inclinada, el bolígrafo recorriendo la hoja con la misma precisión metódica de siempre.
No me miró.
No esperó reacción.
Solo… la dejó ahí.
Abrí la nota debajo de la mesa, despacio.
“Lo de ayer: buen trabajo.
Podemos dividirnos la parte histórica y la comparativa.
Si te parece.”
Solo eso.
Orden.
Neutralidad.
Un mensaje simple, sin adornos.
Pero el trazo de su letra —firme, claro, sin dudas— me transmitió una calidez que no sabía explicar.
Era como si me hablara en un idioma que nadie más había intentado aprender.
Le escribí por detrás sin pensarlo demasiado:
“Me parece bien.
Puedo empezar hoy después de clase.”
Cuando él recuperó la nota, no la abrió inmediatamente.
La guardó dentro del cuaderno, como si no hiciera falta leerla en voz alta.
Como si confiar en mi palabra fuera suficiente.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que alguien estaba en mi misma sintonía.
Sin esfuerzo.
Sin ruido.
Sin tener que convertir mi presencia en algo más grande para ser vista.
Y cuando Dante movió la pierna con impaciencia detrás de mí —un golpe seco contra la pata de su mesa— no hizo falta girarme para entenderlo:
Ares y yo estábamos comunicándonos sin que él pudiera descifrarlo.
Y a Dante eso… no le gustaba nada.
La biblioteca tenía ese olor a polvo limpio y libros viejos que siempre me tranquilizaba.
Entré unos minutos antes de la hora acordada, por costumbre.
Me gustaba tener tiempo para poner mis cosas en orden antes de que llegara alguien más.
Ares ya estaba allí.
Sentado en la misma mesa del día anterior, con un libro abierto y dos lápices alineados junto al cuaderno.
Como si el espacio lo hubiera estado esperando.
Me detuve un segundo sin querer.
No sabía por qué, pero verlo ahí, preparado, me hizo sentir algo parecido a… pertenencia.
Él levantó la vista.
—Llegaste justo a tiempo —dijo con una de esas sonrisas leves que no buscan atención.
—Pensé que sería la primera —respondí, dejando la mochila en la silla de enfrente.
—Yo… necesitaba revisar algo antes de que vinieras.
No pregunté qué.
No parecía importante.
O quizás lo era, pero no quiso presionarme.
Nos sentamos uno frente al otro.
Abrimos los cuadernos al mismo tiempo.
Sin habernos puesto de acuerdo, empezamos cada uno por su parte:
él con la investigación histórica, yo con la comparativa.
A los pocos minutos, algo empezó a suceder.
Yo escribía un punto… y él lo completaba.
Él dibujaba un esquema… y yo lo ampliaba con una flecha.
Sin hablar.
Sin interrumpir.
Era como si nuestros pensamientos se movieran en paralelo, encontrándose justo en el medio.
A veces levantábamos la mirada al mismo tiempo.
A veces hacíamos la misma anotación sin haberlo acordado.
Y en algún momento —no supe cuándo— dejé de sentirme nerviosa frente a él.
Me sentí… cómoda.
Como si el silencio no fuera ausencia, sino conexión.
—Tu forma de organizar ideas es muy visual —comentó Ares sin apartar la vista del cuaderno.
—Y la tuya es muy lógica —respondí.
—Por eso encaja —dijo, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
Me sorprendió lo natural que sonó.
Seguimos trabajando.
El reloj avanzaba sin que lo notáramos, y la biblioteca empezó a vaciarse.
Solo se escuchaban nuestras hojas, algún que otro susurro lejano… y ese ritmo compartido que no sabía cómo habíamos construido.
Cuando terminé mi parte, se la pasé.
Él la leyó con atención, moviendo el bolígrafo entre los dedos.
—Está muy bien —dijo.
—¿Segura?
—Muy segura.
Había algo en su forma de afirmar que me hacía creerle.
Sin explicaciones adicionales, sin elogios exagerados… lo que decía tenía peso.
Al levantar la vista, nuestros ojos se cruzaron por unos segundos más de los necesarios.
No hubo tensión.
No hubo nerviosismo.
Hubo… comprensión.
Un lenguaje sin palabras.
Por primera vez, pensé que tal vez no estaba tan sola como creía.
Cuando la bibliotecaria anunció el cierre, el sonido resonó como un suspiro colectivo.
Ares y yo recogimos nuestras cosas en silencio; esa clase de silencio que no pesa, que solo acompaña.
Al subir las escaleras del instituto hacia la salida, escuché el golpeteo tenue contra las ventanas.
Al asomarme, vi la calle oscurecida y las gotas cayendo con furia fina.
—Genial… —murmuré para mí, sacando una chaqueta que no iba a servir de nada.
Ares se detuvo a mi lado.
—¿No trajiste paraguas?
Negué.
Nunca recordaba esas cosas.
Era más fácil encogerme dentro de la ropa y correr.
Él suspiró, pero no en reproche.
Sino como quien ya esperaba la respuesta.
—Vamos —dijo.
Abrió su mochila, sacó un paraguas n***o, grande, de esos que pueden cubrir a dos personas sin esfuerzo.
Lo desplegó con un gesto seguro y lo sostuvo encima de mí antes de que pudiera protestar.
—Te vas a mojar tú —le dije, alejándome medio paso.
—Estoy bien —respondió, acercándose lo justo para mantenerme bajo la tela—. Tú necesitas llegar seca a casa si vamos a terminar el trabajo mañana.
Lo dijo como si fuera una obviedad.
Como si cuidarme fuera parte del proyecto, del horario, de algo tan sencillo como revisar apuntes.
No era un acto dramático.
No había intención.
Solo… consideración.
Caminamos en silencio, el sonido de la lluvia amortiguado por la tela.
Mientras bajábamos la rampa del patio, me di cuenta de que él se inclinaba ligeramente hacia mi lado, dejando que el borde del paraguas cayera más sobre mí que sobre él.
Sus hombros se empapaban.
No le importaba.
—Ares… —empecé, sin saber muy bien qué quería decir.
—No pasa nada —interrumpió, como si hubiera leído la duda exacta—. Te estoy acompañando, nada más.
“Nada más”.
Cómo podían dos palabras pesar tanto.
Al llegar a la entrada del parque, se detuvo.
—Aquí ya estás cerca de tu casa, ¿no?
Asentí.
Ares cerró el paraguas y lo sacudió ligeramente, mojándose aún más.
No parecía notarlo.
—Nos vemos mañana, Soler.
Me giré para despedirme, pero él ya estaba dándome la espalda, caminando bajo la lluvia como si el frío no lo alcanzara.
Me quedé de pie unos segundos, sintiendo el eco de su gesto.
No era un salvavidas, ni un héroe, ni un sustituto.
Era simplemente alguien que estaba ahí… sin pedir mi luz para brillar.
Por primera vez, sentí que tal vez merecía ese tipo de calma.
Cuando entré en casa, el sonido de la lluvia quedó atrás, reemplazado por ese silencio tibio que solo existe en los hogares pequeños.
Dejé la mochila en el suelo, colgué la chaqueta empapada y caminé hacia mi cuarto con la cabeza todavía llena de gotas que no eran de lluvia.
Encendí la lámpara, esa de luz amarilla que hacía que mi escritorio pareciera menos solitario.
Abrí el cuaderno del proyecto para incluir un par de ideas más…
y entonces lo vi.
La nota.
La nota que Ares me había pasado en clase.
Pequeña, doblada, con la tinta apenas marcada del otro lado.
No debería haber significado nada.
Era solo una nota de trabajo.
Una nota vieja, de colegio, de esas que se pasan debajo de la mesa sin pensar.
Pero mi mano la rozó como si fuera algo frágil.
La abrí despacio.
La letra de Ares seguía ahí, firme, clara, sin borrones ni correcciones.
Recordé cómo la escribió, cómo me la dejó sin mirarme, como si supiera que no me gustaban las interrupciones.
La leí una vez.
Luego otra.
Y otra.
Hasta que las palabras dejaron de importar y solo quedó el gesto.
Lo que más me desconcertó no fue el contenido, sino lo que me provocó.
Una especie de calor suave en el pecho.
Como si alguien hubiera entendido una parte de mí sin tener que explicársela.
Afuera, la lluvia seguía golpeando la ventana.
Adentro, todo estaba quieto.
Guardé la nota en el bolsillo interior de mi cuaderno.
No en cualquier parte.
En ese bolsillo que nunca uso, ese que podría llamar… “importante”.
No sé por qué lo hice.
Solo lo hice.
Me recosté en la cama, mirando el techo, escuchando la lluvia y recordando el sonido del paraguas cayendo entre nosotros.
El paso tranquilo de Ares a mi lado.
La mirada tensa de Dante en la distancia.
El silencio compartido en la biblioteca.
Algo estaba empezando.
Algo pequeño.
Algo que no dolía.
Algo que no pedía nada a cambio.
Y por primera vez en mucho tiempo, me dormí sin sentir que le sobraba ruido a mi vida.
Solo pensé una última cosa antes de cerrar los ojos:
No sabía que un silencio podía sostenerme tan bien.