CAPÍTULO 11.

2336 Words
Salimos de la mansión y nos dirigimos al centro de Nueva Orleans. El camino lo hacemos cómodos el uno con el otro. Voy en la parte de adelante del coche, junto al irlandés. Afuera, la ciudad parece respirarnos al ritmo de sus luces, su bullicio; y por un momento, casi puedo sentir la historia de cada ladrillo en los edificios antiguos que pasamos. En el camino no puedo evitar pensar en las palabras de Morris. Él siempre parece ver más allá de lo evidente, y sus advertencias tienen un tinte de desconfianza que no puedo ignorar. Entiendo en parte su actitud. Él supone que el irlandés puede usar este acercamiento para escalar dentro de mi organización, intentando posicionarse como alguien indispensable para mí. Pero no soy una estúpida y sé lo que un hombre puede querer de mí. No necesito que nadie intente manipularme para conseguirlo. Hasta ahora, este hombre no me ha pedido nada para que lo ponga en una posición por encima del resto. Su lealtad se siente genuina, aunque intensa, y eso me confunde tanto como me atrae. También es cierto que es la primera vez que mantengo una relación física con alguno de mis hombres. Esto, sin duda, ha encendido las alarmas en Morris, que siempre está a mi lado para respaldarme en todo momento. Sus ojos habrían recorrido el trayecto en silencio, evaluando cada gesto, cada palabra. Pero él confía en mi juicio, incluso si no siempre comprende mis decisiones. —¿A dónde vamos? —pregunta el irlandés, rompiendo el silencio con su tono firme y curioso. —Ya verás —digo, dándole una sonrisa que oculta más de lo que revela. El coche sigue avanzando hasta que le indicó que estacione en Bourbon Street, el corazón del barrio francés. La calle está viva, llena de turistas, músicos callejeros y aromas que mezclan café, especias y humedad del río. En la misma calle, tengo un par de bares más y un club de estriptis que dirige David, mi sheriff desde hace años. Cada paso que doy en este barrio me recuerda que Nueva Orleans es mía en más de un sentido, aunque nunca podría decirlo en voz alta. Cuando el irlandés se detiene, bajo del coche. Miro alrededor y, por ahora, no noto nada extraño. La ciudad sigue su rutina, ajena a nuestros movimientos. Avanzo por la acera junto a él, que me sigue con curiosidad evidente. Su mirada recorre cada detalle, como si intentara memorizar cada paso que doy, cada esquina que cruzamos. Me detengo frente a una puerta algo vieja, con pintura descascarada y un timbre que parece antiguo. Del bolsillo de mis vaqueros saco la llave y abro. La puerta da a unas escaleras que crujen bajo nuestros pies. —Eres una caja de sorpresas —murmura con una sonrisa pegada a su rostro, mezcla de admiración y diversión. —Cuando digo que esta es mi ciudad, no lo digo solo por decirlo —respondo mientras subimos un tramo de escaleras—. Tengo acceso a lugares que te sorprenderían. —Estoy recién comprendiéndolo —dice, y no puedo evitar negar ligeramente, divertida por su asombro. Cuando llegamos arriba, abro una segunda puerta introduciendo un código secreto que solamente unos pocos conocen. Nos recibe un espacio abierto que parece respirar tranquilidad y lujo a la vez. Es un departamento que mandé a reformar, creando un ambiente de libertad: un salón y cocina de concepto abierto, y sobre una estructura elevada, una cama con cuatro postes que domina la habitación. No tiene paredes; únicamente enormes ventanales del piso al techo blindados, que permiten la vista de la ciudad sin comprometer nuestra privacidad. —Se parece mucho a ti —comenta mientras camina alrededor, observando cada detalle. —Lo sé —asiento, dejando las llaves en el mostrador de la cocina—. Es mi sitio para desconectar de todo, cuando estoy estresada o a punto de tomar alguna decisión importante y no quiero que nadie intente persuadirme. —¿Cuánto tiempo tenemos? —pregunta, su voz suave y cargada de expectativa. —El tiempo que yo lo decida —replicó, dejando en claro quién marca el ritmo. —En ese caso, podemos aprovechar nuestro día —su tono es aterciopelado, cada palabra cargada de intención. —No tengo inconveniente en hacerlo. —Mi respuesta es tranquila, pero mi corazón late con fuerza. —Dejémoslo solo en hacerlo —añade, y un brillo juguetón cruza su mirada. Me río ante su comentario. —Me gusta cómo piensas —murmuro en tono suave, antes de que sus labios cubran los míos. Me toma del cabello y me sostiene contra su boca. Cada roce de sus labios es una mezcla de fuerza y delicadeza, como si supiera exactamente cómo moverme sin que yo pierda el control. Se inclina un poco más y me carga. Rodeo su cintura con mis piernas y siento cómo nos mueve por el lugar, como si el espacio entero se entendiera a nuestra intimidad. Nos desnudamos y cada caricia, cada toque, se siente como tocar el paraíso, una sensación que crece y se intensifica con cada segundo que pasa. El cúmulo de sensaciones que él genera me envía a la cúspide del placer. Su respiración se mezcla con la mía, rápida, entrecortada, y el mundo exterior deja de existir. —Desde el primer momento que te vi, supe que eras fuego —susurra mientras estoy apoyada sobre mis extremidades en la cama, y siento cómo su mano baja desde mi espalda hasta mi trasero. Su mano desciende hasta mi centro y, cuando siente lo mojada que estoy, lo escucho respirar ruidosamente, con un deleite que es casi tangible. Me toma de las caderas antes de penetrarme con una estocada. Ahogo un gemido contra la ropa de cama, incapaz de contener el impacto. —¡Jesús! Aurelia. Me pones en un estado primitivo que nunca había experimentado —jadea, y puedo sentir cómo su pasión y deseo se mezclan con un respeto profundo por cada reacción mía. Echo las caderas hacia atrás y jadeo cuando la palma de su mano hace contacto con mi carne sensible, enviando ondas de placer que recorren todo mi cuerpo. —irlandés… —susurro, incapaz de articular más palabras. —Lo sé, cariño —su voz es sedosa, llena de control y entrega a la vez—. Está tomando todo de mí, no correrme como un maldito adolescente. Sus movimientos comienzan superficiales, exploratorios, pero poco a poco toman ritmo. Cada empuje, cada caricia nos lleva más profundo en un ciclo de deseo que parece no tener fin. Nos movemos juntos, sincronizados, como si fuéramos una sola entidad consumida por la pasión. Cada contacto nos empuja a la cúspide del placer del que nos hemos vuelto esclavos, un lugar donde el tiempo deja de tener sentido y solo existe el calor, la respiración y el roce de la piel. La ciudad sigue su vida afuera, indiferente a lo que ocurre detrás de aquellos ventanales blindados. Pero dentro, todo es intensidad, control y entrega. Cada movimiento nos acerca más, no solo físicamente, sino en una conexión que va más allá del deseo. Es un vínculo de poder, confianza y deseo que no necesita palabras, solo la comunicación silenciosa de cuerpos que se reconocen y se buscan mutuamente. Nos rendimos, al instante, a la fuerza de nuestra atracción, y por un momento, solo existimos nosotros dos, y esa sensación que nos lleva a la cúspide del placer del que nos hemos vuelto esclavos. ** Con diversión, observo a irlandés abriendo los gabinetes de la cocina. La luz del sol se filtra por los ventanales, iluminando el espacio con un resplandor cálido, y los reflejos sobre el piso pulido hacen que la habitación se sienta más amplia y acogedora. Sobre la cocina, un sartén se está calentando lentamente y, en el horno, ya está el tocino, impregnando el aire con un aroma irresistible que despierta mis sentidos. Después de nuestra faena, decidió que prepararía un desayuno tardío. Me pareció una idea genial. Reponer algo de energía nunca está de más, y, además, la simple idea de pasar tiempo con él en un ambiente cotidiano me provoca una extraña mezcla de diversión y ternura. Las alacenas están llenas, gracias a Morris. Él es el único que tiene acceso a este lugar, y únicamente para reabastecer las provisiones. Su eficiencia y discreción siempre me sorprenden; incluso en los asuntos más simples, su toque parece omnipresente. Observo a irlandés mientras saca unos huevos del refrigerador. Lleva únicamente sus vaqueros puestos, mostrando un torso marcado que brilla levemente con la luz de la mañana. Yo, por mi parte, llevo puesta un pijama de satén negra, sin nada debajo, y el contraste entre la suavidad de mi ropa y su piel firme y cálida me hace sonreír con picardía. Bate los huevos en un bol antes de vaciarlos en el sartén y revisar el horno. Sus movimientos son precisos, seguros, y algo en la manera en que maneja los utensilios revela que sabe lo que hace, no solo por necesidad, sino por costumbre. —¿Dónde aprendiste a manejarte en la cocina? —pregunto, y me inclino un poco sobre la barra para observarlo mejor. Se detiene un momento antes de encogerse de hombros. —Mi madre se encargó de que supiera prepararme una comida decente —dice sin más, con un tono que no deja espacio para preguntas adicionales. Asiento, intentando imaginarlo en la cocina de su infancia, y la escena me resulta curiosamente humana. —¿Vive? —inquiero, intentando descifrar un poco más de su historia. Se da la vuelta y me mira, con la mirada penetrante que siempre logra mantenerme alerta y ligeramente nerviosa. —¿Morris no te ha contado nada sobre mí? —pregunta, y puedo notar que hay un dejo de diversión y desafío en su voz. —La verdad, es que confío en las capacidades de Morris para contratar personal —respondo, tratando de sonar despreocupada, aunque mi curiosidad crece. —Ya —asiente, y parece aceptar la respuesta sin más. —¿Entonces? —insisto, queriendo ir más allá. —Mis padres viven fuera del país —responde sin más, retirando los huevos del fuego. Saca el tocino del horno y termina de cortar la fruta sin ningún problema, como si preparar un desayuno fuera la tarea más natural del mundo. Alargo una mano y tomo una de las tiras crujientes de tocino. Celestial. La mezcla de grasa, sal y textura crujiente explota en mi boca y casi puedo escuchar un pequeño suspiro de satisfacción escapando de mis labios. —irlandés no es tu nombre —comento, sin poder evitarlo. —No. No lo es —concuerda, y lo miro esperando que me lo diga. ¿Es extraño que me esté acostando con un hombre del que solo sé su apodo? ¡Por supuesto que sí! Pero la vida rara vez me ofrece situaciones convencionales. —Y, ¿bien? —preguntó, tratando de mantener un tono casual. Levanta la mirada divertida, y su sonrisa hace que mis rodillas sientan un ligero temblor. —¿Qué más da mi nombre? —cuestiona en tono plano—. Me gusta que me llamen irlandés. —Sabes qué puedo preguntarle a Morris —replico, midiendo sus reacciones. —Por supuesto que sí —asiente y es obvio que le divierte el asunto—. Pero, prefiero que me llamen de una manera específica. —Suéltalo —insisto, con un hilo de desafío en mi voz. Nos sostenemos la mirada. Él intenta intimidarme con sus ojos azules y penetrantes, pero no lo va a lograr fácilmente; no soy de las que ceden ante miradas. —Killian. —¿Perdón? —replico, sorprendiéndome por la seriedad con que lo dice. —Killian, me llamo Killian. Pero prefiero que me sigas llamando irlandés —explica, como si revelarme su verdadero nombre fuera un pequeño acto de confianza que le cuesta. Sonrío y tomo otro trozo de tocino, disfrutando la sensación crujiente entre mis dientes. —Está bien —me encojo de hombros, como si el asunto no tuviera mayor importancia. Rueda los ojos y me tira un trozo de manzana sin hacerme daño. —¡Oye! —gritó, entre divertida y sorprendida. Lo tomo de mi escote y se lo regreso con un pequeño empujón. Su risa grave llena la cocina y, por un instante, todo parece tan simple y ligero, como si las complejidades del mundo exterior no existieran. —Este es el plan —se inclina sobre el mostrador y queda a centímetros de mi rostro—. Este día eres mía y la vamos a pasar aquí. —¿Qué haremos encerrados todo el día aquí? —cuestiono, haciéndome la desentendida mientras lo observo con interés. —Podemos ver alguna película, tener sexo, hablar un poco, tener más sexo —responde con naturalidad, como si fuera la propuesta más lógica del mundo. Resoplo, intentando no reír ante su descaro. —No soy una máquina —le recuerdo, aunque en el fondo me provoca una mezcla de diversión y deseo. —Está bien —parece pensarlo unos segundos—. Dormir, tener sexo somnoliento. —Eres incorregible —susurro, con una sonrisa traviesa. —¿Puedes culparme, mujer? No tengo suficiente de ti y quiero tenerte en todas las maneras posibles —su voz tiene un tono que hace que mi corazón se acelere, aunque debería poner distancia ante sus palabras. Debería salir corriendo, debería intentar controlar la situación, pero me encuentro levantándome en puntillas y dejando un beso en sus labios. La intensidad de su contacto hace que todo lo demás desaparezca; la cocina, la ciudad y todo se reduce a nosotros dos. —Pasemos el día solos —susurro, entregándome a la idea de perderme en él sin prisa ni interrupciones. —¿Ves? No es tan difícil —murmura, guiñándome un ojo mientras se aleja unos pasos, como celebrando nuestra complicidad silenciosa.
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