POV KILLIAN (IRLANDES)
2 AÑOS ANTES.
—Tu objetivo.
Mi jefe deja sobre la mesa un expediente.
El sonido seco del cartón golpeando el metal resuena en la sala vacía, haciendo eco entre las paredes grises. El lugar huele a café recalentado y tinta de impresora. En la esquina, el reloj marca las dos y diecisiete de la mañana, y el zumbido de los fluorescentes es lo único que nos acompaña. Las noches en la Agencia siempre tienen esta calma tensa, como el silencio antes de un disparo.
—Petrovik. Líder de la segunda Bratva más grande del país. Su objetivo es agregar un nuevo territorio, apoderarse de Nueva Orleans.
Levanto la vista. Mi jefe, el director Crawford, me observa con el mismo gesto pétreo de siempre. Lleva cuarenta años sirviendo al país, y parece hecho del mismo acero que usa para endurecer a sus agentes. Habla sin emoción y sin una pizca de duda. Solo hechos, misiones y cadáveres necesarios.
—El muelle es el más codiciado —murmuró abriendo el expediente—. Sabe quién opera allí, ¿no?
Crawford asiente apenas, y se cruza de brazos.
—La Yizmal.
El nombre cae entre nosotros con el peso de un secreto. La mayoría de los hombres en esta oficina ha oído hablar de ella, pero pocos han tenido el valor —o la mala suerte— de verla en persona. Yo sí. Aunque fue a distancia, lo suficiente para entender por qué todos le temen.
—Exacto.
—La mujer es tan escurridiza —dice con exasperación y me mira atentamente—. Agente, Collins. Su prioridad es entregar al ruso o, en su defecto, dada las circunstancias, acabar con él —titubea—. Pero, si la Yizmal cae en el proceso, serías ascendido.
—Tendrá ambas cabezas sobre la mesa, señor.
—Confío en eso. Te escogí porque eres el mejor activo que tenemos. Estudia el expediente, saldrás a tu misión esta misma noche, vas a adentrarte en la ciudad.
Con esas palabras, se retira. El sonido de sus zapatos alejándose por el pasillo retumba en el silencio. La puerta se cierra, y quedo solo con el folder frente a mí.
Dentro hay fotografías, reportes, extractos de inteligencia, copias de transferencias bancarias. Cada página es una historia de poder, sangre y dinero. Petrovik ha movido sus piezas con precisión quirúrgica. Control de armas, tráfico de información y una red que se extiende hasta el Caribe. Sin embargo, todo apunta al mismo lugar. Los muelles de Nueva Orleans.
Pero entre los documentos, hay algo más. Una fotografía y no puedo evitar mirarla. Una mujer de pie, con un vestido blanco que contrasta con la oscuridad de los hombres que la rodean. El escote profundo revela una seguridad que no necesita armas. Sus labios rojos son un desafío y su mirada, una sentencia.
La Yizmal.
Su reputación la precede. Manipuladora, letal e impredecible. Dicen que tiene una mente de estratega y un corazón de hielo. Que su voz puede convencer a un asesino de bajar el arma y rendirse fácilmente sus pies.
Ella nunca falla.
—Tan hermosa como letal —susurro.
El sonido de mi propia voz me sorprende. Me recuesto en la silla de metal. La superficie fría me recuerda dónde estoy, quién soy. Un agente del gobierno, un soldado de las sombras. No un hombre que se detiene a admirar un posible objetivo.
Respiro hondo.
Soy un hombre que sirve a su país. Mi lealtad está clara, grabada a fuego desde el día que firmé mi contrato con sangre y obediencia. Y voy a tener a esos dos criminales tras las rejas… o bajo tierra.
Dos pájaros de un tiro.
PRESENTE.
He cumplido a medias mi trabajo. Hoy, acabé con el ruso. Trabajé dos años en adentrarme en esta ciudad, estuve dos años en esa maldita jaula haciéndome un nombre y esperando el momento mi oportunidad para acercarme al ruso o a la Yizmal porque sabía que ella me llevaría a él. Y cuando conocí a Aurelia, nada fue lo que esperé.
Pero Aurelia ha descubierto quién soy en realidad.
¡Joder!
La maldita adrenalina todavía corre por mis venas, mezclada con el miedo que no quiero admitir. El olor a pólvora sigue en el aire, impregnado en mi ropa, en mis manos y en mis recuerdos. Todo el operativo se fue al infierno en cuestión de minutos. Petrovik cayó, eso es un hecho. Pero el precio que pagué fue verla mirarme con esos ojos cargados de traición.
Estuve a punto de perderla, y eso no lo voy a permitir.
Ella es más de lo que creí. Mucho más. Detrás de esa fachada de mujer de aspecto inalcanzable, de reina criminal que dirige su organización con mano de hierro, hay una mujer sumida en carencias afectivas y en cicatrices que el poder no ha podido borrar. En ella conviven el hielo y el fuego. Es peligrosa, sí, pero también frágil, aunque jamás lo admitiría. Y qué me aspen si cree que voy a perder de vista su trasero.
Sé que, en este momento, me odia. Odia mi nombre, mi voz y mi existencia. Odia haber confiado en mí. Pero me voy a encargar de que me perdone. No importa cuánto tiempo tome, ni cuántas veces intente matarme antes de hacerlo.
La miro dormir bajo los efectos del sedante que Morris le ha dado. El médico improvisado de su equipo llegó poco después de que ella cayera inconsciente en mis brazos, desangrándose. Aún puedo sentir el peso de su cuerpo y el calor que se escapa de ella mientras trataba de mantenerla con vida.
Luego de administrarle sangre, el mismo Morris ha salido en busca de refuerzos, y yo me quedo velando su sueño.
Mi mujer.
Sí. Aurelia es mi mujer, aunque todavía no lo acepté. Y quiero escucharla, contradecirme y maldecirme, para demostrarle que es mía. No importa lo que diga, no importa lo que crea. Yo también puedo ser irracional cuando se trata de ella. El reloj marca las tres y media de la madrugada. Afuera llueve, y las gotas golpean las ventanas del departamento donde estamos en resguardo. Cada sonido del viento se mezcla con el ritmo irregular de su respiración. La habitación está en penumbra e iluminada apenas por la luz amarillenta de una lámpara de escritorio que parpadea.
Ella se remueve entre las sábanas, hace una mueca y gime por el dolor. Me pongo de pie de inmediato y me siento en la cama, junto a ella. Cuando sus ojos se abren y me miran, al principio veo confusión. Su mirada vaga por el techo, intentando ubicarse, tratando de recordar dónde está, quién soy. Pero poco a poco, veo cómo sus ojos se enfocan y revelan la tormenta de emociones que lleva dentro.
Irá.
Decepción.
Tristeza.
Cada una de ellas me atraviesa como un disparo. Ella se remueve, intentando incorporarse.
—Debes permanecer en la cama.
—No me hables —dice entre dientes—. ¿Qué demonios haces aquí?
—Estoy donde quiero y debo.
Ella sonríe con amargura. Esa sonrisa es un arma más filosa que cualquier cuchillo.
—Tu lugar es en Washington junto a los que quieren mi cabeza.
Tomo su rostro con ambas manos y la obligo a mirarme. Ella intenta zafarse, pero el dolor la paraliza. Puedo sentir cómo su cuerpo tiembla, cómo reprime un gemido que no es solo físico, sino emocional.
—Déjame —sisea—. Morris, llama Morris.
—No está. Te dejo a mi cuidado.
—¡Maldición!
—No voy a hacerte daño, cariño —susurró.
Sus ojos brillan con rabia. Esa palabra —cariño— parece quemarla viva.
—No me llames cariño —Escupe con cólera—. ¡No soy nada tuyo! ¡Mentiroso de mierda!
—Te jodes. Me vas a escuchar — la corto en tono serio. —Me atraviesa con la mirada, y por un instante siento que, si pudiera, me arrancaría el corazón con las manos. —Sí. Soy agente del FBI. Ya lo sabes, igual que sabes que me enamoré de ti.
—¡Por favor! ¿De verdad crees que voy a creerte?
Aprieto los dientes. Cuento hasta diez para no perder la calma. Ella me saca de quicio, me desarma y me destruye con una sola frase.
—Si fuera mentira, te habría enviado a la cárcel o te habría metido un tiro.
Me golpea, cabreada, sin importarle el dolor de sus heridas. Sus manos son débiles, pero su furia no.
—Me mentiste —farfulla entre dientes —. ¡Confíe en ti! Puse a mi gente en riesgo —me fulmina con la mirada—. ¿Puedes entenderlo?
Se toca el costado, y su respiración se vuelve entrecortada.
—No pienso hacerte daño —espeto en voz baja —. Menos voy a entregarte.
—No te creo —escupe las palabras como si le doliera más que la herida en su costado.
—Bien. Si no lo haces, haz lo que sabes hacer —me levanto de la cama y saco mi arma de la cinturilla de mis vaqueros. Entonces, la sostengo por el cañón y se la tiendo. —Si no me crees, entonces dispara la puta arma, Aurelia. Termina lo que pensabas hacer cuando entré.
Ella la toma sin dejar de mirarme, y veo cómo el shock la atraviesa. No esperaba que le diera la opción. No esperaba verme tan vulnerable. Abro los brazos cuando levanta el arma y me apunta.
—Mirame, Aurelia. Soy el mismo hombre que conociste. Hace mucho decidí de qué lado estaba. Y, si tengo que traicionar a mis superiores y mi país por estar contigo, es lo que voy a hacer. No me importa —la veo titubear —. Eres más importante que todo eso.
El aire se vuelve denso y el silencio cae sobre nosotros como una losa. Solo escucho el goteo de la lluvia afuera, el zumbido eléctrico de la lámpara, y nuestros corazones latiendo desbocados. Ella tiembla. Lo veo en su mano. El arma baja unos centímetros y sube otra vez. Y finalmente, después de unos segundos que me parecen eternos, la deja caer lentamente.
—No voy a matarte — susurra—. Eso sería una salida muy fácil para ti.
— Aurelia...
— Yizmal. Para ti soy la Yizmal —anuncia con dureza, dejando el arma en la mesa de noche.
Y, una mierda.
—No vas a delegarme a ser uno más —replicó entre dientes.
Ella levanta la barbilla con obstinación. Esa arrogancia suya, que incluso herida, me fascina.
—Nunca has sido más.
Me inclino sobre ella, tan cerca que puedo oler su perfume mezclado con el sudor y la sangre seca.
—Tendrás que matarme y echarme al pantano antes de que te deje escapar —no dice nada—. No me delegues de tu vida porque ambos sabemos lo que sentimos por el otro, y no estás en condiciones de luchar.
—¿Qué has dicho? —murmura de repente.
—Que no estás en condiciones de luchar.
Levanta la mano y niega.
—Lo primero. Has dicho, pantano —se queda pensando un momento —. ¡Hijo de puta!
—¿Qué? —frunzo el ceño.
—Dame un teléfono.
—Aurelia…
Ella me fulmina con sus ojos.
—¡Dame un maldito teléfono! Esto es serio.
De mala gana, se lo doy, la veo marcar el número y espera.
—Morris. Sé dónde se esconde el mexicano —dice en modo de saludo—, sí —rueda los ojos —estoy bien —entonces me mira—. El irlandés me está cuidando —la última palabra la dice con ironía. —Escucha y veo la exasperación en su rostro. —Cállate de una vez por todas, ¡joder! —hace una mueca cuando grita lo último —. El pantano. No lo hemos buscado en el pantano. Ese hijo de puta está escondido allí. Por eso no lo encontramos y escapa con facilidad.
Escucha lo que Morris dice antes de asentir como si él pudiera verlo.
—Ven por mí —ordena en un tono que no deja espacio para negativas —. Sí, dije que vengas por mí.
Con eso cuelga.
—No puedes levantarte —gruño.
—Mírame —dice. Arroja el móvil y se pone de pie, pero las piernas le fallan y la tomo apenas.
—Perdiste mucha sangre y estás convaleciente —asevero—. El mexicano puede esperar un par de días.
—Dije que no.
—No pongas a prueba mi resiliencia, Aurelia. Porque vas a topar con pared.
Quien crea que Aurelia es una blanda está muy equivocado. La mujer tiene más agallas que cualquier hombre que haya conocido. Y eso, muchas veces, puede ser peligroso. La sostengo contra mi pecho. Su cuerpo tiembla, pero sus ojos arden con determinación. La conozco. No hay bala, traición o herida que la detenga. Y sé que cuando ponga un pie fuera de esta cama, el infierno se abrirá para el mexicano… y probablemente también para mí.
La dejo recostarse de nuevo, a pesar de sus protestas. Sus labios se aprietan con rabia y su respiración es un rugido contenido.
—Te vas a matar si sigues así —murmuro.
Ella gira el rostro hacia mí con los ojos llenos de fuego.
—Prefiero morir peleando que vivir escondida.
No digo nada. Solo la observo. Hay algo en su mirada que me recuerda porque caí en este abismo con ella. No es solo deseo. Es esa maldita fuerza que tiene y ese brillo que no se apaga, aunque la vida intente aplastarla.
—Vas a necesitarme —digo en voz baja.
—No necesito a nadie.
—Mientes. —Me inclino al punto de casi rozar sus labios. — Porque yo sí te necesito a ti.
Ella no responde, pero sus ojos tiemblan apenas. Lo suficiente para que sepa que la grieta está ahí, que aún no me ha cerrado del todo la puerta. La dejo dormir otra vez. Me quedo velando su sueño, observando cómo el sueño la vence lentamente, cómo sus manos se relajan sobre la sábana.
Y entonces lo entiendo. Esta mujer, con todos sus demonios, se ha convertido en mi debilidad y en mi condena. Mañana, cuando despierte, volverá a ser la Yizmal dura, fría e imparable.
Pero esta noche, mientras duerme, puedo seguir creyendo que me pertenece.
Y aunque me odie, aunque me maldiga y aunque me dispare algún día, no pienso dejarla ir.
Nunca.