Dejo la ciudad de Nueva York, sintiéndome satisfecha, como quien apaga una luz después de conseguir lo que quería. No es una satisfacción alegre. Es más bien fría y efectiva, la clase que nace cuando alguien te regala ventaja y tú entiendes exactamente cómo usarla. Tengo un aliado. Tanto es así que me cedió su avión privado y me ahorró las quejas de Morris. Todos sabrán a quién pertenece.
Una declaración a toda regla.
Pero hay un sabor amargo que no se va con el despegue. La esposa de Arslan, Edén, perdió a su madre a manos de London. El pensamiento queda pegado en mi garganta como una hoja húmeda. No logro desprenderme de la imagen de Edén sucumbiendo a un limbo que huele a noche perpetua; la veo encerrada en un cuarto donde el tiempo dejó de pasar. Fue un golpe directo a Arslan y a su organización, un corte que sangra y que traerá consecuencias.
—Cannon se ha ido a Texas. Dice que conoce a alguien que puede darnos la información que Arslan necesita —la voz de Morris me devuelve al presente.
Lo miro desde mi asiento. La luz del interior de la cabina cae sobre su barba como un barniz. Sus palabras rebotan en mi cerebro y se amoldan a los planes que aún no he terminado de trazar.
—Lo que han hecho ha sido una afrenta que Arslan no va a olvidar —murmuró, sin construir esperanzas, solo constatando. —Asiente. Morris mira por encima de mi hombro y sé que está viendo al irlandés. Su perfil inmóvil parece tallado en piedra. —Deja de comerte la cabeza —digo en tono sereno, pero bajo la calma hay una cuerda tensándose.
—Sabes, cuando Ciaran te vio en el club, supe que lo habías atrapado —dice Morris sin poder evitar un dejo de orgullo—. Él te siguió cuando te dirigías al baño —sonríe con una mueca fría—. Que tropezaran no fue casualidad… Durante días torturamos a Andrew.
—¿Qué dices? —mi voz corta la bruma que comenzaba a formarse.
—El mismo se encargó de cerrarle la boca. No sin antes restregarle en la cara que te habías convertido en su mujer. —Las palabras son un golpe. Tengo memoria de esos días, pero jamás pensé que mentiras Ciaran se metía bajo mi piel y torturaba a Andrew. —Tal vez no sea nada o mucho —continúa y se encoge de hombros—. Estamos en guerra y necesitas mantener la cabeza fría. Así como Ciaran lo hacía aún en las peores situaciones.
—Lo hago —replico, con una certeza absoluta.
—Me alegra escuchar eso —murmura, seco, y se levanta.
—Morris —lo llamo.
Me mira.
—En cuanto aterricemos, dile al alcalde que necesito respuestas —ordenó, alzando la voz lo suficiente para que sea una orden difícil de ignorar—. Dile que lo espero esta noche.
Morris sonríe —esa sonrisa que ya conozco, la que acompaña a órdenes que se cumplirán.
—Como órdenes.
Se aleja, y segundos después el irlandés toma asiento frente a mí. Su presencia es como un animal al acecho: contenido y peligroso.
—¿De verdad vas a recibir al alcalde? —inquiere y veo cómo su rostro se tensa.
—¿Hay algún problema con eso? —pregunto, ladeando la cabeza—. Máximo Donovan es un hombre rico en conocimiento y útil para todos.
—A costa de una noche contigo —su voz suena como hielo raspado.
—No es asunto tuyo —respondo sin esconder la dureza en mi tono.
Se endereza, aceptando la refriega silenciosa.
—Tienes razón —susurra—. Permiso, Yizmal.
Me quedo en mi asiento un momento más, mirando la pequeña ventanilla por la que la ciudad se vuelve un retazo de luces. Nunca he mentido sobre lo que soy ni sobre lo que puedo hacer para permanecer en el poder. La copa de vino en mi mano hace de ancla; doy un sorbo y deslizo los pensamientos hacia un lugar donde el irlandés no esté siempre presente, aunque sé que es imposible.
**
Frente al espejo del tocador, miro mi reflejo que me devuelve una figura fría envuelta en seda y sombra. Arreglo mi cabello hacia atrás; cae en ondas suaves que atrapan la luz como un veneno brillante. Paso los dedos por el corsé n***o, ajustado y necesario; las medias de seda son una promesa y una armadura a la vez. Encima, una bata de encaje abierta que no es protección sino teatro. Un golpe de perfume que cuelga en el aire como una firma, y salgo del cuarto con pasos medidos.
El club está abierto de nuevo. Decidimos reabrirlo, porque la imprudencia también es estrategia. Debemos mostrar fuerza, mostrar que no nos amedrentan. Lo noto en el murmullo de la música, en el chocar de copas y en la puntualidad de mis hombres. La hielera ofrece un sonido frío; tomo un trago que baja como un gas en llamas por la garganta.
Tengo todo dispuesto. Los guardias parecen sombras sin rostro. Todo funciona con la precisión de un reloj hecho para la guerra. Un toque en la puerta acelera un latido que no debía haber cambiado mis planes, pero cambia.
Ha llegado.
—Adelante —digo con la voz templada.
Me giro y entonces lo veo en el umbral. Máximo Donovan, con su semblante de político y sus ojos de calculador. Detrás, el irlandés permanece como escolta muda y la mandíbula apretada, la mirada fija en un punto en que no soy yo. No me mira, pero su tensión me atraviesa.
—Aurelia —dice Máximo, pronunciando mi nombre como quien abre una puerta.
—Donovan —respondo con una sonrisa estudiada y afilada.
Da un paso hacia mí; su proximidad huele a whisky caro y ambición antigua. Mis ojos se cruzan con los del irlandés por un segundo y la frialdad que encuentro me sorprende. Es como si no hubiera sitio para mí entre ellos dos. Un tercero, un testigo.
—Supongo que, si decides aceptar mi invitación esta noche, es porque tienes algo de lo que quiero —hablo caminando por la habitación como si cada palabra pesara. Al tiempo que la puerta se cierra u quedamos a solas.
—No es tan fácil —murmura, evitando mirarme.
—Eres un pésimo mentiroso para ser político, Máximo —inclino la cabeza, disfrutando del desnivel—. Necesito que decidas de qué lado estás.
Su respuesta es avanzar y tomarme de la barbilla con la confianza de quien pide y exige a la vez. Me besa con fiereza. Respondo por inercia, por estrategia, por una necesidad de demostrar que sigo en control. Sus manos me recorren y me empuja hasta la cama de dosel; la habitación se vuelve un escenario cerrado. Pero algo se quiebra dentro de mí. La escena, la repetición del guion que tantas veces me ha dejado cicatrices, me paraliza desde la raíz. No será la primera vez y no será la última, pero ahora se siente diferente. Una línea que no quiero cruzar por motivos que voy aprendiendo a nombrar a voces bajas.
Máximo pasa su lengua del valle de mi pecho al cuello y mi piel responde con un repudio visceral. Un recuerdo punzante de manos que no piden permiso, la humillación en nombre del deseo. Todo eso sube a mi garganta como bilis.
—Detente, Máximo —digo con voz entrecortada.
—¿Qué? —responde, confuso, como si sus manos sobre mí son un derecho ganado.
—Dije que te detengas.
—No me pidas eso, no cuando te tengo así —respira con dificultad—. Eres mi debilidad, Aurelia. Te deseo desde que Ciaran te presentó como su mujer. —Mi mente se apaga un instante y luego saltan chispas de rabia. Lo golpeo con un manotazo, un reflejo que no pide permiso. Él reacciona con sorpresa y un desdén que busca intimidar. Sus palabras se enroscan como serpientes. —Hace falta más que un trozo para saciar el deseo que arde en mi interior por ti —murmura, y el filo de su intención explota en el contacto; siento la dureza de su cuerpo.
—No me hagas enojar, Máximo. Porque no seré condescendiente —siseo, con el orgullo en llamas.
Enfurecida por mi propia falibilidad —por haber querido demostrar algo a Morris, por demostrar que irlandés no me posee con gestos— me doy cuenta de que no puedo permitirme esa vulnerabilidad. ¿En qué coño estaba pensando? Por supuesto, la intención era demostrar; era probarme y probar a los demás que no soy objeto. Pero en el centro de ese mantra hay algo más. Una necesidad que nadie debe dictarme.
Máximo baja la cabeza, chupa el lóbulo de mi oreja como dueño del mundo; la asquerosa cercanía me dibuja náuseas.
—¡Basta! —lo empujo con violencia. Cae de lado y el aire en la habitación se vuelve más áspero.
Me levanto con movimientos rápidos y calculados, voy hacia la cómoda donde está el botón para llamar a mi guardia. Mis dedos apenas rozan la madera cuando Máximo me agarra del cabello con rudeza. El ardor sube de inmediato por mi cuerpo. Rabia, miedo y memoria.
—¿Qué cojones te pasa? —gruño llena de cólera.
—Pasa que la Yizmal es una perra que se cree que puede manejarme como su maldito perro faldero —responde él, su voz, un rasguño.
—¡Jódete, Máximo! —reviro, forcejeando contra su agarre y luchando por llegar al botón—. No eres nada sin mí. Y esto no te lo voy a perdonar.
—Verás cómo en un momento cambiarás de opinión —sisea, antes de arrojarme de mala manera sobre la cama con tal fuerza que la cama vibra.
Se mete entre mis piernas y me restringe como si mis patadas fueran irrelevantes. Y entonces sucede. Hago algo que no hacía desde hacía años, no desde que Andrew me enseñó que el dolor puede ser propiedad de otro.
Grito.
Grito con todo lo que soy, con la garganta rota y las costillas tensas. Pido ayuda con una voz aguda que corta la música del club. Antes de que pueda terminar, la mano de Máximo cierra mi cuello con la fuerza de un remolino. Entierro mis uñas en sus manos mientras lucho por llevar aire a mis pulmones. Muevo las piernas con un instinto animal y acierto a golpear donde duele. Es un golpe seco y preciso. Él chilla, me suelta y se retuerce al tiempo que jadeo mientras el aire vuelve a mí como agua fresca.
Entonces la puerta se abre de un golpe, como si la escena fuera el detonante de una jauría. Irlandés gruñe como un animal herido.
—¡Hijo de puta! —su voz suena en la habitación.
—¡Aurelia! —Morris aparece a mi lado en segundos, su figura amplia y práctica—. ¿Estás bien?
—¡Saca a esa mierda de aquí! —siseo, tosiendo, tomando aire.
Escucho un gemido cuando irlandés le propina un par de golpes en las costillas a Máximo, que cae retorciéndose. Mi mundo se ordena en lo esencial. Respiración, pulso y realidad.
—Irlandés —lo llamo y este levanta la mirada. —Solo saque a ese imbécil de aquí.
Asiente sin palabras y sale de la habitación con la precisión de un verdugo. Aparecen un par de hombres más, agarran al alcalde y lo arrastran sin miramientos. Quedo sola con Morris, que me inspecciona con una mezcla de rabia contenida y preocupación.
—¿Qué coño sucedió? —pregunta.
—No quise abrirme de piernas para él —suelto en voz baja, una verdad mínima y salvadora.
—Pero...
—¡Simplemente, no quise! —lo miro, fulminándolo con la mirada—. ¿Es difícil de entender? —siseo.
Niega con la cabeza, confundido por la claridad de mi repudio.
—No. Por supuesto que no. Es solo que... —titubea—. Es el alcalde de la ciudad.
—Y yo. ¡La maldita dueña de sus culos! —gruño, con la venada ironía que ya es costumbre—. Déjame sola.
—Aurelia —dice, con la voz, haciendo un esfuerzo por mantener la calma.
—¡¿Acaso hablo en mandarín?! Pues nadie parece entender lo que digo —escupo, intento contener mi ira.
Morris respira hondo, pero sé que su cabeza ya trazando planes como si la herida fuera un mapa.
—Me ocuparé de que nada de esto se sepa y voy a tratar de calmar al hombre.
—Lo que debería es meterle un tiro —murmuró con frialdad.
—Sería una locura —responde Morris, siempre el contrapeso.
—En realidad sería la mejor solución —meditó en voz alta—. Eso atraerá toda la atención a lo ocurrido y podré hacer mi jugada, eliminando al ruso y al mexicano.
Morris entiende al instante lo que pretendo y asiente, lento pero comprensivo.
—No es momento —dice, finalmente.
—Lo sé —digo de mala gana—. Pero ese hombre ya es comida de buitres.
Morris asiente de nuevo, siguiendo la corriente de mi pensamiento.
—Te dejo para que descanses —dice, dándole una mirada al irlandés que ha vuelto a entrar en la habitación.
El irlandés titubea un poco; su mirada se suaviza por un instante y me mira como si la pregunta fuera evidente.
—Quédate, por favor —pido, sin adornos.
Morris frunce el ceño, pero no dice nada y sale cerrando la puerta con el protocolo de quien protege, lo que entiende que no puede controlar solo.
—¿Estás bien? —pregunta, acercándose con cautela.
—Sí. Solo fue un susto —mi respuesta es una capa protectora; no digo que los sustos me conocen demasiado bien.
—Ese hombre te atacó.
Me encojo de hombros, como quien minimiza una batalla que sabe que ganó por poco. Lo miro a los ojos, buscando en sus rasgos la aprobación o la condena. Sus fosas nasales se expanden por la ira contenida que se dibuja.
—No hizo nada que no hubiera sentido antes —confieso con voz baja, sin pedir compasión.
En su cara se refleja un cabreo que no intenta ocultar. Cauteloso, se sienta a mi lado y alarga la mano.
—¿Puedo? —pregunta con esa mezcla de pregunta y mandato que lo define.
—No me trates como una estúpida, irlandés —digo, aun con la sangre caliente—. Soy más fuerte que un altercado con un pendejo que se cree que puede dominarme.
Me fulmina con la mirada, pero a la vez se acerca y me acaricia el rostro. Su mano baja hasta mi cuello; el gesto es tierno, como si intentara borrar el dolor con la misma calma con que se aplica un sedante.
—¿Está mal que tenga deseos de besarte después de lo que acaba de pasar? —dice bajito, la pregunta siendo casi una súplica.
—Hazlo —respondo sin pensarlo.
Se inclina y lo hace. Y lo hace bien. Sus labios son un ancla, una promesa distinta a las de Máximo. Este beso no exige y no invade… protege. Me aferro a él como quien se aferra a una cuerda lanzada desde un puente en caída.
La habitación respira con nosotros. Afuera la música y las copas siguen chasqueando, y el club late como un corazón acostumbrado a la violencia. Pero dentro, hay una tregua pequeña, afilada y necesaria; un respiro que, sé, voy a utilizar para planear la siguiente jugada.