Hoy es el día en que Máximo Donovan, va a pagar su afrenta hacia mí.
El día de hoy, Nueva Orleans verá cómo su alcalde es dado de baja. Y a más de uno le va a recordar que soy la dueña de esta ciudad, soy quien pone y dispone de todos. Mi nombre pesa más que cualquier ley escrita, más que las palabras vacías que pronuncian en los despachos o los templos. Esta ciudad me pertenece, desde sus callejones húmedos hasta los pent-houses más caros.
Haré de Máximo un ejemplo público de lo que puede llegar a pasarle a quienes eligen el bando equivocado. Eso, y por lo que intentó hacerme aquella noche, cuando creía que podía tenerme cuando él quisiera sucumbir a su deseo más visceral. Aún puedo sentir su mano sobre mi cuerpo sin permiso, su aliento cargado de poder y arrogancia, y el fuego que se encendió en mí cuando lo rechacé. Desde entonces, su destino quedó sellado.
La puerta de mi oficina en el club se abre, interrumpiendo mis pensamientos. Killian aparece con una sonrisa genuina, esa que siempre lleva cuando algo le sale bien.
—¿Sucede algo?
Niega con la cabeza y se acerca hasta mí. El aroma a whisky y cuero lo precede. Deja un beso suave en mis labios, una costumbre que se ha vuelto tan natural entre nosotros que ya no sé si es cariño, costumbre o una forma de sellar acuerdos silenciosos.
—Si estás feliz. Es porque tus ganancias fueron geniales.
—Las mejores — dice.
Su voz suena ronca, aún algo afectada por los golpes del combate de la noche anterior. Aún pueden verse algunas marcas en su rostro, moretones que asoman bajo la piel. Pero ya ha pasado lo suficiente para que el orgullo haya reemplazado el dolor. Al final, su contrincante terminó el doble de mal.
—Bueno, Morris está muy feliz porque le hiciste ganar una buena cantidad. —Se sienta sobre el escritorio, dejando el peso de su cuerpo justo frente a mí, observándome en silencio. Sus ojos azules tienen ese brillo inquieto que suele aparecer cuando algo lo perturba. — ¿Qué? — pregunto, cruzando una pierna sobre la otra.
—¿Estás cien por ciento segura del golpe que vas a dar hoy? — dice, con un tono no muy convencido.
—Lo estoy — asiento, y me reclino en mi silla de cuero. La luz del ventanal cae sobre mi rostro y la ciudad se refleja en el cristal detrás de mí, como un recordatorio constante del territorio que domino. —Máximo ha violado mi confianza, me ha intentado forzar a acostarme con él y está conspirando con mis enemigos para derrocarme.
—Lo sé. Pero eso pondrá una diana en tu espalda.
Sonrío. Esa clase de advertencias ya no me asustan; si algo he aprendido en este mundo es que el miedo es solo una herramienta.
—No. Eso les dejará claro a más de uno que conmigo, no se juega. No llevo muy bien las traiciones.
—Creo que nadie lo hace — espeta en tono seco.
Frunzo el ceño, intentando descifrar si hay reproche en sus palabras.
—¿Te molesta lo que voy a hacer?
—¿La verdad? — asiento. — No. Solo me preocupo por ti, si estás bien con eso. Yo lo estoy.
Asiento en silencio, procesando sus palabras. No necesito su aprobación, pero me reconforta saber que no se interpondrá.
—La idea es aprovechar el desafortunado hecho y poder tenderle la trampa al ruso y al mexicano. Es hora de terminar con ese par de una vez por todas.
Mis palabras caen como una sentencia. Me pongo de pie y ajusto mi vestido corte recto, de tela espesa y color vino, con escote cuadrado que deja la piel suficiente para distraer, pero no para invitar.
—¿Quieres acompañarme al acontecimiento?
Sonríe, esa sonrisa ladeada que es mitad burla y mitad deseo.
—No me lo perdería por nada. — Replica —Pero, esta noche eres mía. Así que no hagas planes.
—Suena divertido — espeto riendo.
Salimos de la oficina, dejando atrás el olor a whisky, tabaco y madera encerada. El club está medio vacío; es temprano aún, y las luces rojas y doradas se mantienen bajas. A lo lejos, se escucha el suave compás de un saxofón que alguien afina.
Nos encontramos a Morris en la entrada, esperando. Viste un traje oscuro, camisa negra, corbata delgada. Siempre parece recién salido de una película de mafiosos de los años cincuenta.
—¿Todo bien? — inquiero, llegando hasta él con irlandés muy cerca de mí.
—Todos están en sus puestos — me da una sonrisa del gato de Cheshire, en Alicia, en el país de las maravillas. ¿Qué mejor manera de ver caer al alcalde que junto a la cúpula de traidores que lo rodean? — Estás consciente de que, al hacerlo, estarás poniéndote en riesgo.
—Estaré dejando claro quién es la única a quien debe su lealtad —replicó —ahora. Vamos, que no quiero llegar tarde a la ejecución de ese hijo de perra.
—¿El fiscal...?
—El fiscal — lo corto — sabrá que, si quiere ascender, debe mantenerse ciego ante mis decisiones.
Asiente. No hace falta decir más. Morris conoce el valor de las alianzas compradas y de los favores que pesan más que los juramentos.
—Andando — murmura.
El aire fuera del club huele a humedad, a noche vieja y promesas rotas. Nueva Orleans siempre tiene esa mezcla de decadencia y belleza que la hace parecer un escenario. Se supone que Máximo Donovan hará una presentación a los medios sobre el Mardi Gras de este año. Algunos podrían pensar que arruinaré un evento importante, pero la verdad es que esta ciudad no se detiene por un muerto, mucho menos si ese muerto es un corrupto. El dinero seguirá fluyendo, las máscaras seguirán bailando, y los pecados volverán a llenar las calles cuando caiga la noche.
Media hora después, llegamos al salón del evento ubicado en The Ritz. Todo está impecable: luces cálidas, alfombra color marfil, candelabros antiguos que brillan como soles invertidos. Las cámaras están listas, los periodistas revisan sus notas, y el murmullo general llena el ambiente con una tensión eléctrica.
No es sorprendente verme aquí. Para los medios, soy una benefactora, una gran contribuyente a la preservación cultural e histórica de la ciudad. Una mujer poderosa, elegante y respetada. Para los ignorantes, soy solo la viuda afortunada que heredó millones tras la misteriosa muerte de su esposo. Una vez en el lugar, me siento junto a diversos personajes de la política y la élite económica local. Sus perfumes se mezclan en el aire, sofocantes. Hablan de negocios, de arte y de donaciones; de todo menos de la podredumbre que todos conocemos, pero fingimos no oler.
A cierta distancia, Morris e irlandés se ubican como parte del público presente. Son mis sombras, siempre atentos y siempre listos. Estoy mirando al frente, como el resto, a la espera de que el glorioso alcalde aparezca, cuando alguien ocupa la silla junto a mí.
—Eres como un regalo para mis ojos.
Sonrío con diversión ante las palabras de Adrien Roux, el fiscal del distrito. Su voz arrastra ese acento francés que aún conserva de sus abuelos, y su mirada tiene el brillo de quien sabe más de lo que debería.
—Hace mucho que no te veo por el club — digo en modo de saludo—. ¿Acaso, Karen, no te ha atendido bien? O ¿Alguna de mis chicas?
Ríe en voz baja, con elegancia.
—Para nada. Solo he tenido mucho trabajo.
—Supongo que te refieres a que no has descansado buscando al ruso y el mexicano.
—Aurelia —su tono es de advertencia.
—Cuéntame.
—Están bien escondidos — dice entre dientes—. No he dado con ellos.
—No será acaso que, tienen de su lado a alguien que les protege. — Hablo con calma, sin dejar de mirar al frente.
—Tal vez.
El silencio cae entre los dos, denso como el humo, cuando los aplausos se hacen presentes. Todos se levantan a recibir al alcalde. Máximo Donovan sube al estrado con su habitual aire de suficiencia. Su traje gris claro, perfectamente planchado, refleja las luces del escenario. Su sonrisa es la de siempre: falsa, arrogante y acostumbrada a que todos le crean.
—Gracias a todos por venir — barre el salón con la mirada y cuando sus ojos me encuentran, se detiene un segundo. Me mira con nerviosismo. Sin embargo, mi mirada es plana, como el filo de una navaja. — Como sabrán, en una semana daremos inicio al festejo anual que nos caracteriza como habitantes de esta hermosa parte del país. —Se aclara la garganta y continúa —lo que tenemos preparado para esta fiesta, los dejará con la boca abierta y reafirmará que Nueva Orleans sigue marcando precedencia en este tipo de celebración.
Las personas están tan embelesadas con sus palabras vacías que nadie nota lo que ocurre. Un murmullo leve, un sonido breve, casi imperceptible.
Y entonces, el disparo.
En un minuto, Máximo está dando su discurso y al siguiente, cae al piso con un disparo silencioso en la cabeza. Solo el sonido del cristal estallando en el fondo del salón revela la magnitud del acto. El grito ahogado de una mujer y el eco seco del cuerpo al chocar contra el suelo.
Entonces el caos estalla.
—¡Mierda! — Adrien, a mi lado, susurra al tiempo que se levanta.
—¡¿Qué coño?! — digo fingiendo sorpresa.
La seguridad del alcalde corre hacia él, los periodistas se levantan y las cámaras giran como si buscaran un ángulo imposible para capturar el horror.
—¡Mantente abajo, Aurelia! — gruñe Adrien tirando de mí al suelo.
Las luces parpadean. El murmullo se convierte en gritos, y los asistentes se lanzan al suelo o corren hacia las salidas.
—¡Aurelia! —El irlandés llega hasta mí, actuando como si estuviera nervioso.
— Estoy bien —digo lo suficientemente alto para que Adrien escuche.
Morris se abre paso entre la multitud, empujando a los que estorban.
— Salgamos de aquí — dice con voz firme, tomándome del brazo y haciendo que me ponga de pie.
—Sacala de aquí, ¡ahora! — espeta Adrien, sin asociarme al asesinato.
Perfecto.
Sin mirar atrás, salgo custodiada por el irlandés y Morris.
¡Han asesinado al alcalde! Es lo que repiten todos, en medio de la histeria, las lágrimas y el caos. Las sirenas se escuchan a lo lejos, acercándose. Afuera, la noche sigue intacta, como si nada hubiera ocurrido. La lluvia fina empieza a caer sobre los escalones del hotel, y el aire se llena del olor a pólvora y miedo.
Sin problema, llegamos al auto que se encuentra estacionado en la parte posterior del edificio. Morris abre la puerta y entra sin decir palabra. En cuestión de segundos, el vehículo se aleja de la escena.
— Diles a tus hombres que se han ganado un bono de la Yizmal.
— Así les haré saber.
Miro al frente con una sonrisa apenas perceptible, esa sonrisa que guarda más satisfacción que alegría.
—Por cierto, ¿estás preparada para mañana? —Asiento. —La reunión será al final de la tarde.
— Perfecto.
Ya he empezado y no voy a detenerme. Mañana será el día en que termine de deshacerme de la basura que está en mi patio. El motor ruge bajo la lluvia que empieza a caer. Las luces de la ciudad se reflejan sobre el parabrisas. Mi mirada se cruza con la del irlandés, que conduce en silencio, con el gesto tranquilo del que sabe guardar secretos. Sus ojos, sin embargo, me estudian en los reflejos del retrovisor. No hay juicio, solo reconocimiento.
Miro por la ventanilla y pienso que la reina de Nueva Orleans ha hecho su jugada. Y el tablero, por fin, empieza a teñirse de rojo.