Inevitables Encuentros

4671 Words
Inevitables Encuentros «Nada como un buen sueño para ver los problemas de una forma diferente» decía siempre mi abuelita, Mirta, frase que nunca había entendido hasta que desperté esta mañana, sintiéndome como un bebé luego de haber dormido como tal, tras despejar mi cabeza de tantas estupideces. Aún recordaba al chico de mirada asesina, por supuesto que sí, observándome como si yo fuera menos que la nada, pero, aquella imagen que le había arrancado algunas lágrimas a mis ojos durante la noche, hoy, esta linda mañana de Septiembre, parece solo una fotografía envejecida por el polvo y el tiempo. Mi ánimo es estupendo y mi espíritu aventurero y libre ha regresado. Y vigorizada por esas nuevas energías, tomo mi cómodo morral Puma y salgo de la residencia a eso de las 06:20 a.m., rumbo a la parada del autobús; ubicada en la esquina de la panadería las Mercedes frente al hospital. Durante todo el camino, obra de mi excelente humor, tarareo sin descanso la canción ‟Para Amarteˮ de Shakira que me fascina, y mientras lo hago, tecleo en mi resistente Sony Ericsson W580i al menos una docena de mensajes a mamá. Tengo que reportarme todos los días, ese fue uno de los acuerdos a los que tuve que acceder para que me dejara estudiar fuera de Calabozo, de lo contrario, su paranoia se dispararía y a media mañana lo más seguro es que tuviera a toda la policía buscándome. Abordo el transporte justo a las 06:40 a.m., y para mi alivio, Adriana y Diana, ya vienen en este. «¡Genial!» celebro al verlas, y avanzo hacia ellas por el largo pasillo abarrotado de estudiantes hasta el final, desde donde mis nuevas amigas, me hacen señas con sus manos. ― ¡Hola chicas! ― las saludo apenas las tengo cerca. ― ¡Hola Liz! ― me responden a coro. ― Pensamos que te habías quedado dormida ― agrega, Diana, sin pausa. ― Estaba escribiéndole a mamá por eso no te contesté ― le explico, ya que unos minutos antes, me había escrito un mensaje que no tuve oportunidad de responderle. ― ¿Ya te reportaste? ― se burla, Adriana, después. ― Sí ― le sonrío, y ella prosigue. ― ¿Investigaste los puntos que dejó la profesora Fernanda para hoy? ¡Rayos! Su pregunta, me deja descolocada. Ni siquiera recuerdo de qué fulanos puntos me habla. Apenada, la miro y le confieso. ― No, ni uno solo, lo olvidé por completo. ― ¡Tranquila! no fuiste la única que lo olvido ― me dice, con cierto tonito misterioso en su voz. ― ¡Ah no! ― reacciono, disimulando mi intriga. ― No, al parecer no eres la única que tiene la mente ocupada en otras cosas ― insinúa, mirando de soslayo a Diana quien al notarlo, le tuerce los ojos en respuesta y finge no haberla escuchado. « ¡Chanfle!» « ¿Qué rayos les pasa a estas dos?» ― ¿Tú tampoco investigaste nada, Diana? ― le pregunto con sutileza, evitando imitar el comportamiento indiscreto de Adriana. ― No me dio tiempo ― me confiesa, dedicándome una sonrisa gentil, en la que leo con claridad un enorme “gracias por no seguirle la corriente a esta loca”. ― Mejor di que no te dejaron ― pero, Adriana, suelta otro de sus comentarios mal intencionados, que termina acabando con la poca paciencia de, Diana. ― ¡Quieres dejar de ser tan boca floja! ― quien le reclama entre dientes, indignada. Lo que, contradictoriamente además provoca que la venenosa e intrigante lengua de su acusadora, se desate aún más. ― ¡Yaaaa, deja el drama! ¿Acaso tiene algo de malo que te gusta ese chico? « ¿Qué le pasa?» « ¡Qué no puede cerrar el pico!» « Aunque… ¡Ojojojojo!» « ¿Qué es lo que ha dicho?» « ¡¿Qué a Diana le gusta un chico?!» De pronto, un extraño vértigo, comienza a estrangularme el estómago al imaginar de quién, quizás, estén hablando. ― ¿En serio te gusta el novio de la desteñida esa? ― me horrorizo. Mi dramática reacción, aunque discreta, levanta algunas miradas alrededor y provoca una sonrisa malévola en los labios de arpía de Adriana. ― ¡Estás loca! ¡por supuesto que no! digo… nadie le quita lo papacito, pero como tú misma dijiste, no es mi tipo ― me asegura, la interpelada con los ojos como platos. « ¿Si no es él… entonces?» Tentada estoy de preguntarle, pero me contengo, suficiente ya tiene la pobre con soportar las impertinencias de, Adriana. ― Ese le gusta es a otra ― insinúa sisañosa la mentalizada, señalándome con el rabillo de sus ojos. Ahora, somos dos, quienes la miramos de mala gana, cosa que a la bruja de cabello borgoña parece importarle un semerendo pepino. « ¡Qué pesadita resultó la enana esta!» Sin pensármelo dos veces, despego mis labios dispuesta a soltarle una de mis acostumbradas frasecitas insignes, pero de pronto el transporte se detiene y el impulso del frenazo me desestabiliza, impidiéndomelo. Casi de inmediato, un tropel de estudiantes, sube al autobús y ocupa todo el espacio vacío al final del pasillo, aplastándome contra el vidrio de la puerta trasera de este. Parezco la propia sardina enlatada, cosa que me incomoda, y mucho, aunque luego de dos cuadras, prefiero ir atrapada entre aquel tumulto de brazos a tener que seguir soportando las ridículas acusaciones de, Adriana. «¡Ja, gustarme a mí el anormal ese, NI LOCA!» De pronto, el autobús para de nuevo, esta vez frente a una hermosa casa de dos plantas, blanca y de enrejado n***o, con un letrero plateado que reza «Sta. Elena» encima de la puerta principal, donde, para mi horror máximo, veo que está… «¡Nooooo puede seeeeer!» Es… es… es… él. Sí, es el muñeco de porcelana subido en una espectacular y reluciente Harley Davidson, y para colmo de todos los males, está mirándome como la propia medusa. «¡¿Qué rayos me ve?!» Mi reacción instantánea, a diferencia de la última vez, no es responder su gesto venenoso con otro, sino, darme la vuelta y recostar mi espalda contra el vidrio de la puerta, y me mantengo así, con el corazón apenas latiéndome, mientras un sudor frío y una palidez fantasmal me descomponen el rostro. «Pero, ¿qué demonios está pasándome?» Nunca he sido una cobarde, y menos con tipejos como esos que, se creen los dueños del mundo solo porque algunas descerebradas le hacen cola con la esperanza de convertirse en sus juguetes de turno, pero lo cierto es que, él… suelto la respiración contenida,… él causa más estragos en mí de los que estoy dispuesta admitir. Y en ese instante, en el que no puedo sentirme peor, el transporte, tal como si presintiera mi necesidad de alejarme de aquel lugar, comienza a rodar de nuevo. ― Liz, ¿estás bien? ― me pregunta, Adriana, a través de la gente al notar que estoy a un paso de desmayarme. Quiero decirle que me siento de la patada, que todo me da vueltas, que me falta el aire y que apenas si logro mantenerme en pie, pero, solo de pensar que tras mi confesión tendré que darle otras explicaciones que no quiero darle a ella ni a nadie, me contengo. Además, con el episodio de hace un rato, me basta para estar segura de que la discreción no es lo suyo. Así que, respiro profundo, le sonrío y hago lo que últimamente me sale tan bien: mentir. ― Sí. Para después, con incomodidad, darme la vuelta de nuevo y tumbar mi frente sobre el vidrio duro y frío de la puerta, posición en la que permanezco hasta recuperar el control de mi cuerpo otra vez y llegar a la universidad. Así comienza mi infernal martes. Más tarde, ya en la facultad, el panorama no mejora nada, me encuentro al neurótico ese en todas partes; en la cafetería, el estacionamiento, el pasillo, paseándose frente a mi salón de clases ― 4 veces por cierto ― como si fuera el amo del universo. Y todas las veces, trato con todas mis fuerzas de ignorarlo, pero contrario a mis deseos, en mi agotador intento termino volviéndome más susceptible a su existencia, que se proyecta sobre mí semejante a una sombra maléfica vaya a donde vaya. Pasado el mediodía, por fin mis clases terminan y huyo de la universidad lo más rápido posible, con el firme propósito de alejarme de toda aquella tortura. Miércoles… Esta mañana, a diferencia del día anterior, despierto con unas ojeras que me caen hasta el piso. He dormido, sí, pero hasta en mis sueños, los ojos llenos de odio de aquel chico, me atormentaron hasta la saciedad, impidiéndome descansar como debía y tanto deseaba. ― Me muero de sueño ― de una patada, me quito de encima la sábana y camino después directo al baño. De solo pensar que voy a encontrármelo de nuevo hoy, mañana, el siguiente día y quién sabe cuántos días más se me quitan las ganas de ir a clases. Pero, no puedo darme ese lujo, además ya es tarde, el reloj dispuesto sobre mi mesita de noche marca las 06:15 a.m., y por el tono gris que se filtra por las desgastadas cortinas de la ventana, intuyo que va a comenzar a llover en cualquier momento. Mientras me ducho y el agua caliente alivia mi jaqueca, no puedo evitar reprocharme. « ¡Qué loca estoy!» « ¡Alguien debería encerrarme en un psiquiátrico!» «Seguro, el imbécil ese está disfrutando de lo lindo con su peliteñida y yo dándome mala vida por sus estupideces» «Si me odia, por el motivo que sea, a quién demonios le importa» « ¡A mí no!» « ¡Alguien debería decirle lo idiota que es!» Cuando salgo del baño, ya ha comenzado a lloviznar. « ¡Demonios!» ― Elizabeth, ¿estás allí? ― la voz rasposa de mi casera, suena de repente tras la puerta de mi habitación. ― Sí ― le respondo de inmediato. ― Te espero allá abajo, tu mamá me pidió llevarte a la universidad para que no te mojes. « ¡¿Pero, cómo es que mi…?!» Parpadeo a toda mecha. « ¡Olvídalo!» El asombro de que, mi madre, sepa que a kilómetros de Calabozo llueve me dura poco, basta ver en la pantalla de mi amado y eficaz Sony Ericsson W580i las 14 llamadas perdidas que tengo de ella para comprenderlo todo. De seguro, al no contestarle, ha llamado a mi carcelera ¡uff! digo a mi casera, y esta, la ha puesto ya al tanto hasta del más mínimo de mis movimientos. ― Ok ― le grito de regreso. Escucho sus pisadas alejarse. Sin perder más tiempo del que no tengo, comienzo a vestirme a toda prisa, y al terminar, le doy también una arregladita veloz a mi cabello. No me gusta lo lacio que se me ve, pero hoy, no estoy de humor para luchar contra su desmallada apariencia. Así que, resignada a verme como Morticia, la de los locos Adams, tomo mi resistente bolso Puma y salgo escopetada por la puerta, y luego de echarle cerrojo a esta, sigo hacia las escaleras, donde me detengo unos segundos, atraída por el eco apagado de una canción proveniente de las habitaciones externas de la residencia tras el enrejado azul eléctrico. Es el cuarto de Leonardo, «seguro aún no se ido a la Universidad» supongo y sigo mi camino directo a la puerta principal de la enorme casa de dos plantas. Es atravesar el umbral de esta y escuchar la corneta del auto de la Señora Prudencia, llamarme. « ¡Qué trasto!» Es una verdadera reliquia por no llamarlo cacharro, apenas si se nota que alguna vez fue rojo. De solo verlo, me asaltan las dudas de que aguante si quiera el viaje de ida hasta la Universidad, pero las aparto, tan pronto me imagino llegando a clases pareciendo un pollo remojado. «Voy a tener que averiguarlo» Subo la capucha de mi chaqueta y corro hasta el cachivache. Contra todo pronóstico, el Mazda de mi casera marcha a las mil maravillas, el sonido del motor es apenas un silbido ligero y sigiloso, sin embargo, todo el trayecto, como sospeché es una verdadera tortura. La señora Prudencia, no es la conductora más parlanchina del mundo. Silencio, silencio y más silencio es lo que nos rodea mientras avanzamos por la enchumbada carretera. Mutismo que combato, enviando textos a mamá y a las chicas. A la primera, avisándole que ya iba sana y salva rumbo a la Universidad, y a las segundas, que olvidé investigar los puntos para la discusión de Lenguaje y comunicación. « ¡Qué irresponsabilidad la mía!» murmullo por lo bajo, pero, no es la falta de compromiso con mis estudios lo que me tiene angustiada, es otra cosa: cierto personaje detestable y su mirada iracunda, reproduciéndose una y otra vez en mi cabeza. « ¡Sí serás idiota, Elizabeth!» vuelvo a reclamarme, y sin entender la razón, me descubro deseando otra vez saber el nombre del maniático ese. « ¡Genial, ¿acaso te volviste masoquista?!» Por fortuna, ese día el causante de mi desvelo no fue a clases. Supongo que la lluvia, como a muchos estudiantes, le impidió salir de su casa o de la catacumba donde seguro vive, por lo que, me relajo y paseo a mis anchas por la facultad, a pesar de que, una vocecita aguafiestas, me advierte a cada rato que no me confíe mucho. Es tal mi grado de relajación que, hasta logro entender los complicados procedimientos matemáticos que el profesor Hernández explica en clases. Pero esa paz, en efecto, no dura mucho… Ese mismo día, en la noche, para mi salvación y alivio, las chicas, me envían un texto invitándome a comer hamburguesas. Tengo un hambre de perros, pero también, una flojera astronómica de bajar a la cocina y prepararme una arepa, por lo que, su propuesta me cae como anillo al dedo. A la velocidad de un rayo me echo encima uno de los modelitos que la tía Roberta ha comparado para mí en la exclusiva tienda Zara de su amiga Simona, y de la misma forma, atravieso la sala donde mi casera está arrellanada en su sillón viendo la televisión. Ya fuera de la residencia, dos cuadras después en dirección a la panadería, me subo a un taxi y le indico al chofer la dirección que me dieron las chicas. Es un lugar muy popular de comida rápida en la ciudad “la calle del hambre” al que llego en cuestión de minutos, parece una plaza con muchos quioscos y personas desperdigadas por todos lados. Mis amigas, al verme bajar del auto, me hacen señas con sus manos enseguida, y con el cuerpo contaminado por una sensación de libertad máxima, comienzo andar hacia ellas con una sonrisa de oreja a oreja. Pero, unos cuantos pasos después, toda esa eufórica emoción es sustituida por… no sé qué rayos. «¡No puede ser!» «¡¿Otra vez él?!» Mis pies se paralizan al instante. Sí, es el lunático ese de nuevo, y para colmo, también camina directo al quiosco donde las chicas ocupan una de las mesas. «¡Genial!» «¡Esto tiene que ser una maldita broma!» «¿Y ahora qué hago?» La respuesta llega en nanos segundos a mi cerebro: seguir caminando, esa es la única opción viable, pues ya es demasiado tarde para darme la vuelta y desaparecer de allí, de hacer esto último, sería tanto como alimentar las sospechas de, Adriana. Así que, con una sonrisa prefabricada en mi rostro, reanudo mi marcha y finjo que el asunto no es conmigo mientras camino hacia ellas; quienes a lo lejos y sin ningún disimulo, me miran con picardía. Sus caras lo dicen todo. Están gozando y de lo lindo a mi costa. « ¡Pinches brujas!» Más sin embargo, Diana, mostrándose menos arpía de las dos, una vez les doy alcance, con mucho cuidado echa hacia atrás la silla libre que está a su lado y, con sus ojos, me invita a sentar, gesto que le agradezco con una media sonrisa sincera. Pero, al poner mi culo en el asiento, me convenzo de que es una muy, muy mala idea. Si el muñequito de nieve se gira ni tiempo voy a tener de reaccionar. « ¡Qué no se volteé!» « ¡Por favor, que no se volteé!» suplico en mi fuero interno. De hacerlo, no sé si pueda soportar otro duelo de miradas con el sifrinoide de quinta ese, quien parece tener látigos en vez de ojos en la cara. Adriana, la encarnación viva de la imprudencia, en cambio, tras lanzarse otra maliciosa sonrisita, me dice casi a gritos. ― ¡Por fin llegas, Elizabeth! La miro con ganas de retorcerle el cuello, sé lo que intenta, atraer la atención del insoportable rubio hacia mí, pero, contengo mis instintos homicidas por la sencilla razón de que, dudo, y mucho por cierto, que el muñequito de porcelana ese conozca mi nombre, por lo que segura, muy segura del fracaso de su maquiavélica artimaña, respondo su risita chocante con otra y relajo mis hombros tensos a más no poder. «Con un poco de suerte la bruja esta se ahoga con un pedazo de huevo frito, y con otro poco, el sifrinoide ese se larga de aquí sin notar mi presencia» pienso, apartando mis ojos de ella. Peeeero, para mi completa estupefacción, no sucede ni una cosa ni otra, y contra todo pronóstico, es el plan malévolo de, Adriana, el que se materializa. Con los ojos desorbitados y el corazón latiéndome a mil por segundo, observo al rubio neurótico volver su rostro hacia mí en cámara lenta, tal cual, como si de verdad hubiera reaccionado a mi nombre y no a una macabra casualidad. Bum, bum, bum, y más bum… es todo lo que escucho reproducirse en mis oídos, mientras presencio en intimidante espectáculo, en el que la mezcla inicial de sorpresa y curiosidad en sus ojos se transforma casi al instante en dos profundos y sombríos pozos de odio, conforme a su vez, mis pulsaciones se hacen más y más castigadoras. Interminables segundos después, durante los cuales, su fiera mirada, me fulmina sin piedad hasta saciarse, regresa su rostro de ensueño al frente y yo, bueno… hago un esfuerzo titánico para que la hecatombe en mis entrañas no se refleje en el mío. «Pero… ¿qué coños le hice yo a este imbécil?» ― ¿Qué fue todo eso? ¿Acaso nos perdimos de algo? ― me susurra, Adriana, estirando su cuerpo hacia mí por sobre la mesa. «Eso mismo quisiera saber yo» ― Ni idea ― le confieso la absoluta verdad, mientras contengo las lágrimas y observo como mis amigas, me devuelven la mirada, desconcertadas. «¡Cálmate!» «¡Cálmate!» Yo también me siento súper aturdida, tanto que, no sé a ciencia cierta lo que siento, ¿Rabia? ¿Tristeza? ¿Todo? ¿Nada? En fin, pero de una cosa sí estoy más que segura, no pienso darle el gusto al neurótico ese de verme afectada por sus ínfulas de Dios todopoderoso. Sea lo que sea que tiene en mi contra, va a tener que metérselo por donde no le pega la luz del sol. «¡Resiste, Liz, resiste!» De pronto, aparece por la ventana del quiosco la fulana que despacha y dice su nombre, que no alcanzo a escuchar, pues mis oídos están siendo torturados sin piedad por un tamboreo aturdidor que amenaza con partirme la cabeza. Y mientras yo, sigo conteniendo mis ganas de levantarme y decirle hasta del mal que se va a morir, él toma la orden que le tiende la fufurufa que le sonríe como hiena, y después, camina hasta su imponente Harley Davidson estacionada a unos cuantos metros de allí, cuyo potente ruido del motor se escucha mucho después de que la briosa máquina desapareciera junto con él por la larga y sombría avenida. Lo último que recuerdo de esa horrible noche, es a mí quedándome dormida con los ojos encharcados de tanto llorar como imbécil tras agregar un nuevo enigma a mi repertorio… ¿Acaso él sabe mi nombre? Jueves… Este día comienza con un madrugador mensaje de, Diana, que dice: De: Diana. 26/09/2013 05: 10 a.m. Hola Liz!!! ¿Cómo estás? espero que bien, no deberías darle tanta importancia a ese imbécil, ya sabes cómo son ese tipo de chicos, creen que por tener la cara y el cuerpo que tienen pueden tratar a los demás como basura. * La prince* En otras circunstancias, a las 05:10 a.m., no le hubiera contestado un mensaje ni al mismísimo Papa, pero, termino haciéndolo por dos razones; la primera, ya estaba despierta desde las 04:00 a.m. dando vueltas en mi cama, y la segunda, no quiero preocupar más a las chicas, suficiente con la dosis de dramática tensión de horas atrás, cuando las puse al tanto de lo que ocurría mientras íbamos en el taxi de vuelta a mi residencia. Le respondo. Para: Diana. 26/09/2013 05: 12 a.m. Hola Diana! Estoy bien, tienes razón, no voy a dejar que las estupideces de ese imbécil me afecten. Gracias por estar pendiente… *Liz* Ese mismo día, unas horas más tarde, apenas bajo en compañía de, Diana y Adriana, del transporte, mi primer instinto es mirar, con disimulo, hacia el lugar donde por lo general, mi enemigo anónimo, estaciona su discretísima Harley Davidson. No está. Respiro aliviada y sigo caminando, eso significa una sola cosa: no vino a clases, y no soy la única que nota lo mismo. ― ¡Ojala se lo haya llevado un camión por delante! ― suelta, Adriana, una dosis venenosa de las suyas. Tras el episodio en ‟la calle del hambreˮ, y con todo lo que les conté sobre cómo ese chico me mata con la mirada cada vez que se le antoja, lo detestan a morir, incluso, me atrevería a jurar que mucho más que yo, sobre todo ella. De solo recordar lo que pasó le rechinan los dientes de la rabia. A media mañana, no me quedan dudas ya de que el susodicho, en efecto, no asistió a ninguna de sus clases cuando veo al exclusivo grupito, entre el que resalta su insoportable noviecita pelos de escoba, entrar a la cafetería sin él minutos después de que nosotros llegáramos. En un primer momento me siento aliviada, a pesar de saber que quizá iba a estar libre de su presencia solo ese día, pero, la relajante sensación se desvanece de mi cuerpo en un abrir y cerrar de ojos cuando mi cerebro comienza a maquinar lo que no debe. «Hoy no está lloviendo» comienzo, « pudo haber venido en su moto, pero… pero… ¿Y si no vino porque no quería encontrarse conmigo?» Pensar eso, sin querer me desquicia un poco, « ¡No, no, no es posible!» me niego a creer, «de ser así tendría que retirarse definitivo de la universidad para no verme jamás» contemplar esa última posibilidad, me pone peor. Una cosa era saberme el objeto de su desprecio sabrá Dios y el por qué, eso podría soportarlo pues el sentimiento es mutuo, con el tiempo hasta podría acostumbrarme, pero de allí a tolerar que su odio por mí sea tan irracional como para impedirle coexistir en el mismo espacio, me parece del todo ridículo y doloroso. « ¿Acaso cree que soy una enfermedad incurable o virus contagioso?» refunfuño en mis adentros, conteniendo en el proceso, la rabia dolorosa que presagia tormenta en mis ojos. Horas más tarde, llego a la residencia hecha un lío, con un dolor de cabeza espantoso y sintiéndome peor que una piltrafa humana, por lo que sin pensármelo mucho, me lanzo con todo y bolso en la cama decidida a dormir sí o sí. Y por milagro, lo logro sin mucho esfuerzo. Vuelvo a resucitar a eso de las 03:00 p.m. ― ¡Madre Santa! Tengo que ir al ciber ― recuerdo, apenas abro los ojos. Al puro estilo militar, me desvisto y con la misma rapidez me doy un baño, gastándome no más de quince minutos entre esto último y arreglándome para salir. He quedado en verme con las chicas en un ciber para hacer unas investigaciones, pero he decidido irme más temprano para chatear un rato con otras amigas de bachillerato – Ana y Carmen – contaba con que una hora les bastara a estas para ponerme al día de todos los chismes de la farándula Calaboceña. Llego al sitio acordado, con una hora exacta de antelación como lo he planificado, el taxi me deja justo en frente de la enorme pecera que abarca casi todo el frente del negocio, no le presto mucha atención al nombre, pues dudo mucho que alguien más, al igual que yo, se refiera a este con otro nombre que no sea el “ciber de la pecera”. Emocionada a más no poder, por la tarde de chismografía que me espera con mis amigas, entro al establecimiento, pero una vez atravieso la puerta de este, deseo con todas mis fuerzas no haber puesto un pie allí nunca de todos los nunca. En décimas de segundos, mis ojos se ensanchan horrorizados ante la abominable coincidencia… ¡no, no y NO! No puedo creer lo que estoy viendo, y menos aceptar, la forma tan descarada en la que el destino se burla de mí. Sí, es él de… de nuevo… « ¡Esto tiene que ser una especie de castigo kármico!» Quiero darme la vuelta y salir de allí más rápido que Flas el rayo, pero mis pies se han vuelto de plomo, además de que, hasta cierto punto, y no tengo idea de qué tanto, toda yo parece estar disfrutando de ver al muñeco de porcelana mientras habla con el muchacho al otro lado del mostrador, a quien le pide con toda confianza. ― Me lo imprimes y envías un mensaje cuando esté listo para venir a buscarlo. ― Ok, mano, yo te aviso, le dices a Víctor que mañana le llevo la moto ― le promete este, con la misma familiaridad. ― Deberías llevársela esta noche, así aprovechas y le dices que te revise también los frenos ― le sugiere en respuesta, mientras ambos se dan un estrechón de manos. « ¡Aún puedes escapar de aquí, aún puedes hacerlo, Liz!» intento animarme, pero lo cierto es que, mis pies; siguen demasiado pesados al igual que el resto de mi cuerpo, razón de sobra para permanecer sembrada en el umbral de la puerta a la espera de no sé qué, será que aparezca Harry Potter con su capa de invisibilidad. Y, sin más preámbulos, ocurre lo inevitable: el rubio neurótico detecta mi presencia en el lugar y en un asustadizo pestañeo de los míos, tengo la taladrante fuerza de sus ojos oprimiéndome el cerebro otra vez, y como las otras veces soy incapaz de oponerme a esta, y como las otras veces también, su mirada se vuelve más castigadora y feroz conforme avanzan los segundos y sus pasos hacia mí. Sin exagerar, siento mis entrañas derretirse como si se tratasen de mantequilla. « ¿Qué rayos está pasándome?» Al borde de la combustión espontánea, continúo observando, a mi implacable detractor a través del aleteo de mis largas pestañas, acercárseme, pisando ligero y con gesto de perro rabioso, en el que creo distinguir por instantes una curiosidad insatisfecha, que desaparece junto con él una vez pasa por mi lado y atraviesa la puerta, dejándome estupefacta. No respiro. Mi corazón hace rato ha dejado de latir, y él… él… ha pasado de mí como si hubiera visto la cosa más insignificante del mundo por no decir una enorme plasta de caca. Esa noche, me duermo tras soltar por mis ojos un verdadero diluvio. « ¿Por qué, por qué me odia tanto?»
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