Las tardes de lluvia siempre fueron sus preferidas. Preparaba una taza de café con la vieja máquina para expresos que había comprado en barata en una venta de garaje y se sentaba en la silla de madera color blanco que estaba en la pequeña terraza de su piso a observar cómo caían las gotas de lluvia, danzando como bailarinas de un ballet invisible mientras las personas se apresuraban a llegar a sus destinos.
Aquel escenario siempre la llenó de una paz inexplicable, sin embargo, por alguna extraña razón, esa tarde se sentía diferente.
Recién salía del trabajo cuando empezaron a caer las primeras gotas. Con pasos prestos se dirigió a la estación del tren. El pronóstico del tiempo había vaticinado una tarde soleada, por lo que la mayoría de la gente corría para llegar a la estación y poder así guarecerse de la lluvia. El cielo estaba más oscuro de lo normal, era como si de pronto hubiese anochecido sin que se diera cuenta, aunque en su reloj la aguja marcaba apenas las cinco de la tarde.
Lena acomodó un mechón de cabello rebelde tras la oreja y luego sorbió un poco del café que había comprado en la máquina expendedora, mientras esperaba el tren que la llevaría a casa. Un rayo de luz iluminó el cielo, sobresaltándola. Si bien era cierto que le gustaban los días de lluvia, las tormentas en cambio las aborrecía. El espectáculo de luces que formaban los relámpagos por alguna razón que ya no recordaba le producían un miedo visceral que a veces la paralizaba.
La llegada del tren la sacó de sus cavilaciones y aligeró su andar en medio del mar de gente que, así como ella, intentaban subir pronto a su medio de transporte para tomar un asiento. Lena tomó lugar en el último asiento disponible del vagón y expirando el aire contenido, relajó su cuerpo y el cansancio del día trajo consigo el sueño.
Nunca el camino a casa le pareció tan corto. Por suerte despertó justo antes de la estación que estaba cerca de su casa. Afuera ya había anochecido, sin embargo, la tormenta no cesaba. Los truenos sonaban cada vez más fuertes, y su cuerpo reaccionaba de forma involuntaria al sonido, estremeciéndose por completo. Tomó un taxi en la estación y en pocos minutos estuvo frente a la entrada de su edificio.
Aquella noche era particularmente fría. El cielo parecía haberse rasgado, y su herida dejaba escapar borbotones de agua a diestra y siniestra. Por supuesto que no faltó la presencia de los truenos. Lena abrió la puerta de su apartamento en el mismo instante en que se escuchó retumbar uno de ellos y en cuanto hubo entrado la corriente eléctrica hizo acto de desaparición.
Refunfuñando caminó a tientas, pasando las manos sobre las paredes para evitar chocar con algo, en busca de la pequeña alacena que tenía en el espacio destinado a la cocina. Allí tenía un encendedor y unas velas.
De repente el inconfundible resplandor de un relámpago iluminó por instantes la pequeña sala de su apartamento. El reflejo de una figura etérea se dibujó sobre el vidrio de la alacena, aunque pasó desapercibido ante los ojos de Lena.
Tomó las velas y el encendedor de una gaveta, encendiendo rápidamente una de ellas, para luego girar su cuerpo cuidadosamente y retornar a la sala. Cuando la luz de la vela hubo iluminado la estancia, Lena lo vio. Una sombra silente, amorfa; recorriendo a paso lento el espacio frente al ventanal que daba a la calle.
Su cuerpo se tensó en el acto. Un escalofrío empezó a recorrer cada vertebra de su cuerpo, su pecho subía y bajaba tan rápido como estaba de acelerado su pulso, el miedo paralizando cada músculo de su cuerpo. Lena llevó una mano hacia su pecho, dentro del cual su corazón latía desbocado. Su respiración era errática, y un frío sobrenatural se apoderó de su cuerpo. Cerró los ojos con fuerza. Podía sentir la gota de sudor bajando por su espalda hasta perderse en medio de su trasero.
El sonido de otro trueno rompió el silencio que se instaló únicamente en su cabeza, y entonces Lena abrió los ojos. Aquella sombra ya no estaba, se había desvanecido. Una gota de cera que cayó sobre su mano le hizo caer en cuenta de que aún no regresaba el fluido eléctrico. Lena se apresuró y encendió dos velas más, en un intento de alejar la oscuridad y cualquier sombra que hubiera en ella; justo en el instante en que el cielo volvió a resplandecer.
Sintió un aire frío soplar cerca de ella, y la vela en su mano se apagó de forma inexplicable. La sensación de no estar sola, de ser observaba, aumentaba a cada segundo que pasaba a oscuras. Se quedó de pie en medio de la sala, inmóvil; entonces nuevamente contempló estupefacta el movimiento de aquella sombra, mientras ésta se acercaba a pasos lentos hacia ella. Cerró fuerte los ojos, en un intento de hacerla desaparecer otra vez.
Por un momento sintió que no había nada a su alrededor, nada más que ella y lo que fuera que estaba acompañándola. Lena ya no escuchaba el sonido de la lluvia, a pesar de que la tormenta no aminoraba su fuerza. Todo era vacío y silente.
No había más sonido en sus oídos que el golpe de los latidos de su corazón. Entonces lo escuchó. Lejano. El sonido del timbre retumbó en sus oídos, pero ella se encontraba sumergida dentro de su propio mundo, hasta que algo en su interior le hizo reaccionar. El instinto de supervivencia quizás, Lena no lo sabía, pero cuando al fin despertó de su trance, volvió a sobresaltarse. De nuevo el sonido.
Las luces volvieron a encenderse y Lena corrió hacia su habitación. El teléfono de su cuarto sonaba insistentemente, y por un instante pensó en dejarlo timbrar hasta que quién estuviera llamando se cansara, sin embargo, el miedo que aún no la dejaba le decía que necesitaba escuchar la voz de otro ser vivo.
—Diga.
— ¿Hablo con Lena Walsh?
—Sí, con ella habla.
—Señorita Walsh, lamento ser el portador de malas noticias, pero es necesaria su presencia en Delment.