Capítulo 10

943 Words
Los escándalos desde Palacio de Gobierno se extendían en todos los medios de comunicación. Denuncias, negocios ilícitos, encubrimientos, colusión, tráfico de influencias y otros delitos se repetían una y otra vez. Sin embargo, todo eran presunciones. Los fiscales hacían, una tras otra, sendas carpetas fiscales y abrían investigación pero los jueces advertían que no habían pruebas para una acusación formal. Ibarra, entonces, solicitó a sus esbirros eliminar evidencias, antes que caiga en manos de los fiscales. Gregorio Tenemás se encargó de todo. Era el secretario de palacio, un hombre astuto, hábil, de muchas ideas y que actuaba de inmediato, sin miedo. Recopiló los celulares de todos los implicados en los negocios turbios de Ibarra, incluso los ministros de estado y los inversionistas y los echó al mar, de madrugada, en un bote de pescador. Navegaron hasta estar muy lejos de la orilla y Tenemás esparció los móviles que llevaba en un saco de cemento. También eliminó todas las evidencias de las PC y los laptops de palacio. Reemplazó las computadoras y destruyó las portátiles más comprometedoras. También se aseguró que los congresistas que estaban vinculados a la mafia de Ibarra, desaparezcan sus celulares y documentación incriminatoria. Finalmente, Tenemás decidió reemplazar, de la noche a la mañana, todo el sistema de cámaras y seguridad de palacio, borrando los archivos y además ordenó quemar los libros de visitas. -Has hecho un buen trabajo-, se alegró Ibarra, y ordenó que le dieran una suculenta recompensa. Hasta tres intervenciones que hizo la fiscalía en Palacio de Gobierno, se dieron con la ingrata sorpresa que todo había sido nuevo y cambiado "porque estaba obsoleto", rezaba el memorándum firmado por Gregorio Tenemás. Nancy Gutiérrez se interesó, entonces, en buscar colaboradores eficaces, pero no los había. -¿Qué pasó con Donatelo Quispe, el anterior secretario de palacio?-, preguntó la fiscal a Techi. Sabía que estaba muy comprometido y que había, incluso, participado en los contactos con los inversores y por lo tanto podría dar luces y pistas para desenmascarar a Ibarra. -Murió de una pulmonía fulminante-, le dijo Techi. -¿Y Jonathan Campos, el alcalde de Palpa que denunció que le habían falsificado la firma para la carretera hacia la sierra que involucraba al ministro Pérez?-, insistió Gutiérrez. -Falleció en una operación de rutina, parece que mucha anestesia- -También murieron el general Zevallos y la ex ministra Castrillón, la que dijo a la prensa que no estaba de acuerdo con el proceder de Ibarra-, recordó la fiscal, sintiendo hervir su sangre. -No olvide, tampoco, a Melitón García, el encargado de la seguridad de palacio, al que se le vio en videos en consecutivas reuniones con los congresistas que se oponen, siempre, a la vacancia del presidente. Murió en un accidente muy extraño-, detalló Techi. -¿No te parece raro que toda persona que está vinculada a Ibarra termina muerta?-, preguntó furiosa Gutiérrez. Su secretaria solo arrugó la boca descorazonada. El único que podía desenredar la madeja, era Macedo, el abogado del general Zevallos. Y tanto el equipo de fiscales como los esbirros de Ibarra estaban tras sus pasos. -Tiene mucha información, comprometedora-, dijo Helena a Pérez. El ministro estrujó su frente entre preocupado y molesto. -Ese patita tiene que morir-, dijo. Helena sonrió. En realidad, a ella le interesaba saber más de ese hombre. Le parecía, además de interesante, bastante atractivo. Tenía una forma de ser cautivante. Era alegre, divertido y hasta le pareció dominante. Le gustaba, además, oír su voz en el celular, siempre jovial y tratando de divertirla. -¿Sabes cuál es el colmo de llamarse Barriga?-, le preguntó Macedo esa tarde, cuando estaban embelesados conversando mucho rato. Helena intentó unas respuestas pero no dio en el clavo, El abogado echó a reír. -Que su esposa se llame Dolores, je je je, ¿me entiendes? ella se llamaría Dolores de Barriga- Helena estalló en carcajadas, sin detenerse. No es que el chiste haya sido genial, sino que su manera de hablar de Macedo era contagioso y súper divertido. -¡Me encantó!-, dijo ella. Otra vez le dijo que -era un hombre tan pero tan vanidoso que no tenía una camioneta 4 x 4 sino 8 x 6- , y vencida por la risa, Helena estalló en ruidosas carcajadas. Para Macedo, a su vez, Helena se había convertido en una distracción en sus preocupaciones y miedos. Si no había mostrado las pruebas del ascenso irregular de los mandes militares y policiales a la fiscalía o los medios de comunicación, era porque temía en extremo a los dueños del poder. El abogado ya fabricaba castillos en el aire, casado con Helena, con muchos hijos y muy feliz. Por eso o la llamaba o esperaba con ansias las comunicaciones con ella. -Tú me haces sentir muy feliz-, le confesó Macedo a Helena una noche a través del móvil. Los dos estaban acostados pero sus pasiones se encendían como antorchas, rápidamente, bajo las frazadas. A Helena le inquietaba saber qué tan dominante era él. -¿Qué me harías en la cama?-, le preguntó de frente. Ella sentía burbujear su sangre en la venas y sobaba sus muslos con inquietud y ansias. -Te como a besos y no te dejo respirar con mis caricias-, dijo él tratando de ser audaz y romántico, a la vez. Y Helena sintió burbujear su sangre. Se enervó y se volvió una fogata intensa. Gimió en el celular. -Te gustó, eh-, enfatizó Macedo, satisfecho, oyendo sus gemidos como una fanfarria sensual y maravillosa. Helena rio y su risa también fue una música que excitó aún más a Macedo. -Me gusto mucho-, dijo ella, saboreándose. Lo sabían. Los dos estaban camino a enamorarse.
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