Viviana despertó sudando frío, parpadeando con angustia, tiritando de miedo y absorbida por el pánico y el pavor. Tanteó en la oscuridad buscando una salida pero no había, todo era un oscuro telón envolviéndola y extraviándola en el silencio, entre paredes despintadas, una puerta cerrada y un piso que parecía moverse a sus pies. Tosió gangosa después de tragar mucha saliva, presa del miedo. Al fin prendió la lámpara y su corazón empezó a calmarse y bajar las revoluciones. Tomó aliento. Había sido otra pesadilla.
No era la primera vez. Ya eran muchas noches, desde que cumplió los 20 años, exactos, que la asaltaban en sus sueños. Eso la angustiaba y la sumía en el temor. Imágenes entreveradas confusas, que se dibujaban en sus pensamientos y siempre con un mismo final, aterrándola: los disparos de un revólver, atravesándola y matándola.
-Seguro has visto una película de terror en el Internet-, le dijo su madre mientras le preparaba el desayuno, huevos revueltos y un humeante café con leche.
-No, mamá, no es una película, no se parece a ninguna que haya visto, es extraño, como si yo hubiera estado allí y recibiera los balazos-, dijo ella. Su madre se molestó.
-No quiero que digas eso y bórrate esos sueños tontos de tu cabeza-, sentenció su mamá.
Viviana fue con su scooter a la universidad, esquivando los carros y ganándole a los semáforos. Le gustaba la velocidad y hasta desafiar el peligro. Sus amigas le decían que estaba loca.
-No debes confiarte con los carros, le reclamó Betty, su cómplice de travesuras, quedarás desarmada como todas tus Barbies-
Esa mala costumbre de desarmar sus juguetes, por simple curiosidad, la tenía desde niña Viviana. Era así, curiosa en extremo. Todo le llamaba la atención y no paraba de indagar hasta descubrir por qué era así o asá. Tenía alma de detective o fisgona, como decía Betty. Pero a ella le gustaba escarbar y llegar siempre al meollo del asunto. -Por eso que no tienes muñecas, ni peluches, relojes ni nada. Todo lo desarmas o lo rompes-, insistió furiosa Betty.
-Otra vez tuve ese sueño de los disparos a quemarropa-, le confesó, entonces, Viviana.
-¿Los balazos que te caen? Qué feo sueño-, arrugó su naricita Betty caminando hacia la facultad de derecho y ciencias políticas.
-Me tiene aterrada, reconoció Vivi, mi mamá dice que fue una película, pero no se parece a ninguna que haya visto-
-A veces la mente tiene esas cosas, fabrica fantasías, mentiras, ilusiones, no sé, seguramente es un temor que tienes o un trauma-, pensó Betty abriendo la puerta de su aula. La clase ya había empezado.
-¿Se le pegaron otra vez las sábanas, señorita Rodríguez?-, dijo el profesor y sus compañeros estallaron en risas. Viviana se azoró y se sentó apurada, roja como un tomate. No le gustaba que la miraran o se mofaran de ella. Era mala perdedora.
-Lo más curioso es que nunca antes había soñado eso-, le confesó a Betty, cuando acabaron las clases, mientras apagaba su portátil y lo guardaba en la mochila.
-Seguro es tu mal carácter-, especuló su amiga.
No era cierto. Viviana no tenía mal carácter, tampoco y era juguetona, dulce, apegada a sus padres y soñaba con viajar por el mundo, conocer muchos países y costumbres. También convertirse en una buena abogada y ganar muchos casos en la corte.
-¿Por qué derecho?-, le reclamó, una vez, su enamorado, Jonathan. Pensaba que mejor debía dedicarse al atletismo donde era campeona de 100 con vallas, pero ella le decía que el deporte base le era solo una diversión, un pasatiempo y algo para mantenerse hermosa. En cambio, él era campeón nacional en salto alto, seleccionado y pensaba en ir a los Juegos Olímpicos.
-Descuidas tus entrenamientos por tus estudios. Hoy serías la mejor atleta del Perú-, insistió Jonathan mientras trotaban juntos en el parque El Olivar.
-No soy como tú, quiero ser una buena abogada-, respondió Vivi. También le dijo lo de los sueños.
-Yo también tengo sueños, pero sueño que soy campeón olímpico-, rio Jonathan. Ella se molestó.
-Por eso no me gusta contarte nada-, le dijo, aceleró el paso y lo dejó con su risotada tonta a lo largo de su boca.
*****
Mauro Macedo abrió la puerta de su oficina con un ademán de cortesía y pidió a su visitante que tome asiento. Luego se reclinó en su silla giratoria, tomó un lapicero y alargando la sonrisa le dijo que ya tenía delineado los pasos a seguir.
-Lo haremos público, hablaremos con los periodistas, saldrás en la televisión, en el YouTube, en el Internet. Debemos seguir contundentes, atacar por todos lados-, dijo el abogado.
La mirada del general en retiro Moisés Zevallos seguía oculta tras sus lentes oscuros. Sus bigotitos cortos seguían inmóviles, impasibles, pétreos como una roca.
-Esto es muy serio, le dijo al fin, tengo las pruebas, el audio, todo, pero hay que tener cautela. Es gente mala-
Macedo no se inmutó. -No le tengo miedo a la corrupción-, dijo inflando el pecho.
-Han matado a gente amiga mía. Por eso les tendí la trampa. Voy a mandarlos a prisión-, respondió Zevallos. Abrió su maletín y sacó unos documentos. Le mostró a Macedo.
-Los ascensos en las fuerzas militares y policiales se han hecho de manera irregular, sin respetar los méritos. Han puesto a sus amigos. Han tenido la osadía de desaparecer a los que le correspondían los mandos. Sé que los han matado. Puedo probarlo-, detalló.
Macedo sentía su corazón cabalgar de prisa en su pecho por la emoción. Ensanchaba más la sonrisa. Pensaba aceleradamente en la fama que le daría el caso, en titulares enormes en la prensa y entrevistas en la televisión.
-¿Cree que el presidente del país está involucrado?-, preguntó.
-No lo creo: está metido hasta el cuello-, atildó sus palabras Zevallos, guardando otra vez los documentos.
Macedo se volvió a tirar al respaldar de su sillón. -Haremos una conferencia de prensa. Esto será un notición. Vamos a sacar toda esa gente del gobierno-, dijo emocionado.
Zevallos seguía inalterable, sereno, cauteloso y desconfiado. -Lo busqué a usted porque no es conocido en el ambiente-, le confesó.
-Le agradezco pero he ganado buenos casos-, se defendió Macedo.
-No sé, pero es mejor tratar de no ser muy llamativos. Estamos jugando con fuego-, advirtió Zevallos. Se puso de pie y se dispuso a marchar sin despedirse. Al abrir la puerta, barulló gangoso, -Le repito, son gente mala- y luego salió.
Macedo se meció en su sillón y contempló la mañana gris metiéndose en rodajas por las persianas. -Es mi oportunidad-, sonrió con satisfacción.
*****
Viviana fue asaltada por otra pesadilla intensa. Otra vez vio las paredes despintadas, la puerta cerrada, el piso moviéndose como arenas movedizas y el revólver apuntándole y disparándole. Sin embargo, esta vez aparecieron sus manos. Jamás las había podido levantar porque le pesaban como plomo. Era horrible tener las manos duras, como estatuas sin poder moverlas, pero ahora pudo levantarlas y eso le aterró aún más... estaban ensangrentadas.
Quiso correr y no pudo porque los pies los tenía metidos en el piso, en la arena movediza. Tampoco pudo gritar. Su boca estaba hecho un nudo y le asfixiaba, sentía como una soga estrangulándola. Y de pronto le pareció ver una sombra discurriéndose de la puerta cerrada y tuvo más pánico, más terror, más miedo.
Y despertó sudando, parpadeando incesante, queriendo despertar de golpe. Cuando pudo, al fin, disipar su oscuridad, no había nada, solo su cuarto, sus muñecas desarmadas en su cómoda y el reloj que le compró papá, de la Mujer Maravilla, ticteando indiferente, mecánico, como si nada pasara.
Y por primera vez, desde que empezaron las pesadillas, Viviana no pudo contenerse y echó a llorar.
*****
El general Zevallos sabía que estaban tras de él y lo vigilaban. Agazapado por las lunas vio otra vez el Toyota verde con cuatro hombres adentro. Todos mirando hacia la casa. Se asustó. Corrió hacia su estudio y abrió un cajón, sacó todos los documentos, USB, las fotos que tenía y los CD con todos los oficios, memorándums y resoluciones con los nombramientos. Los metió en un sobre manila y por una ventana se coló hacia el techo contiguo, arrastrándose y remando con los codos. Luego se deslizó hacia un tragaluz, donde había un perro que le movió la cola feliz. -¡Hugo!, pasó la voz, ¡Ven rápido!-
Salió un hombre robusto, en bividí. Se estaba afeitando y trajo la espuma de la crema en toda la cara.
-Mi general, qué ocurre, qué hace aquí-, se intrigó.
-Me vigilan. Quieren matarme. Dale este sobre a un abogado, Mauro Macedo. En el sobre está la dirección-, se apuró en decirle, sin respiro, apurado.
Hugo se quedó perplejo, cuando lo vio salir por la puerta trasera de su patio, corriendo de prisa. Chirrió un auto, eso lo escuchó clarito, y asustado, se metió a su casa jalando a su perro, a esconderse en el baño. Antes trancó todo y se persignó.
Zevallos corrió de prisa por las calles, tumbando a la gente que se cruzaba en el camino, tratando de ganar una salida que no había, un rescate que no ocurriría o un lugar dónde estar a salvo que tampoco estaría por ningún lado. El auto lo seguía a corta distancia.
Entró a una galería, buscando con desesperación dónde ocultarse, pero solo encontró caras sorprendidas, vacías y mucho silencio. Apenas escuchaba su corazón tamborileando desesperado, muchos gritos insolentes y maldiciones largas y amenazantes.
Volvió a correr, pero esta vez su loca carrera se estrelló con un balazo. Le perforó limpiamente la frente y salió por el cráneo. Cayó de bruces al pavimento y la sangre empezó a regar el suelo, brotando como un aspersor.
Murió en el acto.
"El general Zevallos fue asesinado a sangre fría por un sujeto, en pleno corazón de Lince, en momentos que salía de un concurrido centro comercial. Hasta el momento no se conocen los motivos del crimen".
Cuando la noticia fue presentada en la televisión, una sombra tras un elegante sillón forrado de rojo, alzó la mano.
-Buen trabajo, muchachos-, dijo gangoso. Luego apagó el aparato y siguió leyendo el diario, echando enormes balotas de humo del cigarrillo que degustaba tranquilamente.
*****
Helena era hermosa, deliciosamente bella, de curvas perfectas y empinados senos que parecían frutas maduras, listas para ser devoradas con ansiedad y pasión. Sus piernas largas, bien torneadas, encajaban exactas en sus minifaldas y sus nalgas poderosas dibujaban un cuerpo erótico y sensual, a la vez. Era sexy, en todo el sentido de la palabra, desde sus cabellos aleonados y alborotados, pasando por su cuerpo bien pincelado, hecho con encanto y pecado, haciéndola deseable y apetitosa, hasta los piecitos pequeños, armoniosos, delicados y también sensuales.
Todos los encantos de Helena despertaron la pasión del general Víctor Feijoó. La vio sabrosa y angelical, ansió conquistar todos sus rincones, hasta el último esquinero de su ser y no se resistió más a la tentación que era ella. Probó el dulzor de sus pechos, de sus pezones duritos y puntiagudos, los lamió con emoción y disfrutó de esa maravilla que era sentirla caliente, como un fuego que empezó a quemarle la boca. Sus manos exploraron sus nalgas grandes, firmes, redondas y quedó aún más maravillado de tanta bondad y gentileza en una sola mujer.
Le bajó la minifalda con locura y se deleitó contemplando su calzón blanco, deliciosamente ajustado en sus intimidades, que hicieron bullir su sangre como una olla a presión. Besó desesperado su ombligo y sus manos esta vez fueron bajando por sus piernas, comprobando su suavidad, como una cascada de placer, un torrente de sensualidad y se deleitó con los gemidos de ella cuando retiró su tanga con cuidado, dejando ver ese pubis mágico, hipnotizándolo.
La devoró, literalmente. Se abalanzó sobre ella, la mordió con furia y la penetró hecho un salvaje, deseoso de consumirla en la antorcha que se había vuelto, y así siguió mordiendo sus cenizas, angustiado, con el pecho zumbándole por la agitación y sus ronquidos de lobo hambriento.
Ella fue un juguete a sus deseos y le gustó. Helena gemía de placer en los brazos de Feijoó, apretando con sus piernas la cintura de él, mientras sentía su chorro de pasión invadiendo sus entrañas como una catarata de placer y delicia. Sentía un dolor muy agradable que le gustaba más y más y pedía que siguiera taladrándola con furia, porque eso la deleitaba, la hacía sentir más candela en su gente y era feliz quemándose toda.
Hicieron el amor intensamente, una y otra vez, sin detenerse, al contrario, cada vez con más furia, con ira, porque él quería roer hasta el último pedazo de sus huesos, sin dejar carne alguna, conquistando todas sus áreas, desde sus empinadas montañas hasta sus playas delicadas y maravillosas. Ella no se defendía, se dejaba comer entera porque eso le producía más placer.
Feijoó quedó rendido, extasiado, agradecido, exánime y hasta moribundo de tanta delicia, tanto sexo, se quedó sin fuerzas, siquiera para mover un dedo. Ella seguía gimiendo y suspirando mientras su fuego interior se iba aplacando, lentamente. Su fiebre fue disminuyendo exhalando placer por su boca, la sensualidad que brotaba igual a balotas de humo.
Estuvieron callados recuperándose del intenso placer, cuando ella se incorporó lentamente. Se puso su calzón y el sostén, sin decir palabra. El la miraba, volvía a deleitarse con sus nalgas inmensas, con la tersura de su piel, con sus cabellos alborotados y los pezones que se sacudían igual a relicarios.
Cuando estuvo vestida, Helena murmuró encantada, -Eres un toro, y qué toro-
Feijoó esbozó una larga sonrisa, complacido.
De repente ella sacó un revólver y lo apuntó directo a su frente. -Lástima que te vas para siempre-, sonrió ella y le disparó.