Era la una de la mañana. La luna se veía enorme, y solo se escuchaba el ladrar de los perros. Un hombre vestido de n***o, caminaba por la calle que colindaba al cementerio. Era alto, trigueño, su suéter tenía una capucha que cubría su rostro y sus mangas recogidas dejaban ver un llamativo tatuaje.
Del otro lado de la calle, se asomaba un hombre robusto como de unos cincuenta años. Por su caminar se podía adivinar que esa noche había bebido en exceso. Hablaba de forma enredada y no se le podía comprender muy bien lo que decía.
―¡Eh! ¡Amigo! ―gritó el ebrio al ver la figura del hombre junto a la puerta del cementerio―. ¿Tienes un poco de cerveza? Solo te pido un poco.
―Claro buen hombre, acércate ―le respondió el sujeto con voz de muchacho―. Acércate y te daré toda la que quieras.
El hombre caminó con dificultad hacia aquel muchacho y mientras lo hacía expidió palabras de agradecimiento y loo. Sabía que había bebido mucho pero aún no le bastaba. Caminó tras él enceguecido por las ganas de beber más alcohol sin notar que a medida que se acercaba al joven, este se adentraba más entre los sepulcros.
La noche era helada y una niebla blanca envolvió el lugar. El borracho perdió de vista al sujeto y se angustió por hallarlo. Batió la cabeza entre las tumbas, buscándolo con desespero pero no lo vio. Al parecer se había ido. Maldijo a aquel joven por haberlo engañado y se apresuró en volver.
―¿Por qué te vas tan pronto, bebé? ―susurró una sensual mujer que yacía sobre una tumba; se veía joven, no aparentaba más de veinte años. Se acarició el pecho y lo miró con una mirada seductora.
―¡Mama mía! ―exclamó el hombre, caminando muy ligero hacia ella―. ¡Huy muchacha! Pero… ¿Qué hace usted por acá?
―Te estaba esperando bebé… ―le acarició la barba y lo envolvió en sus brazos.
El hombre se llenó de dicha, pero cuando recordó que no tenía dinero, la gloria se borró de su rostro. Lo había gastado todo en la cantina.
―Pero muchacha, dígame primero cuántos pesos me vas cobrar. No tengo mucha plata, pero si quieres yo te busco mañana y te pago el rato.
Al oírlo, la joven soltó una carcajada, lo tomo de las mejillas y lo metió entre sus pechos.
―No te preocupes cariño… no quiero tu dinero ―sonrió―. Yo solo te quiero a ti.
Aquellas palabras fueron música para los oídos del ebrio. Con mucha prisa se quitó la camisa y trató de bajarse los pantalones, pero se vio interrumpido por la mujer quien lo tomó por la cintura y con mucha facilidad lo tendió debajo de ella.
―¡Caramba! ¡Pero usted sí que es bien verraca! ―exclamó el sujeto―. ¡Qué fuerza tan impresionante tiene!
Ella volvió a reír y se echó sobre él, permitiéndole que le besara el cuello. Alargó su mano hasta el suelo y levantó una brillante falcata que resplandecía a la luz de la luna.
Se escucharon varios pasos aproximarse, provocando que el hombre girara su cabeza para ver quien se acercaba. Grande fue su sorpresa al descubrir una espantosa sombra que se plasmaba en el suelo. El terror se apoderó del borracho y un escalofrió le recorrió la medula. Trató de gritar pero no tuvo aliento para hacerlo. Alzó la mirada y divisó la figura de un hombre que estaba a escasos metros de él. Era el mismo sujeto que hace unos minutos lo había conducido hacia el interior del cementerio. Ya no tenía la capucha cubriéndole el rostro; su piel estaba reseca y quebradiza, tanto que se desboronaba en pequeñas esquirlas de piedra que caían sobre el suelo, y de su espalda salían un par de alas color grisáceo, pero no tenían plumas ni pelos.
Un temblor invadió el cuerpo de aquel ebrio. Hizo un esfuerzo por levantarse pero el metal frio de la falcata perforó su garganta. Levantó los ojos, desesperado, buscando a la mujer con su mirada; la halló aún sobre él, sonriendo y acariciándole el pecho con uno de sus dedos.
Ella volvió a alargar su mano hasta al suelo y tomó una enorme copa que era en parte dorada y en parte plateada. Luego procedió a acercarla hasta el cuello del hombre para evitar que la sangre se derramara.
―¿Quiénes son ustedes…? ―preguntó el hombre con dificultad. No hubo respuesta―. Auxilio… ―clamó sin fuerzas, pero pareció más un murmullo que se ahogaba en su garganta. Volvió sus ojos al muchacho y dijo―: tú… ¿eres el diablo?
El joven recogió sus alas, acercó su rostro hasta aquel hombre moribundo y con un tono cargado de cólera le habló:
―A ese que acabas de mencionar, no lo vuelvas a nombrar o iré al infierno para volverte a matar.
―No lo volverá a hacer ―dijo la mujer, aun vertiendo la sangre en el recipiente―. Nunca más lo hará…
En ese momento el hombre dio un sollozo y quedó tendido sin vida sobre la tumba. Cuando la sangre hubo quedado por completo vertida dentro de la copa, la mujer la levantó y procedió a beber de ella. Luego se acercó al joven y también le dio. Él bebió y mientras lo hacía la resequedad de su piel desapareció junto con las esquirlas de piedra que hace un momento se desmenuzaban de sus brazos y cara. Ahora su rostro y todo su ser estaban como nuevos.
―¿Te gusta este lugar? ―preguntó la muchacha, observando el cuerpo inerte de aquel ebrio―. Es algo pequeño. ¿Verdad?
El joven pensó por unos segundos, puso su vista sobre la capilla y dio un salto para caer sobre el techo. Miró hacia el pueblo y luego dijo:
―Sí. Es un poco pequeño ―hizo una pausa y agregó―: nosotros lo haremos aún más pequeño.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de la muchacha. Abrieron sus alas y volaron hasta la cima de la colina del cementerio.