El hospital no era precisamente un lugar cómodo para pasar los siguientes días, pero Gavin se había asegurado de que la habitación de Emilia fuera la mejor disponible. Había ordenado que trajeran flores, frutas y hasta un sillón reclinable para él mismo, pues se negaba a dejarla sola ni una noche. Emilia, con el tobillo enyesado y la cabeza aún sensible por el golpe, intentaba no mostrar lo mucho que le desconcertaba tenerlo allí. Cada vez que lo veía levantarse a atender cualquier detalle —desde pedirle al personal médico más almohadas hasta revisar la temperatura del aire acondicionado—, se preguntaba si era el mismo hombre que días atrás la había arrinconado en el club con reproches y juicios crueles. —No tienes que quedarte —dijo ella, mientras lo observaba leer un informe en su tabl

