EL ABANDONO QUE DOLÍA

1784 Words
El sol apenas se colaba por las cortinas de lino blanco, tiñendo la habitación de Emilia con una luz tibia y suave, como si el mundo intentara consolarla antes de que ella misma se enfrentara a un día más. El aroma del café recién hecho flotaba en el aire, pero incluso esa fragancia, normalmente tan reconfortante, parecía inútil ante la rutina que la había atrapado. Cinco años de matrimonio se habían reducido a un silencio ensordecedor y a gestos medidos, casi mecánicos, que su esposo repartía con la misma frialdad con la que se desempeñaba en su trabajo. Cinco años de matrimonio. Cinco años de silencios en la mesa, de camas frías, de excusas de trabajo y de sonrisas prestadas en reuniones sociales. Emilia se levantó de la cama, intentando ignorar el hueco en el pecho que siempre le recordaba que estaba sola, aunque compartiera techo con aquel hombre que alguna vez creyó que sería su mundo entero. Se miró al espejo del vestidor; su cabello moreno caía en ondas suaves sobre sus hombros, y sus ojos, de un verde intenso, mostraban más de lo que quería admitir: cansancio, melancolía y un anhelo de amor que había dejado de ser correspondido. Recordó aquel día, hace cinco años, cuando se conocieron en la universidad. Alejandro Montes, con su porte elegante y sonrisa confiada, había entrado en su vida como un huracán, arrasando con cada fragmento de su corazón adolescente. Él le había prometido mundos, palabras dulces y un amor que parecía imposible de quebrar. Y Emilia, joven, ingenua y apasionada, creyó cada una de esas promesas. Pero ahora… ahora apenas intercambiaban palabras que no fueran órdenes o frases triviales. El hogar que compartían no era una mansión, pero tenía algunos lujos, era impecable, pero vacío de emociones. Las cenas se limitaban a intercambiar silencios entre sorbo y sorbo de vino; los abrazos se habían reducido a saludos automáticos y los besos a un gesto protocolario. Y en medio de todo eso, Emilia se sentía como un fantasma en su propia vida. Se dirigió a la cocina, donde el aroma del café se volvía más penetrante. Encendió la cafetera y se sentó en la barra, con las manos entrelazadas, observando cómo el líquido oscuro caía lentamente en la taza. Cada goteo parecía marcar un segundo más de su existencia vacía, un recordatorio de que el tiempo pasaba mientras ella permanecía atrapada en una ilusión rota. —Buenos días —dijo Alejandro al entrar, su voz tan neutra como siempre, apenas un susurro que se desvanecía en el ambiente. Ya estaba vestido con su elegante traje de oficina. —Buenos días —respondió Emilia, con una sonrisa que no alcanzó a tocar sus ojos. Él no notó el matiz de tristeza en su tono, ni lo percibió la tensión en su postura. Alejandro siempre había sido así: impecable, controlado, distante. Un hombre que no sabía lo que era el dolor que ella sentía, porque nunca había permitido que nadie entrara verdaderamente en su mundo. Emilia recordó otra promesa, otra palabra que le había dejado grabada en el corazón: «Siempre estaré contigo y te apoyaré en todo». ¿Dónde estaba ese hombre ahora? ¿Dónde estaba el calor que alguna vez sintió en sus brazos? Nadie se lo había explicado. Nadie le había avisado que el amor podía desvanecerse mientras uno seguía ahí, día tras día, con la esperanza inútil de que todo mejorara. Durante el día, su rutina se desarrolló como siempre: trabajo desde casa, correos electrónicos interminables y llamadas con clientes. No había terminado la universidad para poder trabajar y apoyar a Alejandro, para que él terminara su carrera de arquitectura. Durante el primer año de matrimonio fue duro, pues se mantenían solamente con el sueldo de ella como camarera en un restaurante, mientras él estudiaba a tiempo completo. Se suponía que una vez que él consiguiera un buen empleo, en una gran firma, le ayudaría a terminar la carrera, ayudándole a solventar los gastos, pero esas promesas se habían desvanecido en el aire, así como se habían desvanecido las promesas de amor. Él tenía un gran trabajo ahora y ella ya no tenía que trabajar como camarera, pero con respecto a terminar la carrera de arquitectura, él siempre tenía excusas: que si estudiaba, no le iba a dedicar tiempo a la casa y lo iba a desatender a él. Que las mujeres habían sido hechas para atender la casa y al marido, no para trabajar y hacerles competencia, para luego echarles en cara que ganaban más que ellos. Apenas, y luego de una gran discusión, le permitió obtener ese trabajo de medio tiempo desde casa, algo que apenas le permitía solventar algunos de sus propios gastos, mientras que él se podía permitir algunos lujos, viajar y acudir a reuniones que la dejaban sola en la casa, sola con sus pensamientos y con la sensación de que estaba perdiendo no solo los años, sino también su propia identidad. Tenía veinticuatro años, casi veinticinco, y sentía que la vida se le estaba escapando de las manos como si fuera agua. Durante la tarde, al terminar su trabajo, intentó leer, escuchar música, ocuparse en algo que le distrajera, pero la soledad la acompañaba como una sombra que se negaba a abandonarla. Esa noche, descubrió la verdad que hasta entonces había ignorado. —Voy a salir y volveré tarde, así que no me esperes —anunció Alejandro cuando llegó de trabajar, como tantas noches hacía, como si huyera del hogar o de la presencia de ella, con quien parecía que no le gustaba pasar el tiempo. Emilia estaba sentada en la mesa del comedor, esperándole con la cena servida. Ese día era su aniversario de bodas número cinco, pero Alejandro no parecía recordarlo, lo cual no era una sorpresa para Emilia. Hace mucho tiempo que a él le habían dejado de importar esas cosas. —¿A dónde vas? —preguntó Emilia, aunque ya imaginaba la respuesta. Era lo mismo de siempre, la única cosa que a Alejandro le importaba: las reuniones con sus socios o clientes. Casi todas las noches tenía cenas o reuniones con ellos. A ella casi nunca la llevaba, a menos que fuera estrictamente necesario. —Tengo una reunión con unos clientes importantes —respondió Alejandro, mientras se aflojaba la corbata y hacía el camino hacia la habitación conyugal, que bien podría ser el Polo Norte, por lo fría que se había vuelto en los últimos años—. Negocios. Ya sabes —puntualizó, encogiéndose de hombros, despreocupadamente. Emilia se levantó de su silla y lo siguió. Estaba aburrida, quería hacer algo, divertirse un poco y no solamente estar encerrada en esa casa que se había vuelto una cárcel para ella. Aunque Alejandro no se acordara de su aniversario de bodas, quizá podrían celebrar al terminar la reunión. —¿Y puedo acompañarte? —le preguntó, cuando entró a la habitación. —No. No puedes. No es una reunión para socializar, Emilia. Lo sabes muy bien —masculló él, irritado. Parecía que la sola presencia de Emilia le molestara. —Pero yo quiero salir, divertirme un poco y, además, hoy es... —Haz lo que quieras, pero conmigo no cuentes —vociferó Alejandro, enfadado—. Si quieres salir, sal, pero no conmigo. Se sacó la billetera y el teléfono móvil de los bolsillos, colocó ambas cosas sobre una mesita de noche y, desabotonándose la camisa y arrojando la chaqueta sobre la cama, entró al baño y se encerró, dejando a Emilia decaída y con lágrimas picando detrás de sus ojos. ¿Por qué no podía tener siquiera un poquito de consideración con ella? Era su esposa. Merecía siquiera un poco de cariño y relevancia en la vida de su esposo, no solamente ser la que lavaba y planchaba su ropa, la que mantenía la casa limpia y la que le preparaba la comida. Sus pensamientos pesimistas fueron interrumpidos de repente. El teléfono vibró en la mesita. Emilia no solía revisar los mensajes de Alejandro, pero la pantalla iluminada reveló un nombre que le desgarró el corazón: Isabela. Su mejor amiga. Su confidente desde la universidad. Con manos temblorosas, abrió el mensaje: No olvides que te espero esta noche en el mismo lugar de siempre, amor. Usa la corbata azul, me encanta cómo te ves con ella. Emilia sintió un vacío en el estómago. De pronto, todo tuvo sentido: las ausencias, los viajes repentinos, las excusas absurdas. Alejandro e Isabela trabajaban en la misma firma de arquitectos y su amiga, su querida amiga, esa mujer en la que tanto confió, le había jurado y perjurado que ella lo cuidaba, que nunca permitiría que él la engañara con otra, mucho menos una del trabajo, y que si miraba cualquier cosa sospechosa entre él y alguna compañera, se lo diría. —Qué estúpida fui —se quejó en un hilo de voz. El mundo pareció girar más rápido, y un frío helado se apoderó de ella. Cada palabra escrita en aquel mensaje, era un golpe directo a su alma. Las lágrimas comenzaron a recorrer su rostro, y por primera vez en mucho tiempo, Emilia se permitió sollozar sin restricción, sin intentar sostener la compostura. —¿Cómo…? —susurró entre lágrimas, sin entender cómo era posible que su esposo y su mejor amiga la estuvieran engañando de esa forma. El corazón de Emilia se rompió en un instante. Cada promesa, cada palabra susurrada en noches de ilusión, se desplomó como un castillo de arena frente a la marea. Todo lo que había creído no era real, todo lo que había construido en esos cinco años, se desvaneció en un segundo. Emilia cayó de rodillas sobre el suelo frío, el teléfono entre sus manos, el mundo entero derrumbándose a su alrededor. La casa lujosa, los muebles elegantes… todo era inútil. Nada podía llenar el vacío que sentía, nada podía borrar la traición que ahora se había convertido en su realidad. Y entonces, entre la confusión y el llanto, algo cambió dentro de ella. Una pequeña chispa de fuerza, de decisión. Si Alejandro la había traicionado y dejado atrás, ella no podía quedarse allí, consumiéndose. Debía levantarse, debía recuperar su vida, la vida que había dejado atrás para dedicarse a él en cuerpo y alma, aunque eso significara enfrentarse a un mundo desconocido y a un futuro incierto. Pero antes que nada, necesitaba verlo con sus propios ojos y necesitaba pruebas para poder vengarse de Alejandro. Él ya le había quitado demasiado en estos cinco años y eso era más que suficiente. Ahora ella le iba a quitar lo que él más valoraba y sabía cómo hacerlo exactamente. Dejó el teléfono sobre la mesa y salió de la habitación.
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