VENGANZA COMPLETA

2618 Words
—Tu mente y tu cuerpo nunca olvidarán las cosas que te haré esta noche —le susurró él al oído, provocando un escalofrío que recorrió la columna vertebral de Emilia y le erizó cada vello del cuerpo—. Me sentirás hasta en… el último… centímetro de tu cuerpo y nunca más desearás las patéticas caricias que ese imbécil le dio a tu cuerpo. Todos sus instintos le dijeron que necesitaba lo que ese hombre le ofrecía. Quería que él tomara el control para poder soltarse. Dejó escapar un suspiro, todos sus músculos se relajaron mientras su cuerpo se balanceó tentadoramente. Él la siguió, aflojándose la corbata mientras avanzaba. Frotó la sedosa tela entre los dedos y cuando se paró detrás de ella, se la enrolló alrededor de las muñecas y le sujetó las manos con una suya por encima de la cabeza. Su dolorosa polla le rozó el trasero. Ella inhaló con fuerza cuando él le abrió el broche del sujetador estrapless y dejó que el encaje cayera al suelo. Con la mano libre, le inclinó la cabeza hacia un lado para rozarle el cuello con los labios y pasar su lengua por el rápido aleteo de su pulso. Emilia se estremeció contra él y no pudo evitar sonreír. ―¿Cuánto hace que ese imbecil no te toca? ―le preguntó en un susurro ronco. ―Demasiado tiempo ―respiró Emilia. Él le raspó con los dientes la carne sensible de su cuello. ―¿Cuánto tiempo, preciosa? Quiero saber lo suave que necesitas que sea. Emilia se estremeció y apretó sus suaves y turgentes nalgas contra él. ―Más de tres años. ―Tienes razón ―murmuró―. Es demasiado tiempo para que una mujer como tú no sea tocada. Le rozó el vientre con las yemas de los dedos y ella sintió como si fuera el toque de una pluma; se quedó inmóvil sintiendo un delicioso cosquilleo que le estremeció en la parte más baja del vientre. Él hundió el rostro en la curvatura de su cuello y, con delicadeza, le levantó la pierna y le apoyó el pie en la cama. Emilia gimió mientras sus dedos le rozaron el sexo. —Estás tan mojada —gruñó él, hambriento de deseo—. Preparada para que te consienta esta noche. Emilia tembló y ahogó un grito cuando sintió que un dedo se introdujo en sus bragas. Lo pasó por toda su raja, untándose con sus fluidos. Emilia notó el placer hasta en la última terminación nerviosa. Se aferró a su pelo, agarrándose a él tan fuerte como pudo. Él le cogió la barbilla y le ladeó la cabeza lo suficiente para poder besarla. Mientras sus lenguas se probaban y se retorcían la una con la otra, saqueando en la boca del otro, él aprovechó para penetrarla con un dedo que le arrancó a ella un gemido que murió en la boca de él. Con una mano siguió masturbándola, con la otra le acariciaba un pecho, acogiendo el pezón erecto entre los dedos. Emilia notó un escalofrío en el estómago, una sensación que se le extendió por todo el cuerpo. Entre jadeos, él sacó la mano con la que la penetraba y la llevó a su boca para que le lamiera los dedos húmedos, succionándolos poco a poco. Él no la dejaba ni respirar: le dio la vuelta y la besó en la boca. Sus manos la sujetaron por las caderas y una fue deslizándose hasta llegar a su trasero. Volvió a introducirse dentro de la tanga y apretó la turgencia de su nalga con fuerza, provocando que el vientre de Emilia se aplastara contra su latente erección. Ambos gimieron al unísono y Emilia soltó un grito, asustada, cuando él le introdujo un dedo en el trasero. Se tensó completamente y él la recompensó con un dulce beso en la boca. —Shhh... —siseó, lamiendo su labio inferior—. Relájate y disfruta, gatita. Emilia cerró los ojos y dejó de pensar para centrarse en las sensaciones que recorrían su cuerpo como fuegos artificiales haciendo explosión. Entonces, comenzó a disfrutar de ese dedo en su trasero; se sentía tan bien, que de repente se encontró gimiendo en voz alta. Él se agachó y atrapó uno de sus pezones entre sus dientes. Su dedo trabajaba en el trasero de ella y su boca en esas tetas que lo habían estado tentando en el bar y que hacía rato quería probar. Joder. Eran deliciosos. Podía morir feliz en ese momento, con uno de esos dulces y suaves pezones en su boca. Lo soltó para centrarse en el otro. Sabía igual: dulce, tan jodidamente adictivo. Cuando volvió a levantarse, sacó su dedo del trasero de ella y la empujó contra la cama. Se terminó de quitar la ropa frente a sus ojos y ella no pudo evitar recorrer su perfecto y tan tonificado cuerpo con su mirada, contemplando cada músculo bien definido. Alejandro era un recuerdo borroso frente a ese monumento de hombre que le estaba dando la mejor noche de su existencia. Cuando él estuvo totalmente desnudo, se arrodilló en la cama y llevó sus manos a la cintura de sus bragas, para deslizarlas hacia abajo y desnudarla totalmente. La vergüenza le quemó las mejillas. Alejandro había sido hasta ese momento el único hombre que la había visto desnuda. Él le abrió las piernas de par en par y sus ojos centellearon lujuriosos cuando vio su sexo abrirse como los delicados pétalos de una rosa en botón. —Voy a hacer que te corras en mi boca —le dijo, mientras se apretaba la polla con una mano, para poder calmar el anhelo palpitante y desesperante que dolía por enterrarse en ella. Quería hacerlo ya, sumergirse en sus profundidades y estar envuelto por sus ardientes carnes, pero no quería irse con prisas. Había tanto por hacer y él tenía que hacer un gran trabajo con ella, para que nunca olvidara esa noche. Con sus penetrantes ojos azules, él se arrodilló y la acercó al borde de la cama. Le separó mucho más los muslos y se colocó las piernas de Emilia sobre los hombros: ya no quedó nada para la imaginación. Se deleitó con su gemido justo antes de rozar su piel. Con una mano le acarició el vientre mientras con la otra le levantó un pie, aún con el zapato, y le chupó el dedo gordo del pie con lujuria. Tenía los pies más perfectos que había visto jamás. —Dime que te mueres de ganas de que te saboree —susurró, lamiéndola despacio hasta la pantorrilla mientras con un dedo le acariciaba el sexo húmedo. Estaba empapada de deseo y él apenas pudo controlarse. —Dios, sí, por favor —rogó, levantó las caderas y gruñó, tratando de soltarse las manos de la corbata, para tocarse los pechos. Él le separó las piernas un poco más y suspiró una última vez antes de empezar a lamerle el clítoris poco a poco. Le introdujo los dedos y lamió el dulce néctar de su cuerpo. Succionó más y más adentro, con avidez, sabiendo que no volvería a experimentarlo de nuevo. Miel… era miel pura y tan jodidamente adictiva. Daría lo que fuera por saborearla, olerla, sentirla y explorarla tan íntimamente cada día… el resto de su vida, pero sabía que no sería así, porque eso terminaría esa misma noche, así como había comenzado. —Sabes tan bien —susurró mientras seguía introduciéndole los dedos. Oyó su respiración entrecortada y observó cómo temblaba y arqueaba la espalda, y eso no hizo más que aumentar su deseo por ella. Se notaba la polla dura y caliente; se moría de ganas de penetrarla. Cada vez que gritaba de placer y se arqueaba contra el colchón, se estremecía con un deseo que no había conocido hasta entonces y se sentía al borde de la explosión sin estar dentro de ella siquiera. Cuando notó que Emilia estaba a punto de correrse, redujo las caricias con la lengua un momento para volver a acelerarlas después, lametazo a lametazo, hasta que supo que ya no podía aguantar más. Cuando se le estremecieron las piernas por el clímax, él se aferró a sus caderas y se la acercó con más fuerza hacia la boca. Cuando volvió a gritar muerta de placer, él mordió, succionó y tiró de sus hinchados pliegues aterciopelados con los dientes. Antes de que mitigara el éxtasis al que la había llevado, empezó a recorrerle el cuerpo con la lengua. Se detuvo en el vientre y la miró a los ojos: tenía el rostro enrojecido y respiraba con dificultad. —Me muero por estar dentro de ti —masculló mientras se incorporaba para hundir el rostro entre sus pechos y lamerle un pezón. Se separó, agarró sus pantalones del suelo y sacó un preservativo que se puso con rapidez. Volvió a cernirse sobre su cuerpo anhelante. Cogió la parte posterior de su rodilla y colocó su pierna alrededor de la cintura. A Emilia se le cortó la respiración mientras él se cernía sobre ella sin dejar de tantear su pezón con la lengua: con roces pausados y pensados con cuidado para provocarle placer. Y lo sentía, desde luego. Sus gemidos reverberaron en el dormitorio, su respiración pesada le perforaba los oídos incluso. Los movimientos de su lengua alrededor de su pecho junto con los mordisquitos aquí y allá hacían que su cuerpo se lanzara hacia su traviesa boca. Emilia apenas pudo tomar aire suficiente cuando por fin la penetró. Notaba cómo las llamas del placer la consumían y se abrían paso por su cuerpo. Cada embestida, larga y profunda, era pura magia, porque ni siquiera Alejandro había conseguido que su cuerpo sintiera lo que sentía con él. —Dime, ¿alguna vez él te hizo sentir lo mismo que yo te estoy haciendo sentir? —cuestionó él, sintiéndose territorial y posesivo con ella de repente, lo cual era ridículo porque se suponía que nunca más la iba a ver. —Ni siquiera recuerdo de quién me estás hablando —bromeó ella entre jadeos, arrancándole a él una carcajada que lo hizo sentir extraño. ¿Cuándo había sido la última vez que se había reído durante el sexo, si es que alguna vez lo había hecho? Ella también se rio, contagiada por su risa, y el sonido inesperadamente goteó como miel sobre sus sentidos inflamados. Retrocedió, la agarró por debajo de las caderas y la inclinó para poder deslizarse más adentro. Emilia gritó, pero no de dolor, así que siguió. Con cada embestida, la empujó más cerca del límite. Sus gemidos eran cada vez más fuertes y su cuerpo se apretaba aún más. Se acercó a su boca y deslizó su pulgar entre sus labios. ―Chupa —le ordenó. Lo hizo, curvando la lengua y lamiendo la punta, y mierda si ella no tenía un talento natural. «Con quien acabase después de esa noche iba a tener mucha suerte». La idea le hizo apretar la mandíbula, una respuesta ridícula y animal a la idea de que otro hombre la tuviera. Le quitó el pulgar de la boca y se lo pasó por el clítoris hinchado. ―¡Dios! ―Emilia gritó mientras su espalda se arqueaba sobre la cama. Él siguió moviendo las caderas y el pulgar mientras se inclinaba y le pasó la lengua por el pezón antes de metérselo en la boca. El placer se le enroscó en la base de la columna, como una serpiente a punto de atacar, y quiso que ella llegara antes que él, quiso sentir cómo se apretaba en torno a su polla, forzándolo a eyacular. Le chupó el pezón con fuerza, le pellizcó el clítoris e inclinó sus embestidas para dar en el punto que la haría correrse. Unos segundos después, se corrió, con las manos retorciéndose contra la corbata y la cabeza echada hacia atrás, mientras sus músculos internos se apretaban alrededor de él. ―Mierda. Eso es, gatita ―gimió―. Eres tan buena chica, corriéndote con mi polla dentro de ti. Gritó cuando él se retiró entre pulsaciones y volvió a penetrarla de golpe. Su clímax lo arañó. Mierda. No iba a aguantar más. ―Vas a hacer que me corra. Tan... Jodidamente. Duro. Cada músculo de su cuerpo se tensó mientras el calor y el placer recorrían su cuerpo. Se agarró a sus caderas, empujando tan hondo como pudo, y su eyaculación llenó el condón con un chorro desgarrador tras otro. De repente, sintió un impulso irracional de sacarlo, arrancárselo y volver a hundirse en ella para ver su semen derramándose cuando acabase. «¿Qué demonios me pasa?». En lugar de eso, se dejó llevar por otro impulso y le dio otro beso, sus lenguas se entrelazaron y sus gemidos vibraron contra sus labios. Solo cuando estuvo completamente agotado se separó de ella y se retiró, rodando sobre su espalda. Miró al techo e intentó recuperar el aliento. Era una suerte que no volviera a verla después de esa noche, porque sería demasiado fácil volverse adicto a un sexo tan bueno. [...] Emilia se quedó dormida por lo agotada que estaba luego de ese día que había empezado tan mal y había terminado tan fantásticamente. Cuando se despertó a la mañana siguiente, el desconocido había desaparecido y ella se encontró sola en esa habitación de hotel que de repente se sintió tan fría y tan vacía. Un sentimiento de soledad le atravesó y deseó por un momento que aquel desconocido apareciera por las puertas del baño, regresando de una ducha, para darle un poco más de lo que le había dado la noche anterior. Sacudió la cabeza y alejó el pensamiento, sabiendo que eso había sido nada más que una aventura de una noche. Sexo de venganza que debía olvidar, porque nunca más volvería a ver a ese desconocido. Se sentó sobre la cama y desperezó su cuerpo dolorido por la candente noche de placer que había tenido y que había deseado durante tanto tiempo. Con una sonrisa que tiraba de sus labios, se levantó, con las sábanas alrededor de su cuerpo desnudo y se dirigió al baño para darse una ducha rápida. Cuando salió, unos minutos después, se encontró con una nota que no había visto antes. Te dejé el desayuno pedido, gatita. Sigue disfrutando de tu venganza. No había ni un nombre, ni una inicial. Nada más que esas palabras, pero de igual manera, Emilia sonrío y apretó la nota contra su pecho, sintiendo que el desconocido seguía entregándole tanto. [...] Unas horas después, Emilia salió del hotel sintiéndose renovada; una mujer nueva que empezaba a tomar las riendas de su vida y que no iba a dejar que ningún otro hombre la volviera a pisotear otra vez. Sintiendo la adrenalina que corría por sus venas y con la emoción de la noche anterior aún crepitando en su sangre, decidió que era momento de completar su venganza. Pidió un taxi y se dirigió a la empresa donde Alejandro e Isabela trabajaban. Al llegar al lugar, pidió reunirse con el encargado de recursos humanos y fue allí cuando lo hizo. Uno de los requisitos de aquella empresa era que sus colaboradores no podían mezclarse, ni tener relaciones entre ellos que no fueran solo laborales o de amistad, mucho menos verse envueltos en escándalos que afectaran su buen nombre y reputación. Emilia fue implacable y no se tentó el pulso a la hora de mostrar sus pruebas, las cuales servían para que despidieran inmediatamente a ambos. Con su venganza completa, Emilia salió de allí, dispuesta a empezar una nueva vida en la que retomaría todo aquello que había dejado de lado por culpa de Alejandro.
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