ENCUENTRO INESPERADO

1995 Words
El dolor seguía latiendo en el pecho de Emilia como un tambor implacable cuando el taxi se aparcó a unos metros de la entrada del hotel en el que Alejandro e Isabela se habían quedado de ver. Desde el asiento trasero del taxi, observó a Alejandro salir de su coche, entregarle las llaves al valet parking y cruzar las puertas de entrada del lujoso edificio, mientras se ajustaba la corbata azul que ella le había regalado con su primer sueldo en el trabajo de medio tiempo y que él le modelaba a Isabela. Emilia le pagó al taxista, abrió la puerta y salió, sintiendo que el corazón le latía desbocado en el pecho. El cielo estaba precioso, salpicado de titilantes estrellas y una luna llena que parecía un brillante medallón de plata, como si la naturaleza quisiera distraerla de la tormenta que rugía dentro de ella. Inspiró profundo, intentando calmar el temblor de sus manos y la sensación de que su mundo entero se había derrumbado. Sin embargo, la realidad no cedía: su esposo, el hombre que había prometido amarla por siempre, la había usado y engañado, y ahora estaba cerca de reunirse con su amante; una mujer que parecía no tener escrúpulos, porque se había hecho llamar su mejor amiga, la mujer a la que le contaba sus confidencias y sus problemas maritales, y que, a sus espaldas, se estaba revolcando con su esposo. Desde la acera, a través de las paredes de cristal y con el ánimo decaído, Emilia observó a Alejandro reunirse con Isabela en el bar del hotel. Se dieron un beso en la mejilla y luego de dejar una propina en la barra, caminaron al vestíbulo y se acercaron a la recepción. Emilia entró y se escondió detrás de una gruesa columna que le permitía escuchar un poco de lo que hablaban; al menos lo relevante. —Su habitación es la 415 —dijo el hombre que los atendía—. Su champán y la cena llegarán en unos minutos. Emilia tragó el dolor que le producía pensar que ese champán y esa cena podrían haber sido parte de la celebración de sus bodas de Madera; pero no, su esposo había planeado esa celebración con otra. Sin esperar más y tratando de hacer todo lo posible para que no la vieran, Emilia se apresuró a los ascensores, entró en uno y oprimió el botón del cuarto piso. Rápidamente, buscó la habitación 415 y se escondió, para esperar a los traidores. Minutos después, el ascensor volvió a llegar y Alejandro, junto a su amante, salieron de él. Emilia se sintió aturdida e intentó tragar saliva. Se sentía como si un montón de cuchillas afiladas le estuvieran afeitando el esófago. Le entró pánico y una fina capa de sudor comenzó a brillarle sobre la piel, cuando asomó apenas la cabeza y los miró. Se le cortó la respiración y se le cayó el alma a los pies. El corazón le dio otro vuelco al ver que Isabela rodeaba el cuello de Alejandro con los brazos, se abalanzaba sobre él y, a continuación, pasó: le dio un beso en la boca; apasionado, lujurioso. A Emilia se le llenaron los ojos de lágrimas, y sin acabar de comprender lo que estaba ocurriendo, se llevó las manos a la boca. Era incapaz de seguir viendo aquello, pero tenía que hacerlo para obtener las pruebas que necesitaba para ejecutar su venganza contra esos dos traidores. Sacó su teléfono y empezó a grabar cómo avanzaban hacia la puerta de la habitación, devorando sus bocas y tocándose por todas partes de sus cuerpos. Se separaron solo para que Alejandro pudiera abrir la puerta. Una vez abierta, volvieron a besarse y entraron, cerrando la puerta tras de sí. Emilia se tomó su tiempo, para llorar amargamente, para sorber su dolor y para recomponerse. Se secó la lágrimas que le brotaban de los ojos, levantó la barbilla con dignidad y endureció el gesto para no mostrar nada de su tristeza y amargura cuando se acercó a la puerta. Levantó el puño y golpeó repetidamente, asegurándose de no ser vista por la mirilla de la puerta. A los segundos, la puerta se abrió. Tras ella, una explosiva rubia pechugona. Además de su sonrisa, no llevaba nada más que las bragas de encaje color rosa y un sujetador a juego, medio oculto bajo la camisa de vestir de Alejandro. Y desabrochada, nada menos. Isabela palideció al ver a Emilia y sintió el terror atravesarla cuando vio el teléfono apuntando hacia ella; supo entonces que la estaba grabando. —¡Eres una maldita descarada! —le gritó Emilia y le asestó una fuerte bofetada a la cara que la hizo retroceder—. ¡Se suponía que eras mi amiga... Mi mejor amiga y yo te lo contaba todo! ¡Sabías de mis problemas maritales y ya veo que solamente te interesaba saber de ellos para usarlos en mi contra, porque en realidad te estabas haciendo cargo de mi marido! ¡Lo estabas cuidando tan bien, para que no se metiera con ninguna otra, que preferiste ser tú la que le diera lo que a mí me negaba en la casa! Con la mano en el rostro para contener el dolor en su mejilla, Isabela tartamudeó su replica: —Emilia, yo... Te juro que no fue mi intención... —¡Cállate! —Le exigió Emilia—. ¡No quiero escuchar tus excusas! ¡No te quiero más en mi vida, jamás! ¿Cómo pudiste? ¿Cómo te hiciste llamar mi mejor amiga, cuando en realidad me estabas apuñalando por la espalda? Alejandro, que estaba en boxer sobre la cama, ya se había puesto en pie y comenzado a ponerse los pantalones nuevamente. Con una rabia iracunda, avanzó a zancadas hacia Emilia para arrebatarle el teléfono, pues ya intuía lo que ella iba a hacer con esa grabación. —¡Dame eso! —le exigió, lanzándole una tarascada al teléfono, pero Emilia fue más rápida y ágil y logró evitarlo. –¡No! ¡Vas a pagar por todo lo que hiciste y te vas a arrepentir, Alejandro! —Miró a Isabela, que la veía asustada—. Y tú, quédate con él. Es todo tuyo. Solamente recuerda que el perro nunca deja de ser perro y ahora tu puesto queda vacante, querida. Emilia giró sobre sus talones y salió. Alejandro intentó ir tras ella para conseguir quitarle el teléfono, pero chocó contra el desconcertado empleado del hotel que les traía la cena y el champán, y ya no pudo continuar, porque no quería armar un escándalo del cual fueran partícipes las otras personas que había en el hotel. Los tacones de Emilia repiqueteaban con furia contra la acera mientras avanzaba a toda prisa, el celular en la mano, esquivando a quienes se interponían en su camino. Solo quería huir: del hotel, de Alejandro, de Isabela… de todo. Cuando creyó estar lo bastante lejos para que Alejandro no pudiera alcanzarla, levantó la mano en busca de un taxi. Entonces, a su lado, una puerta de madera oscura se abrió y una pareja salió entre risas, distrayéndola por un instante. Antes de que la puerta se cerrara, Emilia alcanzó a escuchar el murmullo de conversaciones y la vibración de la música. Alzó la mirada hacia los cristales tintados. Un bar. Se quedó allí, dudando. Vestía un ajustado vestido n***o, tacones de tiras y la delicada lencería que había escogido con premeditación, como un grito silencioso de rebeldía, tal y como lo había hecho Lady Di con su célebre vestido de la venganza. Esa noche, traicionada y humillada, no quería regresar a casa con el rabo entre las piernas para esperar la inevitable confrontación con Alejandro. No. Esa noche no quería lágrimas ni reclamos. Quería olvidar. Quería una copa. Quería despedirse de cinco años de abandono y desamor. Podría beber en casa, sí, pero allí la encontraría él. Y esta vez no le permitiría arrebatarle nada más. Inspiró hondo, abrió la puerta y se adentró en la penumbra. El inconfundible aroma a cerveza y whisky mezclado con madera pulida y cuero la envolvió. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la escasa luz, distinguiendo figuras dispersas en mesas y a un grupo reunido en torno a la larga barra de madera. Cruzó el lugar con la cabeza erguida y se sentó en un taburete alto, junto a un hombre de cabello oscuro, camisa blanca impecable y porte demasiado serio para un simple cliente. Mientras se acomodaba, luchaba contra las lágrimas que amenazaban con traicionarla. El bartender acudió enseguida, quizá intuyendo su estado. Emilia abrió la boca para pedir su habitual copa de vino blanco, pero se detuvo. Esta vez, necesitaba algo distinto. Algo fuerte. Algo que quemara. —Whisky. Con hielo. El hombre arqueó una ceja, sorprendido. Emilia lo ignoró. Esa noche quería romper sus propias reglas y dejar de ser la esposa sumisa y callada que se había dejado pisotear. El bartender no replicó; tomó una botella de ámbar líquido, llenó un vaso y se lo puso delante. Ella lo tomó de un trago. El fuego le bajó por la garganta y la obligó a jadear, estremeciéndose antes de toser. La mirada divertida del bartender apenas la incomodó. —Otra, por favor. —¿Estás segura? —preguntó él. —Segura —replicó Emilia, y soltó una risa breve, nerviosa. El vino que había bebido antes de salir ya estaba empezando a hacer efecto. El bartender reprimió una sonrisa y le sirvió de nuevo. —¿Quieres que abra una cuenta? Antes de que Emilia pudiera responder, una voz grave y profunda se interpuso. —No creo que sea buena idea, si está sola. Ella giró la cabeza. Era el hombre de cabello oscuro que había estado a su lado desde que llegó. Él no se molestó en mirarla de frente, solo habló con un tono neutro, casi como si se hablara a sí mismo. —Disculpa —replicó Emilia con indignación—. No te conozco, y tú no me conoces. Así que no tienes nada que opinar sobre lo que bebo. El hombre giró entonces el rostro. Y cuando sus ojos se encontraron con los de ella, Emilia sintió un vuelco en el pecho. Era guapo, de una forma sobria y peligrosa. Su mirada oscura se clavaba en la suya con la intensidad de quien observa demasiado y revela poco. Él también la estudió con descaro. El vestido n***o realzaba cada curva de su cuerpo, y él lo notó. Aunque trató de mantener la compostura, en su interior ardió un pensamiento que no debería tener: cómo se verían esos labios perfectos, carnosos y rosados, alrededor de su polla. Emilia, incómoda por su escrutinio, alzó la barbilla con orgullo y miró de nuevo al bartender. —Una más, por favor. —Otra de esas y mañana lo lamentarás —intervino el desconocido, esta vez girándose un poco hacia ella. Ella lo fulminó con la mirada. —Te repito: no es tu problema. —No lo es —admitió él con calma—. Pero si yo pude adivinar que estás aquí por culpa de un hombre, créeme que todos los demás también pueden hacerlo. Y con ese vestido… —sus ojos la recorrieron lentamente, con descaro y fascinación contenida—, no te faltarán idiotas dispuestos a aprovecharse. Emilia arqueó una ceja. —¿Y tú? ¿También eres de esos idiotas? Por primera vez, él sonrió apenas, con un dejo de ironía. —No, preciosa. Yo no busco mujeres borrachas ni con el corazón roto. Pero si lo que quieres es sexo rápido por venganza… entonces sí, bebe. El silencio entre ambos se tensó, cargado de electricidad. Emilia sostuvo su mirada, y en sus ojos verdes brilló una mezcla de desafío y vulnerabilidad. Y él supo, con el mismo instinto con el que respiraba, que esa noche cambiarían más cosas de las que cualquiera de los dos estaba dispuesto a admitir.
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