II-2

2048 Words
Tampoco faltaban los corrompidos sacerdotes de Serapis, con ramas de palmera en la mano, y sacerdotes de Isis, en cuyos altares se hacían más ofrendas que en el de Júpiter Capitolino; sacerdotes con doradas espigas de arroz en la mano, sacerdotes de las divinidades nómadas, bailarinas orientales con sus brillantes mitras, vendedores de amuletos y encantadores de serpientes, magos de Caldea y, en fin, vagos sin oficio que acudían todas las semanas a los graneros situados sobre el Tíber en demanda de cereales, que se peleaban en los circos por los billetes de lotería y que pasaban las noches en las casas medio derruidas de los barrios transtiberinos, y los días calurosos y de sol bajo los pórticos cubiertos o en los sucios figones del Suburra, en el puente Milvio, o ante las insulas de los magnates, donde algunas veces les echaban las sobras de las mesas de los esclavos. Petronio era muy conocido de la muchedumbre. A los oídos de Vinicio llegaban repetidos gritos de Hic est! (¡Es él!). Era querido por su generosidad, y su popularidad había aumentado desde que se supo que en presencia del César se había manifestado opuesto a la sentencia de muerte dictada contra toda la familia del prefecto Pedanio, sin distinción de edad ni de sexos, por haber asesinado uno de sus esclavos a aquel monstruo en un acceso de desesperación. Cierto es que Petronio decía públicamente que el asunto le era indiferente y que había hablado de ello al César únicamente como Arbiter Elegantiarum, cuyo sentido estético se rebelaba ante semejante hecho, digno de bárbaros o de escitas, pero no de romanos. Por eso el pueblo, a quien tal cosa había indignado, amaba desde entonces a Petronio. Pero eso a él no le interesaba; recordaba que la plebe también había querido a Británico, que fue envenenado por Nerón; a Agripina, a quien éste mandó asesinar, y a Octavia, que murió ahogada en Pandataria, después de haberle abierto las venas en vapor hirviendo, y a Rubelio Plauto, que fue desterrado, y a Tráseas, que cada día esperaba su sentencia de muerte. El amor de la plebe podía considerarse como de mal presagio, y Petronio era a la vez escéptico y supersticioso. Despreciaba doblemente a la plebe, como aristócrata y como artista; aquellas gentes, con su olor a habas tostadas y que, además, estaban siempre roncas y sudorosas de jugar a la morra en las esquinas de las calles y en los peristilos, no merecían, a sus ojos, el calificativo de seres humanos. Sin responder en absoluto a los aplausos y a los besos que le eran enviados, refirió a Marco el caso de Pedanio, indignándose contra la volubilidad de la plebe, que a la mañana siguiente de una amenazadora agitación aplaudió a Nerón al dirigirse éste al templo de Júpiter Estator. Al llegar frente a la librería de Avirno mandó parar la litera, se apeó y compró un lujoso manuscrito, que entregó a Vinicio. —Es un regalo para ti —le dijo. —Gracias —contestó Vinicio. Y después de leer el título, preguntó: —¿ Satiricón? ¿Es algo nuevo? ¿Quién es el autor? —Soy yo; pero no quiero correr la suerte de Rufino, cuya historia he ofrecido contarte, ni la de Fabricio Veyento; pero eso nadie lo sabe, y te ruego que no hables a nadie de ello. —Pero me dijiste que no escribías versos —dijo Vinicio, hojeando el manuscrito—, y, sin embargo, veo aquí que la prosa alterna a menudo con ellos. —Cuando lo leas fíjate en la fiesta de Trimalción. En cuanto a los versos, me repugnan desde que Nerón compone poemas épicos. Vitelio, cuando quiere devolver, utiliza unas barritas de marfil que se introduce en la garganta; otros se sirven de plumas de flamenco empapadas en aceite de oliva o en un cocimiento de tomillo silvestre. A mí me basta con leer los versos de Nerón, y el resultado es inmediato: al instante me encuentro en disposición de alabarlos, si no con la conciencia tranquila, por lo menos con el estómago limpio. Al acabar de decir esto hizo detener de nuevo la litera ante la tienda del joyero Idomeneo, y dejando arreglado el asunto de las piedras preciosas, ordenó que los llevaran directamente a casa de Aulo. —Por el camino te contaré la historia de Rufino, para que veas hasta dónde puede llegar la vanidad de un autor —le dijo. Pero antes de comenzar el relato torcieron por el Vicus Patricius y de pronto se encontraron ante la casa de Aulo. Un joven y fornido janitor [33] les abrió la puerta que daba acceso al ostium [34] , y una urraca encerrada en una jaula dio la bienvenida chillando ruidosamente: «Salve». En el trayecto del ostium al atrium dijo Vinicio: —¿Has observado que el portero de esta casa no lleva cadena? —Es una casa muy extraña —contestó Petronio en voz baja—. Seguramente no ignoras que se sospecha que Pomponia Grecina se entrega a un culto oriental que consiste en rendir homenaje a un tal Chrestos. Creo que la acusó Crispinilla, que no puede perdonar a Pomponia que le baste un marido para toda la vida. ¡Ser univira! Hoy día resulta más fácil procurarse una fuente de setas de Norco. Fue juzgada por un tribunal doméstico… —Tienes razón: es una casa extraña. Ya te referiré más tarde lo que aquí he visto y oído. Mientras tanto, llegaron al atrium. El esclavo que allí estaba, llamado atriensis, envió un nomenclator para que anunciase a los visitantes, mientras que los criados les colocaban sillas y banquillos para los pies. Petronio se imaginaba que en aquella casa reinaba una eterna tristeza; nunca había estado en ella, ahora miraba a su alrededor con cierta sorpresa y con una sensación de decepción, ya que el atrium producía una grata impresión. Por el techo abierto penetraba un rayo de luz clara que se quebraba en mil destellos sobre una fuente, cuya taza cuadrada, llamada compluvium [35] , estaba destinada a recibir la lluvia que caía, cuando hacía mal tiempo, por la abertura del techo, y estaba rodeada de anémonas y de lirios. Éstas debían de ser las flores preferidas de la casa, pues se veían grandes grupos de lirios blancos y rojos, además de gladiolos zafirinos, que parecían plateados por las gotitas de agua. En el húmedo musgo, debajo del cual se hallaban ocultas macetas de lirios, y entre ramos de hojas se veían estatuillas de bronce que representaban niños y aves acuáticas; en un rincón, un cervatillo joven de bronce inclinaba su verdosa cabeza, blanqueada por la humedad, en actitud de beber. El pavimento del atrium era de mosaico; las paredes estaban revestidas, en parte, de mármol rojo, y en parte, de madera, en la que había pintados peces, aves y grifos que atraían la mirada por sus armoniosos juegos de colores. Las puertas que daban a las habitaciones laterales estaban adornadas con concha e incluso con marfil. Entre las puertas se hallaban las estatuas de los antepasados de Aulo. Todo daba una sensación de holgura y bienestar, muy distante del lujo, pero decorosa y segura de sí. Petronio, que vivía con mayor lujo y refinamiento, no pudo descubrir en aquel lugar nada que ofendiera su buen gusto. Iba a dirigirse a Vinicio para comunicarle esta observación, cuando un esclavo, el velarius, descorrió la cortina que separaba el atrium del tablinum [36] , desde el que se vio el interior de la casa y a Aulo Plaucio que acudía presuroso. Era éste un hombre que se aproximaba al ocaso de la vida, con la cabeza blanqueada por las canas, pero con el rostro enérgico, más bien ancho, y que recordaba la cabeza de un águila. En su cara se pintaba el asombro e incluso el temor que le producía la inesperada visita del compañero, amigo y consejero de Nerón. Petronio era demasiado perspicaz y hombre de mundo para no reparar en ello; así que, después de los primeros saludos, le manifestó, con toda la desenvoltura y facilidad de palabra que le eran peculiares, que venía a expresarle su agradecimiento por los cuidados que en aquella casa le habían sido prodigados al hijo de su hermana, siendo únicamente la gratitud el motivo de aquella visita, para la que también le había animado la antigua amistad que le unía a Plaucio. Aulo, a su vez, le aseguró que en su casa era un huésped bienvenido, y que tocante a gratitud, también se la debía él a Petronio, aunque éste seguramente no adivinaría la causa. Efectivamente, Petronio ni la sospechaba; en vano elevaba sus pardos ojos queriendo recordar el más leve servicio prestado a Aulo o a cualquier otro; no acudía ninguno a su mente, a no ser el que intentaba prestar a Vinicio en aquel momento. De haber hecho algún favor, habría sido involuntariamente. —Quiero y estimo mucho a Vespasiano —dijo Aulo—, cuya vida salvaste cuando tuvo la desgracia de dormirse mientras escuchaba los versos de Nerón. —Tuvo la suerte —dijo Petronio— de no oírlos, aunque ello hubiera podido terminar con una desgracia, pues Barbas de Cobre quería a toda costa enviarle un centurión con la amistosa orden de que se abriera las venas. —Pero tú, Petronio, te burlaste de él. —Así fue, o, mejor dicho, al revés; le dije que si Orfeo lograba adormecer con su canto a las fieras, el éxito alcanzado por él era parecido, ya que había conseguido hacer lo mismo con Vespasiano. A Barbas de Cobre se le puede censurar, siempre que la pequeña crítica vaya envuelta en una gran alabanza. Y esto demasiado bien lo sabe nuestra graciosa Augusta. —Desgraciadamente, así son nuestros tiempos —exclamó Aulo—. Me faltan dos incisivos, que me rompió una piedra arrojada por un britano; ello es la causa de que silbe al hablar; y, sin embargo, reconozco que los días más felices de mi vida los pasé en Britania. —Porque entonces eras el vencedor —dijo Vinicio. Mas Petronio, temeroso de que el anciano caudillo comenzara el relato de sus campañas, cambió de conversación. —En los alrededores de Praeneste —dijo—, los aldeanos han hallado muerto un lobezno con dos cabezas, y en los mismos días el rayo de una tempestad ha arrancado una esquina al templo de la Luna, lo que, dado lo avanzado del otoño, es un hecho extraordinario. Un tal Cotta es el que lo ha contado. Con este motivo, los sacerdotes de dicho templo han augurado la decadencia de la ciudad, o, por lo menos, la ruina de alguna poderosa casa, que únicamente podría evitarse con sacrificios expiatorios. Aulo, al escuchar el relato, opinó que tales avisos no debían desatenderse, ya que los dioses podrían encolerizarse si la maldad colmaba la medida; esto no tenía nada de extraño, y ante tal contingencia era muy natural la ofrenda de los sacrificios expiatorios. A lo que Petronio contestó: —Tu casa, Plaucio, no es muy grande, pero alberga a un gran hombre; la mía resulta en verdad demasiado amplia para tan insignificante dueño, aunque es igualmente pequeña. Mas si se trata de la ruina de una gran casa, como, por ejemplo, la Domus Transitoria [37] , ¿valdría la pena presentar ofrendas para evitar dicha ruina? No contestó Plaucio a esta pregunta, y su reserva impresionó a Petronio, que, a pesar de su falta de aptitud para distinguir el bien del mal, nunca fue delator y se podía hablar con él tranquilamente. Ante esto, cambió nuevamente de tema y empezó a elogiar la morada de Plaucio y el buen gusto que en ella imperaba. —Mi casa es una casa vieja —dijo Plaucio—, en la que nada ha cambiado desde que la heredé. Después de correr la cortina que separaba el atrium del tablinum, quedó al descubierto la casa de un extremo al otro, de forma que la mirada podía atravesarla; a continuación del tablinum se hallaban el peristilo y el oecus [38] , y más allá el jardín, que brillaba desde lejos como un cuadro luminoso bordeado por un oscuro marco. Desde él llegaban hasta el atrium alegres risas infantiles.
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