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1674 Words
            Tras otras palabras sin importancia me despedí de la amable señora, me pidió con cortesía que no olvidara pasar a dejarle tan deliciosas manzanas ese otro día y yo prometí cumplir.               Tirité de frío cuando el aire del ambiente exterior me envolvió como un manto blanquecino, mis dientes castañearon y quise abrazarme, pero el canasto con manzanas no me dejarían hacerlo. Caminé con rapidez, cruzando la calle y abordando la otra acera, casi maldije cuando una llovizna comenzó a caer, pero recordé que maldecir no era bueno, no era parte de los valores que me habían inculcado en el hogar, de modo que en vez de eso decidí agradecer en silencio que al menos había agua y el hecho de no estar condenada a vivir en el desierto.             Tomé un bus que no tendría que dar un recorrido de más de veinte minutos para dejarme en el lugar al cual necesitaba ir, por suerte al otro lado de la pequeña ciudad no todos conocían a mi padre, era un lugar solo, aislado y frecuentado no más que por quienes tuvieran que laborar allí, el sitio al cual pretendía ir estaba a una orilla de Forks, rodeado de pinos y frente a la playa La Push.             Una triste moneda se dejó extraer del bolsillo delantero de mi braga desteñida, con la cual le pagué al chófer para después apearme. Un portón gigante, que para verle la cima (asegurada con cercado eléctrico) tendría que levantar la barbilla bastante, hasta casi darme una tortícolis. Entonces, cargando mi canasto con manzanas caminé hacia donde estaba la cabina de vigilantes. —Hola —saludé, sintiéndome como una chiquilla que pretende pedirle permiso al vecino para cortar una flor de su jardín—, vengo por lo del trabajo que están ofreciendo en este lugar.             El vigilante, un joven hombre, moreno de tez bronceada y mirada aburrida me pidió identificación, entonces le mostré el carnet que saqué del mismo bolsillo de donde había sacado la moneda. Por suerte era algo que debía cargar a todas partes, razón por la cual no era necesario consultarlo antes con mis padres para poderlo mover de casa. —Muy bien —dijo el vigilante sin mucho ánimo en su tono, y tras devolverme el carnet manipuló un par de controles que hicieron que el gran portón se deslizara y me diera paso—, tienes que acercarte a las puertas aquellas —señaló con un flojo gesto de mano hacia un lugar en el interior de aquella propiedad—, le avisaré al portero de tu llegada para que así te deje entrar. Luego él te dirá qué más debes hacer.             Asentí y tras agradecer, (notando cómo miraba de vez en cuando mi canasto), me dispuse a pasar. El portón se cerró tras de mí y por alguna razón me sentí encarcelada. Pero debía acostumbrarme si aspiraba a trabajar en este lugar.             Mi barbilla y pestañas se levantaron y las pupilas me dejaron leer en la entrada, en un aviso bastante amplio y de buen diseño e imprenta en la fachada principal: Tarskovski Corporation, inflé mis pulmones y miré mi propio reflejo en el empapelado oscuro que complementaba el cristal de la puerta que no tardó en abrirse.             Casi brinqué de un sobresalto como un gato, esperaba ser yo quien empujara y no que desde dentro halaran para facilitarme el proceso de entrada. Casi me di un manotazo en la frente por ser tan torpe y falta de inteligencia, obviamente debí haber recordado que antes el vigilante me había dicho lo del portero. —Sea bienvenida —me recibió un hombre de plateado cabello y sonrisa afable, que por alguna razón ayudó a que me tranquilizara. Sólo por eso decidí dejar el regaño destinado a mí misma para después que solucionara lo principal—, pase adelante.             Hizo una leve pero practicada reverencia de esas que sólo había conocido gracias a las historias que de niña mi madre me contaba para distraerme de mis propios miedos.             El señor de ojos ligeramente rasgados paseó la mirada desde mi canasto con manzanas hacia mis ojos y luego alternativamente hacia mi pequeño sombrero de hoja de maíz. Me detuve un instante a fotografiar mentalmente esas pequeñas arrugas bajo sus ojos y sobre su frente. —¿Entonces…? —me sacó de las cavilaciones—. ¿Viene usted a por un puesto en la empresa? —Ah… sí —asentí con rapidez—, exacto. A eso vengo. —¿Y dónde están sus papeles? —preguntó el señor enarcando las cejas un poco y bajando el mentón ligeramente. —Ah… —levanté el dedo índice de la mano desocupada, en señal de que el bombillo se me había alumbrado—, por supuesto. Está aquí —señalé el canasto y al mirar la expresión adoptada por el portero que de inmediato miró las manzanas, rectifiqué sintiéndome tonta—. No. En realidad no son las manzanas, está… —intenté buscar ciegamente con la mano desocupada, palpando la superficie exterior de la base del canasto—. ¿Tiene alguna mesa o algo en lo que pueda apoyar mi canasto mientras consigo mis papeles?             El portero, asintió, arriesgándose a la siguiente de mis disparatadas ideas. Consecuentemente me indicó dónde podría ser. Había una fila de seis asientos de hierro parecido al de los hospitales, pero mucho más gruesos y de un plateado extraordinariamente brillante. Agradecí, y bajo la sombra de su mirada expectante y un poco curiosa, coloque el objeto sobre uno de los asientos y metí un brazo por debajo del asa del canasto para sostener que las manzanas no se cayeran, mientras volteaba con cuidado para tener la base expuesta, de modo que se me hiciera posible despegar la carpeta que con tanto ingenio y dedicación había pegado allí haciendo uso de cinta adhesiva la noche anterior mientras mis padres dormían; de otro modo no podría haberlo hecho, pues, sin lugar a dudas Mark me lo hubiera arrancado de las manos y después de tirarlo al fuego me hubiera sentenciado a toda una noche y si era posible parte del día siguiente leyendo una y otra vez pasajes bíblicos que hablaran de la desobediencia de los hijos, hasta aprender la lección.             Despegué un extremo, luego otra punta, posteriormente la esquina tercera y finalmente la cuarta hasta poder retirar la carpeta y sostenerla en mi mano, señalándosela entonces al portero que con expresión igual de amable asintió una sola vez, entendiendo. Lo que no iría a entender era por qué si era ligeramente ingeniosa no era ni una pizca de ágil, sino una merecedora del título como ganadora del premio número uno a la torpeza caminante, era imposible ser más tonta y eso lo demostré, cuando en una indebida maniobra, arrodillada frente a la silla dejé que el canasto se me resbalara hasta volcarse y desparramar todas las manzanas en el piso.             El mundo se me hizo cuadritos, sentía cómo la cara me ardía por la vergüenza al mismo tiempo que veía cada fruta huir de mí en distintas direcciones. Ni siquiera me animé a mirar la cara del portero, sólo exclamé alguna onomatopeya y a cuatro patas busqué desesperadamente reunir todas las manzanas y regresarlas al canasto. Una oleada de frío me envolvió y mis veloces movidas en conjunto con una suave briza tumbó de mi cabeza el sombrero, escuché al portero musitar alguna cosa a la cual no le presté atención por estar al pendiente de recuperar cada manzana y no dejar alguna por allí que el portero considerara un fastidio por estar ensuciando su área.             En ese instante odié las manzanas rebeldes que no paraban de rodar y más aquella que no me dejó razonar antes de abrirle paso a mi mano entre un par de pies que calzaban negros zapatos de cuero brillante para al fin atrapar la problemática y mañosa fruta de un rojo que casi pasaba por ser del tono de un vino tinto. Finalmente, con los talones pegando en mi trasero, las rodillas en el suelo y en una mano el objetivo de tanto desastre, fui subiendo la mirada lentamente sobre el debidamente ajustado pantalón de gabardina gris hasta estacionarme involuntariamente en el prominente bulto que sobresalía de su entrepierna. Abrí los ojos como platos, sintiendo la sangre hervir en mis mejillas. —Mi cara está más arriba —zanjó mis cavilaciones esa voz tajante y carente de amabilidad.               Seguí elevando la mirada cuánto podía, sintiéndome repentinamente atemorizada por la anchura de su torso, de del cuello de su camisa pendía una corbata azul de diagonales franjas marfil y luego estuve allí, alumbrada por el foco de sus ojos que me observaban como si fuera un animal que el gato lleva en la boca. —Lo siento —expresé tartamudeando, casi asfixiada por la vergüenza—, es que… vengo a… —me aparté un poco, sin poder mirar algo más que no fuesen sus ojos azul intenso, puse a la vista la carpeta—, el empleo de… —Eso es asunto del departamento de recursos humanos —me interrumpió, con aquella potente voz varonil y sin mediar más palabra me esquivó, pasándome a un lado de camino a las escaleras que estaban a pocos metros.             Me puse de pie y dejé que mis ojos le persiguieran, entrando en la cuenta de que de espaldas se veía aún más alto y ancho, subió los peldaños a paso decidido, al tiempo que las hebras superiores de su cabello rubio cenizo se balanceaban rebeldes al son de su caminar.             Me volteé hacia el portero con cara de interrogantes. —No me diga que mi jefe será ese hombre —dije casi en una súplica.             El señor, curvando los labios en una sonrisa carente de maldad alguna negó con la cabeza, exhalé de alivio, cerrando los ojos. —Sólo será uno de sus jefes —aclaró y casi morí de la decepción—, son tres socios los dueños de Tarskovski Corporation. 
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