Capítulo 1 “La petite Mort”

1594 Words
Había una ley entre las mafias de Tierra Santa que era irrefutable. Se trataba de un acuerdo tácito que había nacido en el mismo momento que la mafia lo hizo. Iban de la mano, convirtiéndose en palabras sagradas y respetadas. “Si sacas tu arma, será mejor que la uses”. No había otra alternativa, si en una reunión alguien sacaba su arma, era una declaración, estaba dando permiso a los demás para hacer lo mismo, estaban…llamando a la muerte. «Las balas llaman la muerte», le había dicho Vassil una vez. Era cierto, creía Daslan, pero a la vez confuso, porque desde que había caído en las manos de ese hombre estuvo rodeado de armas y balas, y la muerte no había venido por él, en cambio, él se había convertido en ella, arrebatando vidas como si fuera un dios que tuviera tal derecho. Con los años, el entrenamiento y el dolor, Daslan dejó de creer en las supersticiones de Vassil. «Sin saberlo, Daslan, tú cumpliste la ley que muchos de mis mejores hombres ni siquiera han aprendido todavía. Y tú tenías ocho años». Porque Daslan había tomado el arma de un hombre y la utilizó. Hiriendo y decidido a matarse. Pensaba mucho en esos días últimamente, también en cada palabra que le había metido Vassil en la cabeza. Suponía que se debía al aniversario de su muerto, mañana iba a cumplirse un año desde la muerte de Vassil Ivanov, baleado nada más y nada menos por una enfermedad pulmonar. Daslan recordaba su aspecto en el funeral, la palidez de su piel y la delgadez de todo su cuerpo. Sus últimos días lo habían destruido, convirtiéndolo en apenas un cuarto del hombre que alguna vez había sido. Daslan no había llorado, tampoco había sentido satisfacción. Se sintió resignado, como si su final pudiera ser el mismo. Vassil siempre había tenido palabra, era un asesino peligroso, pero se atenía a sus propias directrices y reglamentos. En su mundo había seguido las reglas, una bala no lo había matado, pero la muerte había encontrado otra forma de alcanzarlo y cobrar cada uno de sus pecados. Mientras lo enterraban Daslan había pensado: «Espero que lo que me mate sea una bala». Sin embargo, cuando desembarcó en uno de los peores barrios bajos de Francia, lo que predicaban los vagabundos y gitanos era que lo que lo mataría sería una mujer. Una mujer llamada muerte o que era un demonio, Daslan no lo comprendía con exactitud, el francés que hablaban esas personas era diferente y difícil de seguir. Cerró más su abrigo y se ajustó el sombrero de ala ancha, creaba sombras sobre su rostro que se tragaban su rostro por completo. Había aprendido a hacerse amigo de las sombras, la vida que lo reclamó luego de ser secuestrado lo exigía. Caminó entre la gente, escuchando sus murmullos y observando hacia donde se dirigían. Daslan estaba allí con un propósito y para lograrlo tenía que prestar atención. Tras la muerte de Vassil, los capos de las diferentes mafias en Tierra Santa pensaron que el reinado de los Ivanov había acabado, pero se tropezaron con una sorpresa. Daslan Ivanov era el hijo adoptivo de Vassil, lo había criado y preparado para ese mundo atroz en el que vivían las mafias. Era un bastardo sangriento y feroz con quien no se podía jugar, él conocía todos los juegos y había aprendido a hacer trampa para ganarlos. En la mafia, aprender a hacer trampa te hacía astuto. Habían intentado tomar sus tierras, creyéndolo solo un tonto con suerte. Eran estúpidos, no entendían que Daslan no había tenido suerte nunca en su vida y que eso lo había obligado a hacer su propia suerte. Los primeros meses en ausencia de Vassil tuvo que tomar medidas drásticas para hacer que los demás capos se familiarizaran con él y con sus formas. Llevándolo a enfrentamientos sangrientos y despiadados. Poco a poco las ansias por tomar las tierras de los Ivanov se desvanecieron, pero todavía eran latentes, era por eso que Daslan había empezado un nuevo negocio. Carlo De Luca era uno de los buitres que lo acechaban con insistencia, era conocido por ser un ladrón y ya había dado un paso contra Daslan. Había abierto una casa de placer cerca de su territorio, robándole los posibles clientes que podrían gastar su dinero en sus negocios. Era un vil movimiento, pero no se podía esperar menos de un ladrón. Aunque quisiera esconderlo, ese robo de clientes le había robado el sueño también. Los hombres eran débiles y preferían el toque tierno de una mujer ante cualquier otra cosa. En el territorio de los Ivanov no había una sola casa de placer, Daslan sentía nauseas con solo pasar cerca de una, recordaba a su madre y todo el daño que le habían hecho. Él se había negado a cualquier negocio sucio que involucrara la venta de mujeres, los odiaba. Pero lo que había hecho Carlo merecía un golpe rotundo para que entendiera que sus artimañas no podían afectarlo. Daslan iba a usar mujeres, pero nadie iba a ponerle las manos encima. Una noche decidió que se iba a arriesgar y que apostaría por las fantasías. Lo prohibido generaba hambre y esperaba que eso fuera suficiente para mantener una buena cantidad de clientes ansiosos por las expectativas.   Había venido hasta Los barrios bajos en busca de bailarinas exóticas, las extranjeras eran adoradas en Tierra Santa. Pero no quería nada ordinario, este era un proyecto frágil que podría fracasar en un movimiento en falso, tenía que tener lo mejor, lo inusual, algo que nadie podría conseguir en una casa de placer. Necesitaba ese factor único para que todo su esfuerzo no se derrumbara.  —Señor —susurró uno de sus hombres alcanzándolo—. Creo que hay algo que podría interesarle. —¿Qué es? —cuestionó, su voz gruesa y cortante. —La petite mort —dijo—. Es una mujer. Los puritanos la tachan de bruja, dicen que tiene los ojos de Lucifer. Pero la mayoría de los hombres a los que he escuchado besan el suelo por dónde camina. Daslan asintió. —Sigamos —murmuró—. Discretos. Se dejaron llevar en la marea de gente entre los callejones estrechos, donde las casas se amontonaban entre sí, parecían estar a punto de derrumbarse, pero las personas lucían tan tranquilas en sus balcones que la estructura desafiante perdía lo atemorizante. Daslan hizo una mueca. Era uno de los barrios más pobres y con más delincuencia, pero también uno de los más concurridos, la razón era la trata de esclavos, sobre todo mujeres. En lo que se sintió como el corazón de los intricados callejones, había una tarima improvisada con cajas de leche desgastadas, estaban medio cubiertas con una alfombra roja y sobre ella había una mujer torciendo su cuerpo de maneras extrañas e imposibles. En la pared tras ella estaba escrito “L'enfer et le paradis”. Cielo e Infierno. Un puñado de hombres se cernían frente a la tarima, lo único que los mantenía alejado era otro hombre con una fusta en su mano. —La petite mort te hará desear la muerte —canturreaba—. Algunos dicen que tiene los ojos del diablo y que sin dudas su cuerpo fue hecho por un demonio, su rostro angelical resulta perverso y sus movimientos pecaminosos, ¡vengan, acérquense! Daslan le hizo una seña casi imperceptible a sus hombres para que se acercaran a la multitud, mientras que él se mantenía al margen, escondido entre las sombras y el hedor a orina. El presentador siguió atrayendo a las personas con versos baratos y poco elocuentes, escuchó que alguien balbuceaba algo sobre que la mujer no necesitaba presentación cuando todos ya sabían de lo que era capaz. «La visión de un ángel con ojos malditos». La mujer estaba de espaldas, su cabello caía ondulado sobre su espalda, era n***o como el de Daslan, cubría gran parte de la transparencia en su espalda. De lejos los cortes del vestido y las trasparencias parecían ser parte del diseño, pero Daslan no era tan tonto como para creer eso, él no se quedaba con lo primero que se le ofrecía. El vestido tenía agujeros y era casi translucido por la vejez de la tela que luchaba por seguir aferrándose a ese cuerpo estilizado. Había también una cadena pesada que atravesaba la tarima. La melodía de un violín detuvo el bullicio de las personas, Daslan observó con gracia como algunos se persignaron. Le divertía lo fácil que las personas se rendían ante cualquier cosa. Sentado en una esquina de la tarima estaba un chico con un viejo violín, tenía sus ojos cerrados y lo tocaba como si fuera la cosa más importante en su vida. El sonido fue armonioso y precioso, tan impoluto que resultaba ajeno a ese lugar tan desgraciado. —Con ustedes mi ángel de la muerte. La petite mort. Daslan se cruzó de brazos esperando, si era lo suficientemente buena la compraría y seguiría en busca de más. Cuando la mujer se dio la vuelta el cielo lloró. Era una chica. Una joven. Apenas tendría veinte años. Y tenía el rostro de un ángel. Era preciosa. Celestial. Daslan esperó que comenzara a hacer trucos de magia baratos o movimientos de circo. Pero no hizo eso. Ella comenzó a bailar. Y lo opacó todo, a la lluvia, al sonido del violín, de los hombres. El mundo se calló y terminó sobre sus rodillas ante esa mujer. Ante La petite mort.
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