Capítulo Uno: El inicio.

3187 Words
Marina se encontraba, como todos los días desde que contrajo nupcias con Don Alejo, lavando la ropa a mano para tenerla lista cuando este se la pidiera para ir al trabajo en el coche que era tirado por robustos caballos, quería ser una buena ama de casa, y no era solo su deseo, sino que debía ser así. Este hombre, con el que la había prometido su madre, no le gustaba en absoluto, era bebedor, la golpeaba cuando llegaba a casa y llegó a abusar de ella en distintas ocasiones, fue por ello que una de esas veces quedó embarazada, e incluso entonces, viendo su estado, seguía golpeándola, haciendo que casi perdiera a su bebé en varias oportunidades. El señor era un monstruo, de eso no cabía duda. En ese tren del pensamiento estaba su mente cuando escuchó el lloriqueo de su niña, la cual había dado a luz apenas un mes atrás. Todavía se encontraba débil, pero debía ser fuerte por su hija. Su querida Nadín, nombre que siempre había querido usar, y ahora la ocasión era perfecta. Caminó unos cuantos pasos hasta donde se encontraba la pequeña cuna mecedora y tomó a la bebé en brazos, buscando luego de calentar su biberón lleno de leche fresca obtenida de sus pechos. Cabe destacar que vivían en el campo, y los avances tecnológicos brillaban por su ausencia para la época. Era un pueblo de lo más alejado a la civilización, se encontraban prácticamente solas las dos. Las faldas que cubrían las piernas de la de cabellos castaños, eran finas, pero estaban sucias de barro, al igual que sus botas de cuero marrón. El delantal lo había manchando un poco con la masa para galletas, las cuales se estaban horneando. El frío se sentía más que nunca en la casa, y estaba tan agobiada por no poder tener libertad ni amor de ningún tipo, que quería salir corriendo, arrancarse los cabellos, cualquier cosa. Extrañaba, a pesar de todo, a su madre y a su hermano. Los llevaba siempre en el recuerdo, y no es que hayan muerto, pero nunca le permitían ir a visitarlos. Su marido era un ogro en toda regla. Se la pasaba todo el tiempo gritando, haciendo que la pequeña Nadín llorara cada día más alto. Cosa que enfurecía al de espesas cejas y ojos oscuros. Cuando se enfurecía tiraba todo, quebraba lo que le venía en gana y se echaba finalmente a dormir en el extenso sillón de la sala. No lo aguantaba más. Si fuera por ella, ya habría arremetido contra él, pero vivían solos y tenían una niña, no quería arruinarle el futuro a un ser inocente por culpa de sus actos. Comenzaba a oscurecer, y con el cielo, también su autoestima. Sabía que él no tardaría en llegar, la niña acababa de despertarse, lo cual era un tema de discusión seguro. La pequeña no dormiría gran parte de la noche y quizás llorara también. Contó hasta diez en su mente y alimentó por fin a la niña. Amaba a esa bebé con todo su ser, no permitiría que nadie le hiciera daño nunca. La mimó hasta que se bebió toda la leche, y luego la recostó en su hombro, meciéndose de un lado a otro para pasar a palmear con suavidad la pequeña espalda, con la intención de sacarle los malvados gases que siempre quedaban atorados en los pequeños luego de ingerir algún alimento, en especial los líquidos. Pasado un rato, volvió a acomodar a la pequeña en su cuna, dejándole ver con esmero los detalles del móvil que le había hecho hacía unos días, el cual sonaba por los pequeños cristales y metales que tenía y se movía con el viento, haciendo sonar una música que le llenaba el alma. La tranquilizaba, tanto a ella misma como a su hija. Pasados unos minutos, oyó el sonido de las ruedas del carruaje por el camino de la colina. Ya había llegado. Se apresuró a servir la cena, asegurándose de que todo estuviera en su lugar y la comida estuviera caliente, como a él le gustaba. Corrió a abrir la puerta y esperarle fuera, así que cuando llegó, le retiró el sombrero, el saco y la bufanda, diciéndole amablemente que entrara, tras darle un beso de bienvenida. Como siempre, cuidaba sus modales, su apariencia y sus maneras hacia él. Cuando estuvieron los tres dentro, acomodó todo en perfecto orden y comenzó a servirle en su plato la ración adecuada, que consistía en unos espaguetis caseros con suero de leche y salsa de ajo, decorada con cebollín y pimienta. Como siempre, a su lado había una copa de vino, de su propia cosecha. Era un hacendado bien acomodado. Casi todos los día salía a hacer convenios millonarios con los dueños de otras tierras. Cuando no estaba negociando, estaba en el bar, seguramente con alguna de sus damas de compañía. Porque sí, también tenía la costumbre de engañarla y recordarle a cada momento lo inservible, malagradecida y fea que era. —¿Cómo has pasado el día, cariño?— formuló con toda su mejor disposición la mujer. —Muy malamente, querida, tengo un dolor de cabeza terrible— musitó apenas el contrario, haciendo que su esposa tragara saliva con fuerza al ver su gesto, más molesto que de costumbre. Intentó comer un bocado de pasta, pero cuando lo probó, le recriminó que estaba helada e insípida. Que era mejor irse a descansar antes de terminar de comerse semejante menjunje. El dolor hizo a Marina temblar por dentro, sintiéndose frágil y pequeña. Sabía lo que venía luego. De inmediato, el señor de la casa la llamó para que le sirviera otra copa de vino, hasta arriba, fue su orden específica. Al hacer lo pedido, también pidió un trozo de pan con mantequilla, el que la mujer le preparó en un santiamén sin siquiera pestañear, estaba en un momento en el que ya nada le importaba mucho, no estaba presente del todo. Fue entonces cuando la pequeña bebé comenzó a llorar a todo pulmón, sin poder ser consolada. —¡Por Dios, haz callar a ese engendro de una vez!— gritó el dueño de la casa, azotando la mesa de café, tumbando con esto algunas cosas que se encontraban encima de esta. De inmediato tomó a la niña en brazos, intentando calmarla con algún juguete. Nada de eso fue suficiente. La bebé seguía enfrascada en el llanto. Fue por ese motivo que el hombre se levantó hecho una furia, caminó hacia ellas, dispuesto a golpearla, lo sabía. Antes de que siquiera lograra rozar con sus puños a la bebé, la mujer había tomado en su mano libre un jarrón de arcilla que pesaba varios kilos. Lo golpeó sobre la cabeza del hombre, estrellándolo en mil pedazos que cayeron estrepitosos al suelo, incluyendo a su marido. Este cayó como un lingote, pesado y duro, con una herida abierta en la frente de donde brotaba sangre que llegaba poco a poco hasta el suelo de madera rústica. Temblando y blanca como un papel, a pesar de tener tez morena. Caminó hasta la habitación, sabiendo que era su oportunidad, empacó algunas ropas y cosas necesarias para la bebé. Cargó la improvisada mochila de tela como un koala en donde acostó a su bebé. Se iría de allí. Sería libre. Se encaminó rápidamente fuera de la casa, donde se dirigió rápidamente al único transporte disponible, usando el coche algunas horas hasta llegar a alguna estación de tren. Al llegar, tomó el último que salió, sin saber siquiera el rumbo. En una de las paradas que hizo el tren, observó un convento. Una idea vino a su mente. Podría dejar a su bebé allí... Después de todo, le podrían garantizar comida y cobijo mientras ella no pudiera. Había escapado y no tenía sustento, no arrastraría a la pequeña a esa miserable vida. Bajó del tren a vapor, y con todo el dolor de su alma, dejó al ser al cual había dado la vida envuelta en una cobija fuera de aquél orfanato. Tocó la puerta y esperó a que abrieran. Tras unos minutos, le abrieron, encontrando a la pequeña desamparada. De inmediato se adentraron con ella, diciendo que estaba helada y necesitaba calor. Era verdad, ambas necesitaban calor. Las lágrimas empezaron a nublar su vista, pero no dejó de caminar sin rumbo, toda la noche, hasta que llegó a un pueblo bastante más moderno que los campos, aún estaba oscuro, por lo que durmió en la puerta de la iglesia. Al día siguiente iría a buscar trabajo. Cuando despertó, fue por el padre, que le dijo que ahí no podía estar, que ya iba a empezar la misa y que era mejor que no volviera a hacer tal cosa. Se dio cuenta entonces de la vida que recorría las calle matutinas, donde las señoras vestían trajes de encaje, seda y satín. Con sombreros y parasoles a juego. Los chicos del mandado iban de allá para acá con cajas. Los señores vestían con trajes elegantes y corbata. Algunos compraban diarios, otros pagaban para que les pulieran los zapatos y algunos estaban sentados desayunando fuera de una pequeña pastelería que desprendía olores fenomenales. Su estómago gruñó y recordó a su niña, el porqué estaba allí y todo lo que había pasado el día anterior. Un nudo se formó en su garganta, pero la fortaleza también surgió de allí mismo. Miró uno de los edificios que había en la cuadra de la iglesia, donde el sol pegaba en los pequeños balcones. Divisó a la servidumbre entrar con el mercado a ese mismo lugar, por lo que siguió a una chica de servicio de complexión pequeña y escuálida. Cuando estuvo cerca de ella, le saludó cortésmente, preguntándole si sabía de alguna vacante en el edificio para servidumbre. La chica le sonrió amable, asintiendo de inmediato, diciéndole que podía guiarle hasta el piso que solicitaba servicio. Con gusto aceptó, más que encantada de haber tenido suerte al primer intento. La siguió por un pórtico donde les recibieron dos porteros, aparentemente esposos, que le recibieron con bastante ánimo, eso le agradó, le hizo olvidar por un momento la situación tan grave que debía enfrentar. Al llegar a las escaleras, subieron dos pisos, fue entonces cuando la chica llamó a la puerta. Le dijo que no estuviera nerviosa, puesto que los patrones eran bastante amables y educados. También le dijo que trabajaba en el piso de abajo, y que cuando quisiera, podía ir a visitarla por el área del servicio si la admitían. Congeniaron bastante bien, por lo que preguntó su nombre. La chica se llamaba Clarisa, ante esto, dijo que su nombre era de verdad bonito. Cuando abrieron la puerta, se topó con un hombre de cabellos largos castaños peinados perfectamente hacia atrás, ojos claros y una sonrisa encantadora. Les saludo amablemente, preguntando la razón de su visita, a lo que Clarisa defendió el punto, diciendo que en vista de que necesitaban una sirvienta, la recomendaba a ella, que estaba casualmente desempleada. Ante lo dicho, el hombre la miró directo a los ojos, demostrando que de verdad había llegado como una luz al final del túnel. De inmediato, Clarisa se retiró. El hombre le hizo señas con sus brazos. —Pase, por favor— le hizo espacio para que entrara, a lo que asintió agradecida y finalmente pasó al piso. —Disculpe que me presente a estas horas, no sabía el horario en que podía estar usted disponible para ofrecerle mis servicios— dijo, con voz segura. —No se preocupe, más bien, dígame ¿Cuál es su nombre?—. —Mi nombre es Meliza Ferreiro, señor, encantada de conocerle—. —Igualmente, señorita Ferreiro, soy el doctor Fernando La Sallei, me dedico a la medicina. Mi esposa no se encuentra, ha ido a misa, pero mi hija sí. Venga, por favor— le instó a seguirle hacia una de las habitaciones, donde la niña jugaba con varias muñecas de trapo. El hombre le habló suavemente para que fuera hasta donde estaban ambos y las presentó. La niña de unos cinco años le sonrió, mostrando su perfecta dentadura y los mismos ojitos claros que el señor La Sallei. Se derritió ante la vista. Cuánto extrañaba a su bebé. De inmediato se hicieron amigas y jugaron al té con mucha diversión de por medio. La niña, de nombre Camille, le dedicó una sonrisa enorme y dijo a su padre que la quería para que la acompañara y jugara con ella. El médico gustoso aceptó, sellando el trato con la firma de ella sobre unos papeles. Lo que llevaron a cabo en breves minutos, firmando ella con una pluma del señor. El mismo le informó que su esposa llegaría pronto, así que tal vez podría ir al mercado y surtir la cocina con lo necesario para el almuerzo. Ante esto, aceptó encantada, saliendo de allí con una pequeña sonrisa, había logrado conseguir un empleo. Tener a su hija de vuelta no estaba tan lejos después de todo. Fue al mercado, mirando cada producto que para ella era innovador, se hacía una idea de las miles de cosas qué preparar con ellas. Amaba los postres, sobre todo, por lo que agradaría a los señores también con uno. Le parecían una familia espléndida. Aunque no conociera a la señora, debía ser igual de educada y amable. Realmente nadie le había tratado mal desde que llegó, a excepción del padre, que tenía derecho a estar molesto por haber usado las puertas de la iglesia como dormitorio. No se quejaría por eso, después de todo, había vivido cosas peores. Cuando tuvo todo el mercado en la cesta de la compra, pagó lo justo por cada cosa y se encaminó de vuelta dos cuadras arriba hacia el edificio, admirando todo a su paso, los negocios que pintaban prósperos, la gente pasear, el viento agradable soplar. Las calles de piedra bien rectas y firmes, los coches a caballo, el tranvías. Todo hacía un ambiente digno de ser plasmado en un libro o pintado en un cuadro. Entró al edificio por la parte del servicio, ya que le dijeron los de la portería que esta entrada guiaba hacia arriba, en donde se quedaría, una especie de ático grande en donde tenía la servidumbre sus cuartos. Se emocionó por tener también una pensión donde quedarse. Le informaría a su madre por medio de cartas que había logrado escapar de su terrible destino, sin embargo, también tendría que contarle lo que había ocurrido. Solo esperaba que nadie pudiera saber de ello, que nadie sospechara de ella. Respiró profundo y entró en la cocina del piso en el que trabajaría. Empezó a preparar la comida, puesto que debía estar para la hora del almuerzo, sin demoras. Eso había dicho el señor La Sallei, puesto que así le gustaba a su esposa. Siendo esa también una recomendación para caerle en gracia e iniciar con buen pie. Le agradeció el consejo y lo siguió al pie de la letra, anotando en su mente las cosas que les gustaban y las que les desagradaban a todos allí. Debía ser la servidumbre perfecta. Pasadas unas dos horas, el almuerzo estuvo listo y servido a la perfección, la señora había llegado rato atrás, yendo directo a su habitación para retocarse. Estaba nerviosa, sin saber muy bien porqué, pero pensó de nuevo en su hija y el semblante le cambió. La señora salió tiempo después, justo al mediodía para almorzar con su familia. En cuanto la vio, su mirada la recorrió entera, y sus ojos azules como el hielo se le incrustaron en el alma, helándole los huesos. —Así que eres tú. A ver, da una vuelta— dijo despectivamente—. Así lo hizo, dio una vuelta de trompo, sin entender muy bien porqué. —Estás un poco pasada de peso, pero nada que saltarte comidas no arregle— sonrió cínica, tomando asiento en su lugar de la mesa —Espero que lo que hayas preparado esté a la altura—. —Por supuesto, señora, siempre trato de dar lo mejor de mí, pierda cuidado—. —Pues deberías dejar de tratar y comenzar a hacer, las habitaciones están desordenadas y tienen polvo ¿Por qué? ¿No has estado aquí toda la mañana?—. —Así es señora, pero vine un poco tarde, jugué con la señorita Camille y luego fui al mercado, el resto del tiempo se consumió haciendo el postre—. —Que no pase de nuevo ¿Queda claro?—. —Sí, señora, no volverá a ocurrir—. —Eso espero— dijo de mala gana, y luego empezó a comer algo disgustada. Les deseó provecho y se dispuso a limpiar, comenzó con la habitación principal, acomodando la ropa en los estantes, limpiando el polvo trapeando el piso, limpiando espejos y ventanas, reponiendo velas y sacando la ropa que necesitaba lavado. Luego pasó al estudio del doctor, el cual estaba en un orden casi impoluto, por lo que no tuvo demasiado trabajo allí, simplemente ordenó algunos papeles, sacudió las cortinas y trapeó el piso. Pasó a la habitación de la niña, la que estaba más desordenada, pero era solamente un reguero de juguetes, lo que no había problemas con organizar. También trapeó, sacudió las cortinas, tendió la cama y limpió las ventanas. La siguiente área de la que debía ocuparse era el tocador, el cual no necesitaba mucho para quedar limpio. Pasó a la cocina, donde terminó de ordenar la comida en su lugar y cuando terminó, los señores habían finalizado su almuerzo por igual. Fue hasta la mesa, recogiendo la vajilla con sumo cuidado, limpiando también allí donde pasaba. Fregó los platos y todo lo utilizado. Guardó las sobras y botó lo inservible. Continuó su jornada con la sala, la cual era bastante amplia y difícil de trapear, ya que también había que pulirla, pero le puso esfuerzo y terminó una hora después. Respirando cansada. Observó cómo el doctor recibía varias visitas al día de enfermos que no tenían esperanza con ningunos otros doctores, pero sí con el señor La Sallei. Le pareció curioso y muy bondadoso de su parte brindarle esperanza a quien la necesitaba. Sonrió ante ello, ojalá hubiera tenido la suerte de la señora, tener la casa perfecta, el esposo perfecto, la hija perfecta y la posición económica y social perfectas. En medio de sus pensamientos, la capturó la dueña de la casa, diciéndole que espabilara y no cazara moscas, que mejor se fuera y regresara al siguiente día con energía. Según, la estaba agobiando su cara de tragedia. Una vez más respiró profundo y asintió, regresaría al día siguiente con las mejores energías. Subió hasta el ático donde ciertamente se hallaban las habitaciones del servicio. Una de las servidumbres le dio la bienvenida y le mostró su cuarto, tocando compartirlo con Clarisa, lo cual le alegró bastante. Después de quitar sus ropas de servidumbre previamente dadas por el señor, se tumbó en la cama de mimbre y cayó rendida al instante, sin siquiera caer en cuenta de que no había comido en todo el día.
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