Mi madrastra

1009 Words
Esa mañana me desperté con una sensación de tranquilidad inusual. Me tomé mi tiempo para estirarme en la cama antes de decidirme a bajar a desayunar. Desde que mamá murió, la casa ha cambiado tanto que a veces me cuesta reconocerla como el lugar acogedor que solía ser. La señora Daniela y su hija Delfina se mudaron aquí junto con Fernando poco después del funeral, y aunque intenté aceptar la nueva dinámica, es difícil no sentirme desplazada. Papá siempre ha sido muy cercano a la señora Daniela. Desde que su esposo falleció cuando sus hijos eran pequeños, ella quedó en la ruina, y mis papás siempre la han apoyado. Papá incluso pagó la educación de Fernando, algo que nunca dejó de recordarme en sus escasas palabras de elogio. A veces, siento que lo quiere más que a mí, quizás porque Fernando es varón y yo soy una mujer. Nunca lo diría en voz alta, pero en el fondo, la sensación de ser menos valorada me carcome. Mientras bajo las escaleras, la casa está extrañamente silenciosa. El eco de mis pasos me hace sentir sola, incluso rodeada de paredes llenas de recuerdos. Cuando llego a la cocina, encuentro a la señora Daniela y a Delfina ya sentadas en la mesa, ambas con expresiones que podrían confundirse con amabilidad si no conociera la verdad. Sus sonrisas siempre son más afiladas cuando papá no está cerca. —¿Cómo llegó Fernando? —pregunto con la esperanza de saber algo sobre él antes de que comience mi día. Siempre quiero saber de él, sentirme conectada, aunque sea a través de noticias indirectas. Delfina me lanza una mirada que podría cortar vidrio, y su sonrisa se convierte en una mueca de desprecio. —No te interesa cómo está mi hermano, adefesio —me escupe, su tono cargado de veneno—. ¿Crees que no me he dado cuenta de cómo lo miras? Pero déjame decirte algo, Fer jamás te miraría a ti. Su voz retumba en mi cabeza, cada palabra como un golpe que me deja sin aire. Trato de mantener la compostura, de no dejar que las lágrimas se acumulen en mis ojos, pero es difícil. Delfina siempre ha sido cruel, y aunque intento no dejar que sus palabras me afecten, no puedo evitarlo. —Yo… solo quería saber si llegó bien… —murmuro, pero mi voz suena tan débil que casi me odio por ello. —Por supuesto que llegó bien —interviene la señora Daniela, con una sonrisa que no llega a sus ojos—. Y te aconsejo que no insistas en ese tema, querida. Esas palabras me golpean más fuerte de lo que esperaba. La señora Daniela y Delfina siempre han fingido amabilidad frente a papá, pero cuando estamos a solas, no pierden la oportunidad de recordarme que no pertenezco aquí, que para ellas no soy más que una intrusa en lo que consideran su casa. Siento la opresión en el pecho, como si no pudiera respirar, pero me esfuerzo en mantener la calma. —Lo siento —digo en un susurro, bajando la mirada hacia mi plato, aunque no tengo apetito. Me siento tan pequeña en ese momento, tan insignificante. Mientras la conversación continúa, siento sus ojos fijos en mí, juzgándome, despreciándome, y la única cosa que puedo hacer es mantener la cabeza baja y desear que este desayuno termine rápido. Todo lo que quiero es escapar de esta casa, de estas miradas llenas de odio, y encontrar consuelo en los brazos de Fernando, pero incluso ese deseo me parece lejano, casi imposible. Estábamos sumidos en un silencio incómodo cuando fuimos interrumpidos por la figura imponente de mi padre. Llevaba un traje oscuro en tono n***o, el cual acentuaba aún más la severidad de su mirada. Sus ojos, tan oscuros como la noche, me escrutaban con una intensidad que hacía que mi estómago se encogiera. —Azul —comenzó, su voz tan fría como su expresión—, anoche hablé con Fernando y ahora quiero hablar contigo. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Cuando papá usaba ese tono, sabía que no estaba preparado para escuchar mis objeciones. —Daniela y yo nos casaremos —soltó, sin preámbulos, como si no fuera algo que pudiera afectarme. Me quedé helada, sin poder creer lo que estaba oyendo. Apenas podía procesar la idea. —Pero papá… —logré decir, aunque mi voz se quebraba con la incredulidad—. Mamá murió hace un mes. Su rostro no mostró ninguna emoción ante mis palabras. Simplemente me observó, como si no hubiera dicho nada significativo. —No estoy pidiendo tu opinión, Azul. —La frialdad en su voz era cortante, y cada palabra parecía cerrar una puerta en mi mente—. Daniela, Delfina y, por supuesto, Fernando, son parte de la familia ahora, y tendrás que respetarlos. Las palabras se clavaron en mi pecho como dagas. Mi padre acababa de derrumbar lo poco que quedaba de mi mundo, y lo hacía con una indiferencia que me resultaba aterradora. No había lugar para el duelo, ni para la nostalgia por mamá. No había lugar para mis sentimientos. Daniela y su familia habían ocupado ese espacio. Me quedé en silencio, sin saber qué responder. Quería gritar, quería decirle que no era justo, que era demasiado pronto, que mamá merecía más que este reemplazo tan apresurado. Pero sabía que no serviría de nada. En ese momento, entendí que mis palabras no tenían peso para él, que cualquier protesta sería inútil. Lo único que podía hacer era asentir débilmente, tragándome las palabras que luchaban por salir. Pero mientras lo hacía, una sensación de desamparo se apoderaba de mí. ¿Qué sería de mí en esta nueva “familia” donde claramente no tenía un lugar? Papá se giró, como si la conversación ya hubiera terminado, y se alejó sin una mirada atrás. Mientras lo veía irse, supe que algo fundamental había cambiado en mi vida, algo que no podría recuperar. Mamá se había ido, y con ella, cualquier sensación de hogar que alguna vez tuve.
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