Libro de las Almas:
60.8: Aquellas almas frías y malvadas que llegan al infierno, son acogidas por el mismo Lucifer para formar parte del círculo de rendición. Controlan y tienen poder al igual que ellos, pero con una única condición: el sufrimiento eterno sin oportunidad de arrepentimiento y redención.
¿Valdría la pena tanto poder sin la felicidad?
Príncipe Demonio.
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—Mamá, se le tiene que acercar, es su jefa —respondí riéndome y tomando un sorbo de leche.
—Puede ser hasta la misma reina Isabel en persona. ¡Pero esa niña quiere acostarse con tu padre! —chilló con cara de horror.
—¿Cómo lo sabes? —inquirí levantando mis cejas.
—No tengo pruebas —soltó—, pero tampoco dudas acerca de eso —Cerró el portátil y lo tomó entre sus brazos—. Sabes el protocolo, ¿no es así?
Asentí enumerando con mis dedos.
—Esperar a que te vayas, hacer una fiesta en la casa, evitar que el gato no termine en el horno, y drogarme hasta caer inconsciente en algún sitio de la casa.
Mi madre me observó con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados.
«
—Muy graciosa —soltó una risa—. Sin embargo, el señor Bigotes penaría a media noche en venganza y buscaría sardinas podridas, las cuales escondería debajo de tu almohada. Para que lo pienses dos veces antes de hacerlo como sé que no lo harás.
—Eso todavía lo hace, y está vivo. Sin hacerle nada de nadita.
Y como si lo hubiéramos invocado, saltó a la mesa para robarme una salchicha y proceder a salir corriendo al jardín con el botín en su hocico.
—¡Oye! ¡Eso es mío!
Mamá y yo reímos tras la escena.
—Ya es tarde, me tengo que ir. El vuelo sale en una hora —dijo viendo el reloj en su muñeca derecha.
“Espera… ¿¡Qué!?”. Me quedé estática en mi asiento.
—¿Cómo conseguiste el vuelo tan rápido? —pregunté horrorizada—. Digo, hoy es sábado, es casi imposible.
Soltó una risa con cara de pura maldad.
—Tengo mis contactos, mi niña —hizo una pausa, pensando—. Y… un amigo que me debe varios favores —añadió después, sonriendo.
—Amenazaste al tío Frank —concluí con obviedad. Era el hermano de papá y, al igual que todos en la familia, le tenía miedo a mamá cuando se molestaba. No era para menos, cambiaba, y lo hacia de una forma muy macabra.
—Puede ser… —“Es un primer paso, ya lo admitió”—. En fin —me dio un beso en la frente—, llámame apenas llegues a la casa después del instituto. Nada de fiestas sin que yo sepa antes, y alimenta al gato. No dejes que se meta de nuevo en el armario, ya sabes cómo es con la ropa —“Mi ropa interior de pandas lo sabe. Gato destructor de panditas”—, y diviértete, cariño. Tienes diecisiete años y casi no sales. ¿Bien?
Bueno, tampoco es que tuviera muchos amigos para salir.
—Se supone que tendrías que decirme lo contrario al quedarme sola.
—Ciertamente, pero también fui joven —sonrió dándome un abrazo.
Le di una última mirada antes de que saliera por la puerta regalándome una sonrisa.
Bien. No quiero estar en los zapatos de papá ahora. Mucho menos en el de la jefa.
Al final del día después de ir a mi habitual encierro, me encaminé como todas las tardes hacia la casa con pasos lentos y mirando el cielo. Eran no más de las seis de la tarde, las personas se pasaban por un lado despreocupados de la vida, observando vidrieras, y entrando a una que otra tienda mientras eran arrastrados por algún niño que había visto un juguete de su agrado.
“Yo era igual que ellos de pequeña”, pensé. Mis padres solían llevarme todas las tardes de los sábados a visitar un museo que estaba cerca de nuestra antigua casa, y este me encantaba aunque ya hubiera visto las exhibiciones una y otra vez, no dejaba de sorprenderme con las cosas de ese mágico lugar.
Salí del recuerdo de una forma abrupta por la insistente vibración en el bolsillo trasero de mis shorts. Lo saqué con toda la calma del mundo mientras veía la pantalla. Ahí me quedó claro quién era la persona que me molestaba: la pesada de mi diva favorita. Mi media pechuga, la mitad de mi naranja, la tapa de mi oreo de chocolate.
—¡Perra desgraciada, hasta que por fin contestas!
—Hola, Harry, ¿cómo estás? Yo bien, ¿y tú? Ah, sí, todo perfecto, ya sabes… —le respondí de forma irónica, mientras Harry se reía en la otra línea.
Solté un bufido.
—Tu madre hermosa está preocupada de que llegues virgen al matrimonio, así que me dijo que te sonsacara para que salieras esta noche conmigo.
Me lo podía imaginar al otro lado de la línea moviendo sus cejas de arriba abajo. Mientras colocaba una mano en un gesto de divaza.
—Esta noche no puedo, cariño, tengo algo que hacer con mamá… —mentí, y lo hice de la manera más estúpida posible. Si había hablado con ella de seguro le había dicho lo de su repentino viaje de celos. Me di una cachetada mental y traté de evadir el tema—. Igual tú no puedes hacer mucho por quitármela —me defendí riéndome. Ya sabia que era una muy mala estrategia para despistarlo y lo cayera en mi metida de pata. Pero nada perdía con intentarlo.
—¿Eso crees? Te puedo asegurar que puedo acorralarte y meter mi pene por tu pequeño agujero —inquirió ofendido.
—Existe mayor probabilidad de que caiga un meteorito a que tengamos sexo, Harry —me burlé pateando una piedra pequeña—. Además, tú eres de nepes, no de v*****s y no me puedes acorralar, soy más fuerte que tú. Acuerdate de la gimnasia.
—Cierto —admitió—, pero el único que me gusta es el John —se defendió—. Además, me estás evadiendo el tema y ese día me resbalé, no ganaste —aclaró.
Seguía caminando mientras hablaba con Harry. Faltaba poco para llegar a mi casa cuando, de repente, un callejón que me saltó a la vista llamó poderosamente mi atención, una tienda. Una muy extraña que se encontraba en el fondo.
¿Qué rayos hacía una tienda allí? Jamás la había visto…
“Bueno, tampoco es que me fije en las cosas que tengo a mi alrededor”. Por eso fue que me castigaron y estoy ahora en la calle, y no en mi hermosa cama durmiendo.
Me detuve, sin poder evitarlo, para observar mejor la pequeña tienda. La curiosidad me mataba. Ir, o no ir... El callejón estaba ligeramente oscuro, pero desde la posición en que me encontraba podía observar algunos detalles de la tienda; y hubo uno que me hizo caminar hasta allí de inmediato.
•|Libros al descuento|•
“¡Ah, caray! Eso sí me interesa. Y al demonio todo, que me secuestren".
—¿Somer…? ¿Me estás escuchando? ¡Ya te he dicho que dejar hablando a las personas solas es de mala educación!
Mierda, me he olvidado de Harry.
—No, zanahoria, lo siento. Tengo que colgar, ahora te llamo.
—¡No me llames así! —se quejó—. Te veo ahora.
No me dio tiempo a contestar ya que había colgado, ¿Ahora? Supuse que iría más tarde a la casa para intentar convencerme de salir, cosa que no iba a lograr, claro está, ¿pero tan pronto?
Bufé quejandome. Por el momento, tenía frente a mis ojos la posibilidad de conseguir libros con descuento. Ya lo podía imaginar: un sábado en la noche sola, ellos, yo y una taza de chocolate.
No se veía nada mal si lograba deshacerme de Harry.
“Gracias al cielo mamá me dejó la tarjeta junto con algo de efectivo antes de irse de viaje”.
Caminé al interior del callejón observando los dibujos y grafitis que decoraban las paredes. Estaba tan concentrada en ellos y en que no me fueran a secuestrar, que di un salto del susto cuando un gato n***o saltó de uno de los cubos de basura que había unos pocos metros. El animalito corrió y me pasó rozando, yendo directamente hacia la tienda. Solté una ligera maldición por el mini infarto que me había dado esa bola de pelos.
Al estar al frente de la puerta, verifiqué a través de los cristales que estuvieran atendiendo. Adentro había una señora de cabello blanco, de no más de setenta años, sentada detrás del mostrador. Al verme sonrió, y me hizo señas para que entrara.
“Qué mujer más extraña”.
Empujé con cuidado la puerta de color azul oscuro, y la campanilla del establecimiento me dio la bienvenida con un tintineo peculiar. Al instante un exquisito aroma a chocolate caliente, mezclado con el de las antigüedades, me dio de lleno en la nariz. Busqué disimuladamente al gato que me había asustado, pero no estaba por ningún lado.
Con pasos tímidos me dirigí a la señora, quien desde el momento en que entré no había despegado sus ojos de mí.
—Disculpe —hablé con miedo, algo realmente ridículo dado como entre allí—, vengo por los libros.
Señalé con el pulgar detrás de mi espalda donde estaba el cartel de hace unos segundos, pegado al vidrio.
—¡Oh sí, claro! —giró el rostro y entonces me fijé por primera vez en lo que tenía a sus espaldas. Había muchos estantes esparcidos por la tienda, y la gran mayoría, hasta donde podía ver, contenían frascos y artículos desconocidos, mientras que en otros había platos, vasijas y cuadros. Al parecer ya había encontrado lo que buscaba, pues abrió los ojos con felicidad levantando un dedo al final de la tienda. Le seguí con la mirada hasta que por fin di con los libros—. Están allí, señorita. Cinco estantes después —Discúlpeme, es verdad que la edad hace que uno se olvide de las cosas —se rio un poco—. Puede quedarse a ver lo que guste, igual la tienda cierra tarde.