Prefacio: Bett Harrison

2060 Words
Punto de vista de Gil Después de ser el vicepresidente de una de las electrónicas más grandes del mundo, era condenado a trabajar desde el fondo, convertido en el presidente de una sucursal en el extranjero que, sin lugar a dudas, me representaría más de un dolor en el culo, pero, ¿qué más me quedaba? Ese maldito de Blake me las iba a pagar… Dos días, llevaba dos días en este país, ni siquiera me había acostumbrado al horario, y ya tenía que asistir a una fiesta para conseguir uno de los tratos grandes. —¿Cómo es que se llama la mujer con la que tengo que hablar? —pregunté a Toby, mi asistente, que caminaba a mi lado. Él arrugó la cara. Tal como yo, no había pegado un ojo desde que el avión aterrizó. —Bett Harrison, señor. La CEO de Hygge Inc. Fruncí el cejo y arrugué la boca. —¿Qué clase de nombre es ese? —pregunté y solté una risa—. Parece sacado de una caricatura. Mi asistente resopló y se encogió de hombros, mientras yo miraba alrededor, en busca de alguna cara conocida, pero no encontré a nadie. Solo un montón de ingleses encopetados que me la podían, y mujeres acartonadas y desabridas. Chasqué la lengua cuando llegamos a un lado del salón, y tomé una copa de algo que me pareció champaña. —Y, ¿cómo es la tal Bett Harrison? ¿Es como estas tipas desabridas? ¿Al menos tiene un poco de carne para hincarle el diente? —Según vi en el archivo, es de ascendencia asiática, la hermana adoptiva de Jared Harrison. —Ah, el maldito de los componentes defectuosos que mi hermano tanto ama, ya veo… aunque nunca he tenido el honor de conocerla antes. —No creo que ella se lleve muy bien con su familia —apuntó Toby. Me llevé la copa a la boca y, a pesar de que noté un sabor más amargo que el de la champaña común, como al final me gustó, me la bebí de una sola vez. Era champaña, no me iba a emborrachar por tomarme dos o tres copas y, con lo cansado que me sentía, un empujoncito de estamina no me venía nada mal. Apenas vi a un camarero con más de ese licor cobrizo, tomé otra copa y me relajé. Caminé alrededor del salón con calma, escuchando conversaciones y analizando el entorno y, de repente, escuché mi nombre. —¿Gil? ¿Gil Maier? ¿De verdad eres tú? Volteé al escuchar una voz conocida de un varón, y enseguida me encontré con un rostro demasiado infantil para un hombre adulto, y una sonrisa estúpida de esas de las que ya casi me había olvidado. Era Harold… Maldita sea. —¡Oh, Harold! Claro que soy yo, ¿quién más? —saludé con toda la hipocresía que me caracterizaba, y le di la mejor de mis sonrisas. —¡Hermano, qué sorpresa encontrarte en UK!, ¿viniste de vacaciones? —Él se detuvo delante de mí—. No, bueno, si estás aquí no son vacaciones. —Llevó el índice a su boca y chascó con la lengua —No, no estoy de vacaciones… vine como representante de la empresa. Desde hace un par de días soy el representante del Grupo Maier para Europa. Los ojos de Harold, de una avellana claro, se abrieron de par en par; dio un paso adelante y dijo con impresión: —¿Representante?, ¿eres el CEO para este lado del mundo? ¿Qué mierda se le metió a Blake en la cabeza? Tragué entero y me bebí media copa de champán de un tirón para no noquearlo de un golpe ahí mismo, y asentí con la cabeza. —Aunque no lo creas, lo soy. Él se paró derecho y resopló. Harold, Harold Jenkins, era un tipo que conocí en los días en los que me fui a Las Vegas en mi juventud. Los dos compartimos muchos vicios juntos; sin embargo, no me agradaba demasiado porque le encantaba ver sufrir a la gente. A mí también, pero no conseguí nunca llevarme bien con él por alguna razón. Él era el hijo de un magnate de los bienes raíces, y como tal tuvo una vida privilegiada desde el nacimiento. Le gustaba derrochar el dinero, viajar, estar rodeado de pu.tas, y solía vérsele en las mejores fiestas alrededor del mundo. Extrañaba cuando mi vida era así. Me mojé los labios con el resto del contenido de mi copa y suspiré. —¿Qué haces aquí? Este no es tu país, ni el tipo de fiestas que sueles frecuentar —dije con calma. —Oh, es que mi padre me ordenó venir. Quiere profundizar sus inversiones aquí, pero no puede hacerlo solo. Tiene la estúpida idea de que sentaré cabeza y haré lo que quiere si me da responsabilidades. »Para ser franco, creo que solo pierde su tiempo. —Se encogió de hombros con desinterés. Solté una risilla y resoplé, mirando alrededor, a ver si encontraba a quien necesitaba ver, para salir de aquí e irme a dormir cuanto antes. El otro se dio cuenta de ese gesto, y no dudó en preguntar. —¿Estás esperando a alguien? —Bett Harrison, ¿la conoces? Se supone que debo hablar con ella aquí para hacer migas y conseguir un trato. Harold arrugó la cara, y luego soltó la carcajada y silbó. —Hermano, ¿Bett Harrison? ¿Te volviste loco? Arrugué la cara, confundido. —¿Qué pasa con ella? Él se relajó, tiró la vista a los alrededores, y luego espetó: —No, no es nada. Lo que pasa es que esa mujer es una dura. Si no te diriges a ella con respeto y de buena manera, olvídate de que te haga caso alguna vez en el resto de tu vida. »¿Tienes que obtener un trato con ella? ¿En serio? Me miró de arriba abajo, como si yo fuese una cosa extraña que simplemente no pegara con esa mujer que describía, como si fuese un campesino y ella la Reina. —Oye, ¿qué te pasa? ¿Crees que no soy capaz de hacerlo? —inquirí con semblante molesto. Harold negó enseguida con la cabeza. —No he dicho eso, pero yo que tú me tomaría dos o tres copas más. De todas formas, Bett no ha llegado. Tiene la costumbre de llegar a mitad de los compromisos y, además… es una chica particular. »Según las malas lenguas, no le gusta mucho asistir a este tipo de eventos. Es un ratón de biblioteca, igualita a tu hermano —soltó él y luego arrancó a reír. Si era como Blake, quizás tenía una oportunidad. Aunque la suya era una de las personalidades que más odiaba. Dejé a Harold de lado, pero decidí seguir su consejo. Fui hasta uno de los camareros y tomé un par de copas, me trasladé a un costado del salón y las bebí sin muchas pausas. El estómago me dio vueltas por un rato, pero enseguida sentí una energía renovada que me dijo que todo estaría bien. Sin embargo, la bendita mujer todavía no aparecía. Después de una media hora, y tres copas más, escuché un bullicio a la entrada del salón y, como ya estaba fastidiado de esperar, fui hacia allá, pero no encontré nada. —¿A dónde se fue la señorita Harrison? Se encontraba aquí hace solo un momento —vociferó un hombre viejo copa en mano. —No lo sé… pero tiene que venir pronto, necesito hablar con ella —espetó otro. —Yo también. —Yo también. El clamor general entró en mi con sorpresa, y solté la carcajada. ¿Es que iba a tener que hacer cola para hablar con la dichosa Bett? ¿Quién era ella? ¿La Reina? Tomé una copa de uno de los camareros y salí de ese salón, de aspecto antiguo, muy señorial, para trasladarme por los pasillos a paso lento y tambaleante. Un mareo suave me recorrió la cabeza y sentí ganas de ir al baño, así que me metí en el primero que vi, finamente decorado con todas las florituras típicas de la arquitectura victoriana. —Dios… hasta estos baños son como de princesas de Disney —mascullé sin poder evitarlo y reviré la vista alrededor. Los lugares demasiado adornados me disgustaban, así de simple. Busqué con la mirada un urinal, porque necesitaba dejarlo salir, pero no encontré nada. Dejé mi copa a medio tomar sobre la encimera de los lavabos y miré alrededor con confusión. —¿Dónde mierda vine a meterme? Arrugué la cara justo cuando noté que una de las puertas se abría, y frente a mí apareció una mujer blanca, de cabellera negra muy bien peinada y unos preciosos labios rojos que me hipnotizaron al instante. Enseguida, mis más bajos instintos se activaron, y sonreí. —¿Qué haces aquí? —preguntó ella. Su voz sonaba firme y hasta un poco grave, pero la mezcla entre un acento neutro y asiático le daba un aire suave que le sentaba perfecto. —Ehm… vine al baño, eso creo —contesté sin pena. Ella arrugó la cara, y la incertidumbre pintó esos hermosos ojos oscuros que tenía. —Este es el baño de damas, ¿no viste el letrero afuera? Desvié el mirar y, de la nada, solté una carcajada. —¡Con razón no encontraba un maldito urinal! —exclamé y volví a reír. La vi cruzar los brazos delante de su pecho, aunque no se le veía mucho y, por alguna razón, esa postura encendió un fuego dentro de mí que me llevó a acercarme un par de pasos. Ella respiró hondo sin darse cuenta de eso y negó con la cabeza. —Bueno, está claro que has bebido mucho. —Tiró la vista a la copa de champaña en la encimera—. ¿Cuánto de eso has bebido? —¿De la champaña? Como cinco o seis copas. Pero, no te preocupes, que estoy perfecto, en mis cinco sentidos —aseveré, a pesar de que mis movimientos eran erráticos y tambaleantes. Al darse cuenta de que me acercaba, ella me rodeó con astucia y fue directo a la encimera, tomó la copa y olió su contenido. Me volteé y la vi arrugar la cara. —Esto no es champaña —soltó muy seria. —Ah, ¿no? ¿Entonces qué es? —cuestioné sin sorpresa real, porque solo me fijaba en esos preciosos labios que se movían con lentitud y astucia. De repente, me dieron ganas de besarla. —Esto es licor de… Terminé de girarme y, mientras ella tenía su atención en la copa, y en describir su verdadero contenido, me adelanté a paso rápido, la arrinconé contra la encimera, bajé la cara y besé esos preciosos labios rojos con profundidad. Una sensación de placer se extendió en mi interior apenas tocarlos, y creció al verla abrir los ojos de par en par, por completo impresionada. Yo quería que correspondiera; es decir, ¿qué mujer no querría que un tipo como yo la besara? Sin embargo, la realidad fue por completo diferente. Ella me empujó con las dos manos, despegándome de su cuerpo y, con esos azabaches hermosos inyectados en sangre y furia, sin darme tiempo ni siquiera a reaccionar, y sin decir ni media palabra, lanzó su pierna derecha hacia mí con todas sus fuerzas y… me pegó justo en los testículos. En ese momento, se me reinició el mundo, me quedé sin aire, sin voz, sin borrachera, sin nada, y solo la vi, casi quedándome en blanco mientras caía de rodillas al suelo. —¡Eres un maldito abusador! ¡Degenerado pervertido! —gritó ella y me fulminó con la mirada—. ¡Vuelve a hacer algo así conmigo, y te juro que te corto el pe.ne y hago que te lo tragues crudo, ¿entendiste?! El frío se metió por mis pies y me abrumó al instante, a la par de un inmenso dolor que me hizo perder la noción de todo. Perdí la noción de la realidad y solo tuve fuerzas para encogerme en mí mismo en el suelo, en posición fetal, reprimiendo un grito y las lágrimas, porque jamás en mi vida lloraría delante de una mujer.
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