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La criatura despertó de lo que pareció ser un sueño largo y, al mismo tiempo, tranquilo y bello. Observó su alrededor con ojos curiosos y vivos; el sol de media mañana calentaba su pelaje rojizo y el viento olía a hojas de pino y savia, pero había en él algo diferente, algo que había hecho a la criatura despertar de su sueño. Un olor delicado, tan sutil que se perdía entre todos los demás, que eran demasiado simples y sosos en comparación. Olfateó con su pequeña nariz negra, esperando poder captar una vez más aquello que lo había hecho volver al presente de forma tan fácil y delicada como una caricia. Ahí estaba, cada vez más cerca... se acercaba.
Sus orejas se movieron en diferentes direcciones, el golpe de los cascos le hizo saber que se trataba de caballos, bestias grandes, con crines negras, cuerpos de color caramelo y músculos fuertes que aparecieron minutos después trayendo tras de sí un carruaje con ruedas que traqueteaba por el camino de grava.
Los ojos de la criatura brillaron suavemente entre la maleza verde; de su hocico, un hijo de saliva espesa se deslizaba hasta caer al suelo. El olor era tan intenso que su estómago gruñó y sus dientes se cerraron con fuerza en un chasquido audible. Tenía hambre. Mucha hambre. Había dormido demasiado.
Los caballos se detuvieron bajo la sombra de un grupo de cedros rojos y gruesos. La pequeña criatura se enroscó sobre sí misma, esperando y mirando, pero sin dejarse ver.
De la parte alta del carruaje un escudo de armas ondeaba al viento, una solitaria flor entre dos espadas en un campo azul. El ser no la reconocía; había pasado tanto tiempo sumido en sueños y pesadillas que los años habían hecho mella en el mundo de una forma incomprensible para él, al menos, de momento.
Lo olió antes de verlo, como un melocotón maduro, era dulce y floral; su cuerpo tembló visiblemente y se contuvo para no saltar de su escondite y hundir sus dientes en la tierna carne de su cuello.
Lo que bajó del carruaje lo hizo sonreír; era solo un niño, un niño pequeño de seis años a lo mucho. Sin embargo, aquella criatura de hombre era de una belleza tan efímera y especial que lo había dejado sin aliento.
Bajó del carruaje con pequeños saltos; tras de él, un guardia con armadura brillante apareció, pero la criatura no tenía ojos ni oídos para nadie más que aquel pequeño. Su cabello color chocolate peinado en suaves ondas, un traje a medida de la mejor confección y tela se ceñía a su delgado cuerpo con intrincados lazos y botones brillantes. Sus botas altas oscuras pisaron con cuidado el suelo como si intentara no dañar nada. El guardia se quedó junto al carruaje, pero no despegaba sus ojos del niño.
La criatura olisqueó el aire una vez más y su cuerpo tembló de nuevo con deleite. Aquel aroma, aquel niño lo llamaba y él casi quería correr a su lado, pero con la forma que tenía ahora, lo más seguro era que lo asustara. Su apariencia poco le había importado en los últimos años, solo podía ver el sinfín de colas que se enroscaban por debajo de su torso. Sabía que tenía más de un par de ojos y también que sus dientes eran grandes y afilados, pero fuera de ahí no podía saber si era una criatura hermosa o una horrible para un niño.
—Príncipe Darién, no se aleje demasiado —gritó el guardia. El niño hizo una mueca con aquellos labios como capullos en flor y siguió caminando.
«Darién» pensó la criatura, sus garras se clavaron en la blanda tierra negra con emoción. En su lenguaje más intrincado, aquel nombre podría traducirse como: rey. O incluso, "alguien destinado a gobernar".
«Nada menos que un príncipe» ronroneó con placer.
El niño había seguido avanzando con pasos cortos, se había situado justo frente a la criatura y sus ojos verdes como las hojas de los árboles a contraluz parecieron mirarlo un breve segundo que hicieron al ser estremecer, pero no de miedo, sino de deleite y gozo. Pero el niño, el príncipe Darién, no lo miraba a él, sino a las flores que crecían en el arbusto que los separaba. Deslizó sus dedos por entre las hojas hasta los pétalos blancos y cremosos; el niño sonrió.
—Gardenias —dijo. Su voz, una melodía cálida que caló entre los huesos y la carne de la criatura de forma dolorosa, pero encantadora.
Suavemente se desenroscó y sus colas se agitaban al viento como una bandera roja y negra. El príncipe no notó su presencia mientras cortaba flores con las manos enguantadas en cuero n***o. La criatura se acercó sigilosamente, y se coló por las ramas del centro de la planta, donde el niño príncipe no podía oírlo o verlo.
Lo miró con sus múltiples ojos dorados, cada uno de ellos guardando una pequeña parte del niño: una peca, una onda de cabello fuera de su lugar, los labios fruncidos, el cuello largo y elegante, las manos seguras mientras armaba un pequeño ramo blanco. Todo. Todo lo robó la criatura y lo guardó para sí, para después.
—¡Darién! —La voz de una mujer desde atrás hizo titubear al príncipe; una pequeña exclamación salió de sus labios entreabiertos, dio media vuelta y corrió de vuelta al carruaje.
La criatura solo pudo verlo desaparecer y verlo partir le dolió. Había sido despertada por él y para él, pero ¿por qué? ¿Por qué ahora después de tanto tiempo?
Las lágrimas que no sabía que tenía y que podía derramar se deslizaron por su pelaje, un trémulo lamento escapó de su hocico y algo en su alma se fragmentó como un cristal.
Con pasos ligeros se escabulló del arbusto y saltó al claro, en una carrera rápida llegó a donde el carruaje se había detenido y olió con fuerza. Los miles de olores se mezclaron, pero el del niño príncipe era claro, una nota fresca y brillante entre toda la basura de aromas. Con aquello podría empezar a buscar pronto, muy pronto.
En el medio del claro una suave luz anaranjada brilló por breves segundos, después un niño solitario de cabellos rojizos, ojos dorados y piel clara, apareció. La criatura se había transformado.
Caminó un paso, dos y cayó. Caminar erguido era más difícil de lo que parecía, sonrió a la nada, tendría que aprender muchas cosas antes de buscar a su príncipe y colarse en su vida como una enfermedad. Se puso de pie con piernas temblorosas y se mantuvo así, sintiendo el sol caliente en sus extremidades y el viento que le revolvía el cabello. Caminó otros cuantos pasos, ahora había firmeza en sus piernas, se mantuvo erguido y siguió avanzando. Sabía que debía ir al sur, pero dejar aquellos bosques sería complicado, pero no le importó, tenía que llegar a él más tarde o más temprano.
Y con aquella misión entre dientes, siguió avanzando sin detenerse, tomando confianza y consuelo de que pronto podría volver a ver a su príncipe, y con eso bastaba por ahora.
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