⋆ Capítulo 1: Hortensias para Darién

3293 Words
⋆⭒˚。⋆⋆⭒˚。⋆⋆⭒˚。⋆ Aquella mañana, cuando Darién abrió los ojos, lo primero que vio fueron las flores de hortensia que alguno de los sirvientes había dejado en un jarrón dorado encima de su mesa de noche. Los tonos de las flores iban del azul, rosa y morado; sus favoritas eran las moradas, que alegraban, de alguna forma muy particular, su estado de ánimo y aquel día realmente necesitaba todo el buen humor que pudiera encontrar dentro de sí mismo. El festival de las lanzas era la festividad más importante dentro del reino de Aethoria. Se celebraba cada vez que uno de los hijos del rey cumplía la mayoría de edad con justas, competencias de arquería y caza en los bosques nublados. En estos eventos, los príncipes o princesas escogían a su escolta personal, al más valiente, al más leal y al que uniría su destino a alguno de ellos y daría su vida de ser necesario para preservar la de los reyes. Ese día los príncipes mellizos Trevor y Talia cumplían la mayoría de edad. Aquella festividad, como su nacimiento la compartían, y se sentarían a los pies del rey para elegir a su "sombra", como le gustaba llamar a la guardia personal Darién. Al príncipe no le importaban estos acontecimientos, siempre relegado a ser el tercer hijo y, para colmo, sin posibilidades de subir al trono real a menos que sus hermanos murieran antes de tiempo o, en su defecto, no tuvieran herederos, pero aquello era poco factible; la sangre real siempre tenía un heredero fuera como fuera. Pero a Darién tampoco le importaba mucho el trono; desde su nacimiento, sus padres y sus instructores le habían dejado en claro su destino: servir a sus hermanos cuando llegaran al poder. No le molestaba, pero prefería ser un tanto más libre y no pasar su vida entera encerrado entre aquellas altas paredes y murallas. Se levantó despacio, estirando sus músculos y sintiendo en la piel el suave toque del sol matinal que entraba por la ventana semiabierta. Sonrió e instintivamente alargó la mano para tocar los pétalos de las hortensias que tanto le gustaban. La puerta se abrió en ese momento y el servicio entró haciendo reverencias. —Príncipe Darién, su padre y sus hermanos, los príncipes, le esperan para desayunar —dijo Arys, su hermoso cabello rubio recogido bajo un gorro de lana blanca, solo un par de mechones asomaban aquí y allá; al príncipe Darién le habría gustado tocarlo y sentir su textura. Sin embargo, contuvo aquellos pensamientos antes de decir algo que pudiera estropearlo todo. —Por supuesto —fue su respuesta, y Arys salió de nuevo con paso veloz. Al príncipe Darién se le estrujó un poco el corazón, le habría gustado tontear con Arys o con cualquier otro joven de su edad. Dejarse cortejar o cortejar, según fuera el caso, pero sabía que su padre le diría que tener ese tipo de fantasías con plebeyos era caer bajo, muy bajo. Dio un par de pasos dentro de sus aposentos; otro jarrón lleno de hortensias blancas y verdes, adornaba la mesa del té y aquello le arrancó una sonrisa brillante. Sí, las flores lo ponían de mejor humor. Se vistió con lentitud, disfrutando de la suavidad de la tela contra su piel sensible. Si su padre quería desayunar con él y sus hermanos, podrían esperar sentados en sus sitios; Darién daría un paseo antes de que las festividades comenzaran y comería de los puestos ambulantes. Con las botas calzadas bajó a paso rápido por las escaleras traseras que daban a las caballerizas, ya podía escuchar el rumor de los fuegos artificiales y el rastro de pólvora que dejaban en el aire. Las caballerizas estaban llenas de movimiento, los mozos de cuadra iban y venían por las estrechas pesebreras, ensillando y herrando caballos hasta trenzando crines con flores. La felicidad y la urgencia de terminar el trabajo rápido eran palpables en el aire, el príncipe Darién sonrió y con pasos sigilosos se coló en el lugar en busca de su caballo, sin ser detectado. El animal que le había sido regalado por su décimo cumpleaños era un frisón majestuoso y de pelo n***o y brillante. Sus crines ya estaban adornados y trenzados con flores y lazos de colores y el emblema del rey Estéfano D'Lissander, acomodado sobre el lomo y flancos del animal. —¿Te parece una carrera por el bosque nublado? —preguntó al caballo mientras acariciaba su hocico suave con la mano. —¿Príncipe Darién? —La voz llegó detrás de él, el mozo de cuadra, un joven corpulento y de nariz torcida lo miraba sin dar crédito. Como era normal para los príncipes de Aethoria, antes del festival de las lanzas, tenían que esperar dentro del castillo hasta que el torneo diera inicio y se requiriera su presencia, pero para Darién, quien odiaba las formalidades, no quería esperar encerrado hasta mitad de la mañana y perderse la diversión y las curiosidades del mercado. Como todavía no era mayor de edad, no tenía un guardia asignado, así que ir y venir a su antojo era ciertamente más sencillo. Además, nunca nadie se enteraba de lo que hacía fuera del castillo y a su padre, poco le importaba su tercer hijo, y Darién esperaba que siguiera siendo así por mucho más tiempo. —No me has visto aquí —dijo, incluyendo en su voz una nota arrogante y, al mismo tiempo, una orden. —Príncipe Darién. —Hizo una reverencia y el mozo salió de la pesebrera con paso apurado, aunque con el ceño fruncido. —Vamos entonces, Aurum. —Sonrió el príncipe mientras tomaba las riendas del caballo. Una vez fuera, subió a la silla y, con miradas curiosas y gritos de «¡príncipe Darién!» salió cabalgando velozmente hacia el bosque nublado. ⋆⭒˚。⋆⋆⭒˚。⋆⋆⭒˚。⋆ El bosque nublado debía su nombre a las altas cordilleras cubiertas de nieve y nubes la mayor parte del tiempo, pero también a su alta humedad y sus grandes cantidades de árboles y arbustos de Styrax. Darién detuvo su caballo en medio de un pequeño claro; a su derecha, un riachuelo de agua del deshielo se abría paso entre rocas y troncos caídos. El perfume delicado de las plantas y la humedad se le pegaron a los brazos y cuello como una segunda piel. Respiró hondo y cerró los ojos por un instante; cuando volvió a abrirlos, al otro lado del claro, un jinete en un caballo alazán lo miraba con curiosidad y asombro. Darién sintió en su columna un estremecimiento tal que su montura se movió nerviosa bajo sus piernas. El extraño lo miraba desde su lugar, quieto, como si ni siquiera respirara. Su cabellera era de singular castaño rojizo y estaba trenzada de forma intrincada y caía sobre su hombro izquierdo con ligereza. Una armadura gastada y oscura cubría su cuerpo, espada al cinto, una carcaj de flechas a la espalda y arco cruzado al pecho. Sus ojos dorados clavados en el príncipe Darién y una ligera sonrisa en los labios delgados. Darién alzó una mano enguantada en cuero a modo de saludo; el jinete hizo una ligera inclinación de cabeza, pero siguió sin moverse, como si esperase algo más. «¿Por qué no se larga?» se preguntó el príncipe, pero gracias a los años de enseñanzas de etiqueta dentro de la corte del rey, sonrió y se acercó al trote a donde el hombre esperaba en silencio. —Maravillosa mañana para cabalgar, ¿no? —dijo el príncipe Darién mirando el cielo azul un breve segundo. Al mirarlo más de cerca, Darién notó que el extraño no era más que un joven, quizá en sus veintes como él. De hombros anchos, brazos y piernas fuertes, un guerrero, sin duda. Pero su rostro todavía era suave y, aunque sus facciones eran un tanto toscas, era bastante bello de una forma salvaje y cruda. El jinete lo miró con el cuerpo tenso; sus manos apretaban las riendas de su caballo con fuerza y parecía que había olvidado como respirar o moverse bajo toda aquella armadura. Sus ojos pasaron del rostro de Darién al emblema real a un costado de Aurum. —Lo es, majestad —dijo, su voz suave y moderada. El príncipe sonrió dejando ver sus dientes blancos y rectos. —¿Vas al festival de las lanzas? —preguntó señalando su espada y el arco. —Por supuesto, majestad. —Bien —respondió el príncipe y por algunos segundos se quedaron en un silencio hasta cierto punto cómodo—. ¿Cuál es tu nombre? —Mis disculpas, majestad —dijo el hombre, se bajó del caballo con movimientos fluidos y elegantes como si llevara toda la vida montando. Hincó una rodilla en el suelo lleno de helechos, agachó la cabeza y con voz fuerte y clara se presentó: —Mi nombre es Athan D'Elián. Mi propósito es servir al rey y sus vástagos como guardia real. Mi destino, por ahora, es llegar al festival de las lanzas en la vía principal de Aethoria. Mi pueblo natal, Carax al sur de aquí, me alentó para convertirme en caballero de la guardia, majestad. —Príncipe. Soy el príncipe Darién D'Lissander, el tercer hijo del rey Estéfano y la reina Marietta D'Lissander. —Es un placer conocerlo, príncipe Darién —dijo Athan. Alzó la vista y una sonrisa auténtica hizo que sus facciones brillarán como nieve al sol. El príncipe Darién se movió incómodo; algo en aquel viajero lo atraía de una forma extraña, como una abeja a una gota de miel: quería caer y quedarse perdido en él. Aclaró su garganta y con un ademán de la mano le pidió que se pusiera otra vez en pie, y Athan lo hizo. —Vienes entonces por mis hermanos, los herederos al trono —murmuró entre dientes. El joven lo miró, una elegante ceja por encima de la otra. —Sí, príncipe —fue su respuesta. Darién hizo girar su caballo, observó los arbustos de Styrax y suspiró de forma audible. —Te ayudaré un poco, Athan D'Elián, ya que has venido de tan lejos. Mi hermana, la princesa Talia, ama las flores de los arbustos de Styrax, por su olor a vainilla. Si quieres ganarte su favor, un ramillete de esas flores te pondrá por encima de los otros participantes, incluso si tus habilidades con la espada y arco son malas —dijo con una mueca de desagrado en su rostro. —Entiendo, príncipe Darién, muchas gracias. —En todo caso, si prefieres ser el guardia de Trevor, la mecánica es la misma. Él adora que los demás piensen primero en Talia antes que en él, un ramillete de flores para Talia y lo tendrás comiendo de tu mano. —¿Y usted, príncipe Darién? Darién se tensó y su caballo volvió a moverse nervioso entre sus piernas. Escondió aquella sorpresa tras una sonrisa de lado, un poco arrogante, y se volvió para mirar a Athan que estaba de pie con las manos tras la espalda. —Faltan algunos años para que pueda elegir a mi propio guardia —dijo y se encogió de hombros un poco incómodo por revelar aquello a un extraño. —Ya veo. ¿Es por eso que está en estos bosques sin un guardia que le cuide las espaldas? —preguntó el joven, sus ojos se dirigieron más allá del claro tratando de buscar algo o alguien. Divertidos, aquellos ojos dorados volvieron a Darién. —No necesito un guardia, de todos modos. Puedo apañármelas bien solo —Fue la respuesta del príncipe, un tanto irritado por el atrevimiento de aquel sujeto. Sin embargo, sabía que, de ser atacado, ni siquiera tenía un arma con la cual defenderse o atacar, cual fuera el caso. Se sintió estúpido por eso; una daga o un arco podrían ser una gran diferencia, pero no podía hacer nada por ello. Volvieron a guardar silencio. El rumor del viento sobre las altas ramas de los árboles y el fluir del riachuelo fue lo único que se escuchaba entre ellos, ni pájaros, ni mucho menos animales correteando entre la hojarasca para hacerlo sentir menos turbado. —Disculpe mi atrevimiento, príncipe Darién, no quería molestarlo —dijo al fin el joven, agachó la cabeza en señal de respeto y sumisión. —Tendrás que cuidar esa lengua tuya, Athan D'Elián, o no durarás mucho en palacio. Estaré esperando a ver a cuál de mis hermanos eliges, estoy seguro de que llegarás al final del torneo. No te olvides de las flores o me sentiré sumamente ofendido. —Por supuesto, mi príncipe —respondió, con una reverencia elegante y profunda, el joven Athan se despidió del príncipe, quien espoleó a su caballo y salió disparado por entre los altos árboles, su cabello oscuro ondeando al viento. ⋆⭒˚。⋆⋆⭒˚。⋆⋆⭒˚。⋆ La vía principal de Aethoria estaba llena de personas que bailaban al compás de los violines y tambores. Colgaban por encima de sus cabezas farolillos de papel y flores secas. Los caminos estaban llenos de polvillo dorado, y los niños tenían en sus manos pintura que iban dejando sobre la ropa de los demás. Las mujeres, ataviadas con faldas amplias de colores vivos, coronas de hojas y listones multicolor sobre la cabeza, llevaban los cabellos sueltos al viento. Quienes competirían en el festival llevaban lustrosas armaduras con emblemas de todo tipo, desde una rosa solitaria hasta dragones lanzando fuego a un campo de trigo. En el ambiente, las risas de los niños y las campanas se mezclaban en un coro de alegría y entusiasmo digno de un festival. El príncipe Darién había dejado su caballo atado a un olmo junto a un bebedero. Se despojó de su chaqueta azul y se quedó con la camisa blanca y lisa. Se adentró en las calles adoquinadas, y en un momento tuvo la camisa manchada con manos y dedos pequeños como los demás. Sonrió cuando un coro de trovadores recitaba sobre las hazañas del rey y sus vástagos. Incluso habían dedicado una línea entera al príncipe Darién alabando su belleza y su habilidad con el arco. Siguió avanzando entre la gente que no lo reconocía, no tenían por qué. Los príncipes y la realeza siempre estaban confinados a las torres y murallas de palacio, solo salían como en aquel festival, y era cuando el pueblo podía verlos y admirarlos. En su lugar de tercer hijo, Darién no era el centro de atención; nadie esperaba verlo dar un discurso o pasear entre el pueblo, quedaba relegado por los herederos, que eran lo más brillante de la corona y de Aethoria y que, convenientemente, venían en par. Darién caminó despacio entre puesto y puesto, observando antigüedades y libros viejos de pastas ajadas y lomos partidos. «Demonios rojos: historias y leyendas del mundo antiguo» leyó. Era un ejemplar forrado en cuero n***o que parecía tener escamas iridiscentes que atrapaban la luz del sol, una excentricidad y rareza. Lo tomó entre sus manos, sosteniendo su peso y sintiendo la calidez de las tapas contra sus palmas. «No me vendría mal una buena lectura después del torneo y de soportar a padre» Era una curiosidad que bien valía la pena adquirir y disfrutar. —¿Cuánto quiere por esto? —preguntó al hombre que leía un libro que se caía a pedazos. Lo miró por encima de su lectura y mientras se balanceaba en su silla despreocupado, masticaba con fuerza unas hojas de tabaco que habían manchado sus dientes de un color café. —Una moneda de plata, bastará —dijo. El príncipe sonrió encantado, llevaba más de una moneda de plata en los bolsillos. —Aquí, tenga. —Deslizó sobre la mesa la moneda de plata con la rosa grabada de un lado y las espadas del otro. El tendero le dedicó una mirada más profunda y sus ojos se abrieron como platos, lo había reconocido, hora de escabullirse una vez más. A paso ligero se dirigió hacia los puestos de comida, con el libro bajo el brazo para no perderlo. Caminó de aquí allá probando desde higos maduros hasta mandarinas jugosas. Ternera asada a la leña y leche dulce especiada. Postres de frutilla y su favorito, tarta de limón y merengue. Las campanas del palacio anunciaron la primera llamada al festival de las lanzas y los gritos no se hicieron esperar. El júbilo del pueblo era tal que el aire se sentía cargado, como los minutos antes de que una tormenta se desatara. Darién todavía tenía un lugar al cual acudir, una pequeña taberna con terraza y un pequeño jardín donde solía beber vino especiado mientras veía a las personas caminar directo a los jardines exteriores del castillo. Se apresuró al lugar, esquivando niños que corrían y mujeres con canastas llenas de fruta y bebida. El techo a dos aguas de color verde botella le dio la bienvenida tras un recodo, su pequeño letrero rezaba: "Vinos para Magda". La puerta roja y el olor de las especias inundaba el local y lo hizo sentir un poco mejor. Antes de enfrentar la ira de su padre y la presunción de sus hermanos, necesitaba tomar una copa... dos, si la primera la apuraba rápidamente. La campanilla sonó cuando ingresó. Las mesas estaban casi vacías, pero había vasos y botellas sobre cada una de ellas, signo de que la mayoría había tomado rumbo hacia los jardines. Se dirigió a la barra donde la bonita y regordeta Magda limpiaba un par de vasos con un paño de algodón blanco, sonrió al ver al príncipe Darién y, antes de que él pudiera abrir la boca para pedir su vino, Magda ya había puesto una copa sobre el mostrador de madera oscura. —¿Cómo te va, guapo? —preguntó la mujer con una sonrisa coqueta. Darién sonrió a su vez y tomó la mano de la mujer entre las suyas, con un suave movimiento se la llevó a los labios y dejó un único beso que hizo que las mejillas de la mujer, ya de por sí llenas de colorete, se volvieran más rojas. —Bien, querida Magda. ¿Qué tal te va a ti? —Agarró el vaso de vino y el primer trago de aquel licor afrutado lo hizo estremecerse. —Estoy bien, guapo. Hace tanto que no te veía por aquí que pensaba que habías desaparecido por ahí o tal vez te habías fugado con alguna moza del sur —dijo y frunció los labios en un mohín que hasta cierto punto resultaba atractivo y tierno. —¿Fugarme? No, Magda, no le haría eso a mi padre, mucho menos a ti —dijo con voz grave, en aquel tono que sabía que a la mujer le gustaba y la hacía temblar. Le guiñó un ojo y la mujer sonrió. —Has de decirle eso a todas, guapo. Estoy segura que eres todo un galán allá donde vayas. Darién rió, una risa fresca y libre. Si aquella pobre mujer supiera que flirteaba con el príncipe de Aethoria, y no con un simple campesino o soldado cualquiera, se desmayaría en el acto, Darién casi estaba deseando hacerlo, pero se contuvo, no quería herirla, mucho menos verla en la penosa situación de pedirle perdón de rodillas. Se terminó el vaso de vino de un trago y pidió otro. Cuando Magda le rellenó el vaso, dejó una moneda de plata sobre el mostrador, besó de nuevo la mano de la mujer y caminó hacia la terraza que tenía vista al palacio. Al abrir la pequeña trampilla que daba al exterior, lo primero que encontró fueron aquellos ojos dorados que le devolvieron la mirada sorprendidos.
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