Prólogo. parte 2: El inicio.

1992 Words
El reloj marcaba ya pasada la media noche. Fue cuando la conversación logró enrumbarse hacia el punto culmen que Eduardo normalmente planeaba en sus estrategias con las chicas que cortejaba: ― ¿Qué busca una chica como tú en lugar como este? ―sin hacer el mínimo intento de disimular la intencionalidad de su pregunta, Eduardo imitó el gesto que recién le había visto hacer a Luci, clavando su mirada en los ojos de ella. Ella le sostuvo la mirada antes de responder. ― Para una criatura como yo, cansada de tanto vivir y de tanto sufrir, y sin más esperanza que la derrota segura, solo anhelo encontrar alguna emoción que me permita saber que sigo viva ―en un súbito instante Luci abrió de golpe y sin anticipación su corazón ante él, abriendo al mismo tiempo el compás de sus piernas―. Quisiera decir que siento despecho, pero el despechado es alguien que se aferra al pasado, y yo no miro hacia atrás, yo por el contrario miro al futuro. Busco una mentira, aunque sea la más falsa de todas, que me engañe, que me haga creer que existe algún futuro… solo busco eso… ¿y usted profesor? ―La chica se aproximó a su rostro, olvidando peligrosamente toda convención sobre el respeto del espacio personal, y le susurro aquella pregunta― ¿qué es lo que usted busca? El torrente de sensaciones experimentadas en ese momento atrofió la capacidad de razonamiento que Eduardo asumía infalible. Los signos corporales, mentales y emocionales que sentía eran inequívocos, todo se correspondía con lo que había leído y escuchado al respecto. De solo pensarlo sintió espasmos en todos sus músculos. A esas alturas era ya inútil ignorarlo: se estaba enamorando de Luci. Hizo cuanto esfuerzo estuvo a su alcance para sobreponerse a la precaria situación, y logró con gran dificultad la tarea de no quedar expuesto y en ridículo. Era una mujer que apenas conocía. Resultaba imposible expresarle tan desfachatada revelación. Tras un dubitativo mutismo pudo esgrimir una respuesta de mediana congruencia. ―Vine buscando algo ―atinó a decir Eduardo pero sin lograr disimular la duda presente en su voz―, pero ahora no estoy seguro de qué es lo que quiero conseguir. Luci lo atravesó con aquel par de ojos negros como la noche y le dijo resuelta: ― Estoy segura de saber qué es lo que usted busca profesor, y sé también que en este lugar, ni usted ni yo, lograremos encontrar lo que esperamos encontrar. ¿No hay acaso un lugar más íntimo para buscar lo que queremos? Después de la sorpresa ante tan desparpajada invitación, Eduardo se sobrepuso para no dejar pasar la chance. Salieron del lugar de inmediato, enrumbados hacia el auto de Eduardo. Recorrieron el trayecto de carretera que los retuvo por espacio de diez minutos antes de llegar al lugar de su residencia, tiempo durante el cual apenas y cruzaron un par de palabras con miedo de romper la expectación que se había propiciado entre ambos. Una vez en el sitio, Eduardo abrió la puerta con premura, ofreciendo a su invitada todo tipo de comodidades, al tiempo que aprovechaba para apreciar la belleza de aquella que estaba por convertirse en su musa. Con ella, todo el protocolo cambiaba, pues la costumbre de Eduardo en ocasiones como esa, era proceder a ofrecer más licor a las invitadas, que ya de por si llegaban a su casa con varios tragos encima, pero con Luci eso no funcionaba, además de ser innecesario, pues esa chica tenía sus objetivos claros. Cosa que quedó en evidencia cuando, sin mediar palabra, soltó el nudo de su escote, dejando libres un par de senos perfectos, redondos y firmes. Apenas tuvo la oportunidad, Eduardo le besó los pezones con pasión desmesurada. Luci fue determinada y precisa. Tomándolo del cabello lo despegó de su pecho. La ropa del profesor desapareció en instantes. Ella por el contrario solo se despojó de su ropa interior, levantándose el vestido hasta la cintura. El profesor, como le encantaba a Luci llamarle, era ahora el alumno, llevado de la mano en aquella danza que la chica dirigía. Ella lo lanzó en un sillón que se hallaba cerca, y de inmediato se aprestó a montarlo. Solo entonces tuvo Eduardo un momento de incertidumbre, al caer en cuenta de que no había alcanzado a colocarse el condón. Luci, adivinando el origen de su duda, le susurró al oído: ― Quiero que me tomes sin protección. A pesar de que todo su sentido común le decía lo contrario, y de que un millón de pensamientos negativos pasaron por su cabeza en ese momento, aquella lujuriosa petición de Luci solo aumentó su deseo. Claro que pensó en la posibilidad del contagio de alguna ETS, o en un posible embarazo no deseado producto de su encuentro furtivo, pero para el profesor, el balance de riesgoecompensa, le parecía mucho más que favorable, entendiendo claro está, que la recompensa era la posesión carnal de su musa. La penetración fue directa y violenta, tal como lo había sido todo con esa chica. Como poseída, Luci se entregó a un vaivén frenético y acelerado, al cual Eduardo asistía como un mero colaborador. Uñas y dientes se clavaron sin misericordia en la piel de Eduardo, mientras ella jadeante deliraba del placer que sus caderas poderosas arrancaban de aquel falo bien proporcionado. Ni siquiera se le pasó por la cabeza al profesor la idea de ofrecerle un cambio de posición a quien se mostraba extasiada de montarlo en aquel sillón. El encuentro fue corto pero lleno de intensidad. Eduardo nunca había experimentado algo parecido. En su haber de incontables experiencias sexuales, muchas y de muy alta calidad, nunca había vivido una con la pasión que Luci le había imprimado. Ella, sin lugar a dudas, era el Diablo en la cama. Ambos llegaron al orgasmo al mismo tiempo, algo complejo aun para parejas con años de compenetración. Eduardo creyó estar a punto de perder la conciencia a causa del intenso placer, pero la pasión manifiesta en los ojos brillosos de la que ya consideraba suya, entregada en su lujurioso fervor, le mantuvo con la mente plena. El silencio de ambos hizo eco en las paredes de la habitación. Ella, sin dejar de clavarle las uñas en la espalda, hundía su cabeza en el hombro de él. Su pene aun erecto permanecía dentro de ella, ya no más como objeto s****l, sino más bien como símbolo del puente emocional que él esperaba les pudiese unir a partir de ahí. Al ver que ella permanecía sumida en su inmutable trance, Eduardo se atrevió a romper el silencio: ― Precioso lucero ―le dijo movido por un aire de poético romanticismo―, necesito que hablemos. Luci tardó en manifestar intensión de responderle, y para cuando se reincorporó, un par de lágrimas surcaban sus mejillas sonrosadas. ― Ya lo sé. No es necesario que lo digas ―respondió Luci al fin―… yo también estoy enamorada de ti. Pero te lo advertí, desde el principio te dije que te alejaras de mí. Eduardo quedó mudo al ver como Luci, sin dejar de llorar, se levantaba de un salto buscando con la mirada las pantis que había dejado en el piso de la habitación. ―No lo entiendo ―dijo el― si sientes lo mismo que yo ¿Por qué me pides que me aleje? Él se incorporó, y desnudo como estaba trató de acercarse, pero ella lo detuvo mientras terminaba de arreglarse la ropa. ― Créeme por favor cuando te digo que es lo mejor. Así no podré hacerte más daño. Mucho ha sido ya el permitirnos este furtivo encuentro ―la chica pronunció la frase bajando la mirada, incapaz de verle a los ojos. Con el orgullo maltrecho a causa del desamor, y maldiciéndose a sí mismo por aquella desfachatez de ceder de manera tan infantil a los encantos de esa mujer, el profesor fue capaz de hacer uso nuevamente de su razonamiento y de sus palabras envenenadas de cinismo. ― ¿Eres portadora de alguna enfermedad? ¿Por eso me pediste no usar protección? ¿Para contagiarme? Luci levantó la mirada clavando su par de ojos negros como la noche en el pecho de Eduardo. La incredulidad, la decepción y el dolor eran del todo evidentes en su gesto. ― Esos razonamientos torcidos y tus respuestas acidas son unas de las pocas cosas que en todos los años que llevo conociéndote nunca me han gustado de ti... Apenas te sientes mínimamente dolido y el mundo te vale mierda ¿verdad?… y entonces empiezas a escupir tu veneno sin importarte a quien hieres con tus palabras. “¿Todos estos años?” la frase no le encajaba, por lo que quedó resonando en la mente de Eduardo desde ese momento, pero el desahogo de la chica no le dio tiempo a reparar en ello en él acto. ―Si te he pedido que me tomaras sin protección ―continuó Luci reclamándole―  es porque desde el principio mi única intención fue tener un hijo con el único hombre que ha sabido despertarme un mínimo de interés desde hace siglos. Soy el diablo, Lucifer en persona, te lo dije, pero tú no lo quisiste creer. Sí, estoy enamorada de ti, y durante varios años lo he estado, por eso te escogí… te escogí a ti desde esa noche en medio de aquel mamotreto de ritual en el que reconociste con tu propia boca que estabas dispuesto a renunciar a tu libre albedrío y a tu esperanza de redención solo por conocerme… Por eso tomé esta apariencia, calculada y amoldada a tus gustos específicos, y por eso estaba en ese bar, sabiendo que no resistirías la tentación… ¿Recuerdas que te dije que estaba buscando algo que me permitiese creer, que me permitiese tener una esperanza, que me permitiese pensar en el futuro?… un hijo, nuestro hijo, es lo único que será capaz de hacerme olvidar esa eterna lucha mía, para poder mirar hacia adelante… en lo que nace la criatura creo que el desamor al que nos condeno a ambos podrá servirme bien como distracción. Luci se acercó a Eduardo quien permanecía de pie. Desnudo. Incrédulo. Sin entender lo que ella acababa de decir. Con lágrimas que brotaban de sus ojos, negros como la noche, la chica le dio un último beso antes de concluir:  ― Adiós amor mío… aunque sea en el infierno espero volverte a ver. Y así sin más, Luci desapareció frente a él, dejando como única evidencia el aroma dulce y delicado de su perfume. El vacío en el corazón de Eduardo fue proporcional al tamaño de la habitación ahora también vacía. Vencido por el derrotero de circunstancias, se dejó caer al piso, embargado por el nerviosismo. Como cualquiera en su lugar sucumbió ante el peso de la verdad razonada y concluyó que todo aquello nunca pudo ocurrir: el diablo, el que él se afanaba en demostrar que no existía, no podía habérsele presentado en persona, era imposible si quiera considerarlo,  pero las marcas de mordidas, de arañazos y de besos en su espalda y brazos, eran testimonio más que notorio de que algo había pasado. Eduardo barajó todo tipo de hipótesis, pero ninguna logró concederle la calma. Para lo que había vivido no existía explicación razonable. Así experimento Eduardo el terror más crudo y visceral que jamás imaginó ser capaz de sentir. No el temor que otro en su posición, en la de haber copulado con el diablo y de haber servido como progenitor de un posible anticristo, hubiese tenido por natural, no, su temor era el de convertirse en lo que siempre detestó: Ser el desdichado que sufre por amor. A pesar de sus inmensos esfuerzos, el desenlace fue inevitable. Diferentes de las marcas en su espalda, que desaparecieron con el tiempo, las de su corazón solo se acrecentaron con el paso de los días.
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