Pov Sofía
Las ruedas del auto se deslizan sobre el pavimento húmedo mientras avanzamos sin pausa. Desde el asiento trasero, observo cómo los campos italianos se desdibujan tras la ventana por culpa de la velocidad. Afuera, el cielo se tiñe de nubes espesas que anuncian lluvia; adentro, el silencio es tan espeso que parece sólido. Solo se oye el murmullo constante del motor... y, de vez en cuando, la respiración profunda de Pavel, que va sentado a mi lado. Tenso. Firme.
Delante de nosotros, dos camionetas negras nos escoltan, abriendo paso como si fuéramos parte de una maldita procesión fúnebre. O como si yo fuera alguien importante. O peligrosa.
—¿Falta mucho? —pregunto sin apartar la vista del cristal, siguiendo con la mirada el vuelo de un halcón solitario que se pierde entre las nubes.
—Veinte minutos, señorita Sofía —responde Pavel con su voz gruesa..
No digo nada más. Me acomodo mejor en el asiento, cruzo las piernas con elegancia. Llevo un short n***o y una camisa de tiras que apenas puede sostener mis tetas.
Mis labios aún saben a café frío, y en el pecho retumba el eco de la discusión que escuché esta mañana entre Damián y mi hermana.
“No hay opción, tiene que irse con él. Es el único que puede protegerla.”
Aprieto los labios y suelto un suspiro largo. Son tantos años sin verlo que de solo pensar quien es ahora se me revuelve el estómago.
El auto gira, abandonando el camino principal. Comenzamos a subir por una colina angosta. A ambos lados del sendero se levantan cipreses altos y oscuros, erguidos como centinelas. La carretera se vuelve cada vez más estrecha… y entonces, aparece.
La mansión.
Imponente. Fría, como él.
Parece salida de una película de gánsteres. Con columnas jónicas en la entrada, balcones de hierro forjado y mármol blanco que resplandece incluso bajo el cielo gris. Tiene esa elegancia decadente que solo pueden tener los lugares donde han muerto demasiadas personas. En lo alto ondean dos banderas negras. Sin escudo. Sin nombre. Solo negras.
El portón se abre con lentitud, y las camionetas entran primero. Nosotros los seguimos. La grava cruje bajo las ruedas como si se quejara.
En cuanto bajo del auto, el aire denso de Nápoles me golpea el rostro. Huele a ciprés, humedad… y poder.
Mi tacón resuena al tocar el mármol de los escalones, seco y firme. Antes de llegar al último peldaño, la puerta principal se abre. Aparece una joven. Delgada, piel oliva, cabello recogido en una trenza perfecta. No tendrá más de diecinueve. Sus ojos oscuros son inexpresivos y su sonrisa, leve, demasiado medida como para ser hospitalaria.
—Señorita Sofía, bienvenida a la mansión Morgan, Mi nombre es Bianca, estoy a su servicio —dice, con una leve inclinación de cabeza que parece ensayada.
—Gracias —respondo, sin molestarse en ocultar cómo la estudio.
Sus pasos no hacen ruido mientras me guía por el vestíbulo. La mansión es tan grandiosa como su fachada prometía. Techos altos con frescos que muestran querubines armados, columnas internas de mármol gris, y un suelo de mosaico blanco y n***o que parece querer hipnotizarme con cada paso. Las paredes están decoradas con fotos de Luciano, de Paula e incluso mías cuando era niña. De hecho, creo que hay más mías que de los mellizos y sus demás sobrinos. Aprieto los labios con rabia..
«Ni siquiera fue al funeral de sus padres y, aquí está, llenando su casa de fotos de ellos»
Sigo mirando todo, notando como la sobriedad y el silencio está impregnado en cada columna.
Sobre todo el silencio, el silencio aquí es absoluto. No hay música. No hay sirvientes moviéndose al fondo. Solo nosotras dos. Como si el lugar no necesitara demostrar poder… porque lo encarna.
Bianca se detiene al pie de una enorme escalera curva, de hierro n***o, ornamentada. Al final de esa escalera hay dos puertas de madera maciza, cerradas como una promesa.
—El señor bajará en cualquier momento. Puede esperarlo en el salón. ¿Desea algo mientras tanto? ¿Café? ¿Agua?
—No —respondo de inmediato.
Ella asiente con la cabeza, obediente, y se marcha por un pasillo lateral sin hacer ruido, como un espectro entrenado.
—Niña Sofía —habla Pavel a mi espalda y me volteo.
—La vamos a extrañar por allá. Pero estará bien cuidada aquí. ¿Oyó? —me dice con los ojos llorosos.
Lo abrazo con fuerza y suspiro dejando que se vaya. Siento un nudo en la garganta y por alguna razón las manos no dejan de temblarme. El tiempo comienza a pasar y Salvatore no baja.
« ¿Qué tanto estará haciendo ese imbécil?»
Sabía que hoy venía y debía recibirme. ¡Pero no! Está haciendo algo mucho más importante que esperarme. Aprieto los puños y comienzo a subir las escaleras hasta la planta alta. Con cada paso que doy, siento como mi corazón se acelera, más y más. Cuando llego a la planta alta, un sonido sutil, me hace moverme por los pasillos. Camino siguiendo el sonido y abro una enorme puerta de madera. Es una habitación amplia, con una cama King en medio revestida de sábanas blancas. Más al fondo, hay otra puerta entre abierta, por dónde se puede escuchar el sonido de gemidos femeninos sutiles. Mis piernas tiemblan, mi corazón se acelera y siento como algo se atasca en mi garganta. Lo más sensato es irme, largarme, pero… camino y me asomo por la rendija de la puerta, logrando quedarme anonadada con lo que ven mis ojos.
No debería mirar. No debería querer mirar.
Pero no puedo apartar la vista.
El aroma me golpea primero. Un olor espeso, denso, casi animal. Mezcla de perfume masculino, sudor limpio, sexo y tabaco. El ambiente está saturado de feromonas y humedad. La habitación es más grande de lo que creía, con paredes color carbón y una lámpara dorada encendida que proyecta sombras largas sobre las figuras en movimiento.
Salvatore está allí. En el centro. Dueño de todo.
Desnudo.
Solo lleva puesto el infierno en la piel. Tatuajes negros que se extienden por sus hombros, su pecho, su abdomen tallado, como una maldita obra de arte blasfema. Cada músculo se contrae con precisión brutal mientras se mueve con fuerza sobre una de las mujeres, que gime bajo él con desesperación. Su cabello n***o está húmedo, revuelto, como si acabara de salir de una tormenta. O de una guerra.
Y probablemente sí.
Tiene las manos en la cintura de una, la boca en el cuello de otra, mientras la tercera se masturba frente a él, gimiendo su nombre como si fuera un dios pagano. Y lo es. Así se mueve. Así la mira. Con esa arrogancia impúdica que siempre me dio rabia… y que ahora me enciende el vientre como una chispa maldita.
Salvatore gruñe, y ese gruñido me sacude entera. Me lo trago sin querer, con la boca abierta y los labios entreabiertos.
Mi respiración se vuelve torpe. Me oprimo las piernas sin darme cuenta. Estoy mojada.
Las luces apenas iluminan algunas cicatrices que tiene en la espalda y que no sabía que tenía. Y aún así, es bello. Tan bello que duele.
Una de las mujeres le muerde el pecho. Él lanza una carcajada ronca, oscura, y la toma por el cuello, hundiendo la cara entre sus pechos. Gime. Despiadado. Voraz. Como si el amor no fuera su lenguaje, sino el dominio.
Mis pezones se endurecen bajo la blusa delgada y tengo que cubrirme el pecho con el brazo. No puedo creer lo que estoy sintiendo. No puedo creer que esto es lo primero que veo de él en tantos años. No su voz. No su mirada. No su abrazo.
Lo veo follando.
Una de ellas gime muy alto. Salvatore la empuja con fuerza y la pone sobre la mesa de cristal. Su espalda choca con la superficie, y la lámpara tiembla. Él no se detiene. Nada lo detiene. La penetra con violencia contenida, con los dientes apretados y el rostro contraído por el placer. Y, por un segundo, su mirada se alza… justo hacia la puerta.
Me congeló.
Sus ojos —grises, helados, imposibles de olvidar— se clavan directo en los míos.
Me obligo a dar un paso atrás.
Otro.
La respiración me tiembla. La piel me arde.
Doy media vuelta con el corazón desbocado, decidida a largarme antes de que me derrumbe en ese mismo pasillo como una adolescente enferma de deseo.
Pero entonces lo siento.
Su presencia.
Su sombra.
Y, un segundo después, su cuerpo.
—¿Quién carajo eres? —gruñe detrás de mí.
Me empuja contra la pared con brusquedad, inmovilizándome de espaldas. Una mano enorme me atrapa la muñeca, la otra se apoya cerca de mi cabeza, y su cuerpo —caliente, duro, sudoroso— me aplasta contra el mármol frío. Siento su piel desnuda pegarse a mi espalda a través de la camisa delgada, y su aliento caliente roza mi cuello como una amenaza que me eriza hasta los huesos.
Mi pecho sube y baja sin control.
Su olor me inunda: almizcle, sexo, poder.
No hay dulzura en él.
Hay brutalidad.
—Te hice una pregunta —susurra con la voz grave, áspera, como si la tuviera hecha de cuchillas—. ¿Quién carajo eres?
Intento hablar, pero solo me sale un gemido torpe. Mi boca se abre buscando aire. Sus gotas de sudor resbalan de su pecho a mi espalda. Mi cuerpo, traidor, responde: se aprieta. Se humedece. Tiembla.
Él lo nota.
Lo siento en cómo su respiración se vuelve más pesada, en cómo su agarre se vuelve más firme, más íntimo.
—Sofía… —susurro por fin.
Él no se mueve.
—Sofía Uribe.
Un silencio brutal cae entre nosotros.
Y entonces lo siento dar un paso atrás.
Me doy la vuelta, temblando.
Su rostro está frente al mío, con las cejas fruncidas y la boca entreabierta, como si acabara de ver un fantasma. Sus ojos recorren cada parte de mí: mi cara, mis labios, mis pechos cubiertos por la tela fina. Me mira con hambre. Con confusión. Con asombro.
—Sofi… bebé… ¡Dios! —exhala, y da otro paso atrás, llevándose la mano al rostro como si el mundo se le acabara de mover—. Lo siento. Lo siento tanto…
Busca una sábana, un abrigo, algo para cubrirse, como si la vergüenza lo alcanzara tarde. Pero yo lo detengo con la mirada.
Cruzo los brazos y, con una media sonrisa que no me reconozco, digo en voz baja:
—Ya lo he visto todo, Salvatore Morgan.