Capitulo 8 "Miedos"

1728 Words
Desperté con la sensación de que algo había cambiado. No sabía exactamente qué, pero el aire en la habitación se sentía más denso, como si las paredes hubieran presenciado algo que yo había olvidado. Pero no había olvidado nada. Recordaba perfectamente el beso. El calor de los labios de Matías. El cosquilleo en la espalda cuando me sujetó del brazo. Y, sobre todo, recordaba su pregunta: "¿Por qué me seguiste el beso si estás casada?" Me vestí sin prisa. Escogí una camiseta sencilla y un pantalón de lino blanco. Esperaba encontrarme con la furia de Nikolay. Portazos. Gritos. Quizás una discusión tétrica en algún rincón de la casa. Pero cuando bajé, todo estaba extrañamente en calma. En la cocina, Natalia (la nueva asistente que había sustituido a Lara) me sirvió el desayuno como si nada hubiera pasado. —Él está en el despacho —dijo con un tono neutro. —¿Y tú sabes algo que yo no? —pregunté, observándola de reojo. Ella no respondió. Solo se limitó a seguir ordenando los cubiertos. --- Pasaron las horas. Lo que más me desconcertaba no era el castigo. Era su ausencia. Cada vez que abría una puerta, esperaba encontrarme con su figura apoyada en un marco. Cada vez que cruzaba un pasillo, sentía sus ojos observándome, aunque no lo viera. Y tal vez, solo tal vez, eso era exactamente lo que estaba ocurriendo. --- Esa noche, cuando por fin me crucé con él, Nikolay estaba saliendo del despacho con un vaso de whisky en la mano. Su rostro, como siempre, impecable. Frío. Perfecto. —Veo que mi esposa tuvo una velada entretenida —dijo sin detenerse. Yo me quedé quieta. —Y veo que te divierte espiarme. ¿Te pone eso? ¿Controlarlo todo? Él se giró con lentitud, sin perder la calma. —Lo que me divierte es ver hasta dónde eres capaz de llegar solo para sentir que tienes voz. Di un paso hacia él. —No me casé contigo porque quise. No tengo que pedirte permiso para ser una chica de mi edad. Para divertirme. Para besar a alguien que sí me mira como si valiera algo. Nikolay se acercó un poco más. Me susurró: —El problema no es que lo besaras. El problema es que lo hiciste sabiendo que yo miraría. Y te gustó. Te gusta jugar a que no tienes jaula, Bianca. Pero no olvides que la puerta está cerrada desde fuera. Sentí un escalofrío. No de miedo. De furia. De impotencia. —No soy un juguete. No soy una mascota encerrada en tu jaula de cristal. —Tienes razón —dijo él, con una mueca apenas perceptible—. Las mascotas al menos saben a quién pertenecen. No dije nada. No tenía sentido seguir un juego donde todas las piezas estaban marcadas. Me giré, decidida a marcharme. Pero su voz volvió a alcanzarme. —Vístete para cenar. Esta noche no comerás sola. Me detuve un segundo. Luego seguí caminando sin responder. Mientras subía las escaleras, una idea me atravesó el pecho: Nikolay podía tener el control de la casa. Pero mi mente, mi cuerpo y mis decisiones, esas seguían siendo mías. Y no iba a dejarlas en silencio. La casa estaba bañada en luces suaves cuando bajé. El comedor parecía sacado de una postal: la mesa impecablemente dispuesta, la vajilla reluciente, y al fondo, Nikolay. Sentado como si fuera el dueño de un reino que nadie le había disputado jamás. Porque lo era. Me acerqué con calma, sin mirar a los lados. Pero noté cómo Natalia me observaba desde la cocina abierta, fingiendo que acomodaba los últimos detalles. —Gracias por acompañarme —dijo él, sin alzar la voz, como si nuestra discusión anterior no existiera. —No tenía muchas opciones —respondí con una sonrisa cortante mientras me sentaba frente a él. Natalia apareció en ese momento, portando una bandeja. Llevaba un vestido n***o ajustado que no recordaba haber visto en ninguna otra asistente anterior. Demasiado corto. Demasiado sugerente. Se inclinó más de lo necesario al servirle el vino. —¿Desea algo más, señor? —preguntó, y su voz arrastraba las palabras como si las saboreara. Nikolay no la miró. Ni una sola vez. Pero su indiferencia era tan calculada que casi resultaba una bofetada. —Eso es todo por ahora —respondió, cortante. Natalia me dirigió una rápida mirada, y vi cómo se le endurecían los labios antes de desaparecer tras la puerta. Sonreí. No de placer, sino de reconocimiento. Reconocí esa pose. Ese intento. Lo había visto muchas veces en fiestas, en bares. Mujeres que creían poder domar a un hombre con la forma en la que meneaban la cadera. Pero Nikolay no era un hombre. Era una criatura salvaje disfrazada de civilización. Y a las criaturas salvajes no se las seduce. Se las sobrevive. —Parece que tu nueva asistente tiene habilidades múltiples —dije mientras probaba el primer bocado—. ¿Viene con el uniforme o lo elegiste tú? —No suelo fijarme en detalles tan superficiales —respondió, sin levantar la mirada de su plato. —¿No? Podrías habérselo dicho cuando te derritió el vino sobre la muñeca. Fue bastante… ¿cómo decirlo? ¿torpe? ¿intencional? Una pausa. Un silencio afilado. —Supongo que algunas personas necesitan probarse constantemente. Saber hasta dónde pueden llegar. Lo dijo con tal exactitud que por un segundo no supe si hablaba de Natalia… o de mí. —Yo no necesito probarme —murmuré—. Solo quiero recordar que aún soy dueña de algo en mi vida. Aunque sea de lo que hago con mi cuerpo. Él dejó los cubiertos, cruzó las manos sobre la mesa y me miró por fin. Directo. Intenso. Como si mi piel fuera un libro abierto. —¿Y besar a ese chico fue una forma de reclamar propiedad sobre ti misma? —Fue una forma de recordarme que aún puedo sentir. Que no todo en esta casa tiene que estar frío y calculado. —O fue una forma de provocarme —añadió con voz baja. Apoyé los codos sobre la mesa, desafiante. —¿Y funcionó? Otra pausa. Otra batalla en silencio. —Más de lo que crees —dijo, y se sirvió más vino. La conversación continuó, intermitente. Entre frases aparentemente inofensivas y silencios llenos de tensión. Natalia volvió una vez más para retirar los platos, su mirada rozando la mía como un reto encubierto. No dije nada. No era necesario. Cuando la cena terminó, Nikolay se levantó primero. Dio unos pasos hacia la salida del comedor, luego se detuvo y habló sin volverse. —Puedes hacer lo que quieras con tu cuerpo, Bianca. Pero no olvides que cada acción tiene un precio. Y algunos precios… los cobro en silencio. Y se fue, como si no hubiera dejado una amenaza suspendida en el aire. Yo me quedé sola, mirando la copa vacía frente a mí. No sentí miedo. Sentí determinación. Porque por cada amenaza que él lanzara en voz baja, yo iba a responder con un grito silencioso, con cada paso que me acercara más a recuperar mi voz. Subí a mi habitación fingiendo que nada pasaba. Como si no llevara el corazón palpitando con fuerza en el pecho. Como si la última mirada que Nikolay me lanzó no se me hubiera quedado clavada en la piel como una promesa silenciosa. Pero entonces tronó. Un sonido seco, brutal. El tipo de trueno que no avisa. Me detuve en seco en mitad de la habitación. El cielo estaba tan oscuro que apenas se veía más allá de los ventanales. Y, de pronto, la lluvia comenzó a caer con violencia. Golpeaba el cristal con fuerza, como si intentara entrar. Odiaba las tormentas. Desde pequeña. Un miedo irracional, sí. Pero no por ello menos real. Me acerqué a la cama y me arropé como si eso pudiera protegerme del sonido, del estruendo, de los recuerdos. Cada nuevo rayo iluminaba la habitación por un segundo, y cada trueno me hacía encoger los hombros sin querer. No iba a llorar. No iba a salir corriendo. No iba a ser esa niña asustada. Otro trueno. Me tapé los oídos por reflejo, sintiéndome tan patética como orgullosa por no gritar. Y entonces oí sus pasos. Lentos. Decididos. Hasta que la puerta se abrió. Nikolay. Llevaba la camisa desabrochada por la mitad, como si hubiera salido de la cama. Su expresión no era de furia ni de calma. Era más… neutra. Como si intentara no parecer lo que realmente era: alguien que había venido porque sabía que yo tenía miedo. —No he dicho que puedas entrar —murmuré con voz baja, sin mirarlo. —Tampoco he pedido permiso —respondió con suavidad, cerrando la puerta tras de sí. Me mantuve bajo las sábanas, las piernas cruzadas, los brazos alrededor del cuerpo. —Estoy bien —mentí. Otro trueno me contradijo. Nikolay no dijo nada. Caminó hasta el ventanal y cerró las cortinas con un gesto lento. Luego se acercó a la cama y se sentó en el borde, sin tocarme. El silencio se hizo espeso. Me sentía ridícula. Me sentía expuesta. —Puedes irte —susurré. —No. —¿Y por qué no? —Porque sé lo que es sentir miedo cuando nadie debería verlo. Me mordí el labio. Cerré los ojos con fuerza al siguiente trueno, pero mis labios ya temblaban. —Odio las tormentas. —Ya lo sé. —No necesito que me salves —dije con rabia contenida. —No estoy aquí para salvarte —dijo él, y esta vez su voz fue más baja, más íntima—. Estoy aquí porque no me gusta que llores sola. No me había dado cuenta de que una lágrima había escapado de mis ojos hasta que la sentí en la mejilla. Entonces, sin invadir mi espacio, se quedó allí. Solo eso. Sentado en silencio. Sin exigencias. Sin palabras de más. Dejándome respirar, temblar, ser. Y en algún momento, entre un trueno y otro, mi cuerpo se acercó al suyo por instinto. No porque quisiera consuelo. Sino porque no quería que él creyera que el miedo me hacía más débil. —No pienses que esto cambia nada —le advertí en voz baja. Nikolay giró la cabeza apenas un poco. Me miró a los ojos. —No esperaba menos. Y no dijo más.
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