La resaca no es nada comparada con el silencio de Nikolay. No me duele la cabeza, me duele el orgullo. El sol se cuela entre las cortinas como una acusación, y mi estómago da vueltas como si aún estuviera bailando. Me hundo más en las sábanas, esperando que la cama me trague y me devuelva a una noche sin vestidos rojos, sin copas, sin caderas restregándose contra el cuerpo equivocado. O el correcto. Depende de cómo se mire. Intento ignorar el recuerdo de Nikolay abriéndome la puerta del coche con esa expresión de estatua molesta. O el calor de su mano sujetándome por la cintura. O su voz, ronca, cuando dijo “ve a dormir, Bianca”. Lo intenté, claro. Pero entre la resaca y la imagen de su mandíbula apretada mientras yo bailaba sobre él como una loca, no dormí nada. —Estás viva —dice Lara

