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1185 Words
Haciéndote Mía Dante la sostuvo contra sí como si pudiera contener en sus brazos la fragilidad y la fuerza de ese instante. La había preparado con paciencia, con una ternura que contrastaba con la intensidad de su deseo. Cuando finalmente se unió a ella, Serena sintió cómo su cuerpo reaccionaba de un modo nuevo, inesperado. El peso de él sobre su piel no era una carga, sino un refugio; la calidez de su interior se mezclaba con la de Dante en una sinfonía de latidos acompasados. No había dolor. Lo que antes había sido un recuerdo áspero con Damian, algo que le había arrebatado sin darle nada a cambio, ahora se transformaba en un despertar. Su cuerpo vibraba bajo cada caricia, cada movimiento suave que Dante marcaba con atención a su respiración y a los estremecimientos que nacían en ella. Serena descubría que no solo podía responder, sino también explorar. Sus manos temblorosas recorrieron los hombros, el pecho, el torso de su esposo, reconociendo el calor de su piel, la fuerza de los músculos que se tensaban bajo sus dedos mientras la embestía. Cada vez que lo tocaba, Dante contenía un gemido, como si el poder de ella sobre su placer lo asombrara. Los gemidos que brotaban de su garganta eran distintos a los que recordaba: no eran de incomodidad, dolor, ni de miedo, sino de un placer embriagador que la elevaba. Cada embestida meditada de Dante la llevaba más alto y él, atento, parecía leer en sus ojos el momento en que la tensión en su vientre se transformaba en un fuego ascendente. Serena se aferró a él, sus piernas buscando retenerlo dentro, su cuerpo rindiéndose a una ola desconocida que la atravesó con fuerza. Su primer orgasmo nació de esa unión, de la entrega y del amor que ardía en la mirada de Dante. Y en ese instante, comprendió. No era solo su esposo, era su compañero, el hombre al que podía llamar suyo con el alma y con la carne. El hombre que, en lugar de arrebatar, le estaba devolviendo lo que alguna vez creyó perdido: la capacidad de sentir placer, de ser deseada y valiosa. Con cada suspiro entrecortado, Serena se entregaba más, grabando en lo profundo de su corazón que esa era su primera vez verdadera. Dante sintió el temblor recorrer el cuerpo de Serena cuando se deshizo en su primer orgasmo bajo sus manos. El sonido de su nombre en los labios de ella ahogado en el placer lo atravesó más hondo que cualquier caricia. Se contuvo, resistiendo el instinto de dejarse arrastrar por su propio deseo; había esperado ese momento para ella, para demostrarle que podía confiar, que su cuerpo y su alma estaban seguros en sus brazos. Pero cuando la vio mirarlo con los ojos brillantes, húmedos y llenos de certeza, cuando reconoció en ese gesto que ya no lo veía como un extraño, sino como su hombre, el último muro de su autocontrol se quebró. La besó con una urgencia distinta, no de prisa, sino de entrega. El beso no pedía permiso: lo daba todo. Con cada embestida más profunda, Dante se unía a ella no solo en cuerpo, sino en promesa. Sus manos la guiaban, su pecho ardía contra el de ella y en su mente solo había un pensamiento claro: ya no hay vuelta atrás. No la dejaría jamás. Ella no era un capricho ni un consuelo: era su vida. El ritmo fue creciendo, marcado por el choque de sus cuerpos y el calor que aumentaba sin piedad. Dante perdió la voz en un gemido grave, ronco, mientras se entregaba a la dulzura ardiente del interior de Serena. Sintió su propio clímax acercarse como una ola incontenible y en ese instante la apretó más contra sí, enterrando el rostro en su cuello, respirando su aroma como si lo necesitara para sobrevivir. Cuando finalmente se dejó vencer, su liberación fue tan intensa que lo sacudió por completo. Llamó su nombre con voz rota, dejando su semilla en ella como un sello, un acto de posesión y pertenencia, pero también de amor desesperado. Era la primera vez que Dante no temía mostrar su vulnerabilidad, la primera vez que su fuerza se rendía en los brazos de alguien. Después, permaneció sobre ella, aún jadeante, sin apartarse. No podía. La envolvió en sus brazos, acariciando su rostro y besando su frente con un fervor que decía más que cualquier palabra. Serena lo miraba, aún con las mejillas encendidas y entendió que esa noche había marcado un antes y un después. Aún a su lado, con un brazo rodeando la cintura de Serena como si temiera que, si la soltaba, el instante se desvaneciera como un sueño. El sudor aún perlaba su piel, el pecho le subía y bajaba con la respiración agitada, pero sus ojos no se apartaban de ella. La contemplaba como si acabara de descubrir un tesoro que llevaba toda la vida buscando. Serena, con el cabello suelto y húmedo por el esfuerzo, lo miraba en silencio. Había un brillo nuevo en sus pupilas, mezcla de sorpresa y dulzura. No podía evitar recordar cómo había sido con Damian: frío, rápido, vacío. Nunca había sentido lo que ahora recorría su cuerpo, la manera en que su piel aún vibraba bajo las caricias de Dante. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió completa. - No me mires así. - murmuró él, con la voz aún ronca, rozando con sus labios la sien de ella - No soy un santo. He deseado esto tanto… demasiado. Ella sonrió con timidez, aunque sus dedos se aventuraron a dibujar líneas en el torso desnudo de su esposo, sintiendo la firmeza de sus músculos y el calor que irradiaba. - Lo sé. - susurró - Pero también sé que me esperaste. Que me cuidaste. Y yo… yo quería darte esto. No por obligación, no por deber, sino porque lo siento. Porque eres tú. El corazón de Dante dio un vuelco al escucharla. Se inclinó y la besó con una ternura que contrastaba con la pasión de momentos antes. Cada roce de sus labios era una caricia de calma, un lenguaje sin palabras que le decía cuánto significaba ella para él. Para Dante, no fue solo hacer el amor. Fue reclamar y al mismo tiempo entregarse. Fue su primera vez verdadera también, porque nunca antes había amado de esa manera. El silencio de la habitación se volvió cómplice. Afuera, la ciudad de Roma seguía viva, pero allí dentro, en ese espacio compartido, el tiempo parecía haberse detenido. Dante acarició la espalda de Serena con movimientos lentos, casi reverenciales y la estrechó contra sí como si quisiera fundirla en su pecho. - Serás siempre mía, Serena. - le dijo con un murmullo cargado de emoción - No importa lo que venga, no importa quién intente separarnos. Eres mi esposa, mi vida. Ella apoyó la frente en su cuello, cerrando los ojos, dejando que esa promesa la envolviera. Y por primera vez desde que lo conoció, no sintió miedo de su intensidad, sino un profundo alivio. Como si al fin hubiese encontrado un hogar.
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