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1519 Words
La Impaciencia Del Anhelo La villa dormía bajo el manto oscuro de la madrugada, envuelta en silencio. El coche había quedado en la entrada y Dante apenas había saludado a los guardias antes de entrar a toda prisa. Su vuelo de regreso se había retrasado horas por la niebla londinense, pero la impaciencia le quemaba la sangre: ahora que tenía la bendición de Arthur Winters, ya no podía esperar. La decisión latía en su pecho como un tambor. La caja con el anillo descansaba cerrada en su puño derecho, apretada con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Cada paso que daba en los pasillos oscuros de la villa lo acercaba más a ella y con ello el torbellino en su interior se intensificaba: deseo, ternura, ansiedad, una emoción nueva que lo hacía sentir vulnerable. Golpeó con los nudillos la puerta de la habitación de Serena, pero cuando no hubo respuesta, se decidió y empujó la puerta con cuidado, casi con reverencia y la encontró profundamente dormida. La luz tenue que entraba por la ventana bañaba su silueta entre las sábanas. El camisón de seda se ceñía con suavidad a su cuerpo delgado, insinuando curvas delicadas que lo hicieron contener el aire. Dante apretó los puños, luchando contra el impulso instintivo de cruzar la distancia y hundirse en su calor. Maldijo en silencio, porque el deseo era tan punzante como la devoción. Nunca había sentido algo así: la necesidad de proteger y al mismo tiempo de poseer, de cuidarla como un tesoro y de marcarla como suya. “Sei mia…” pensó, casi con furia contenida. “Y no lo sabes todavía.” El anillo en su mano pesaba como un corazón latiendo ajeno, esperando encontrar su lugar. Sabía que debía hacerlo bien, no podía robarle ese instante a Serena ni permitir que la sombra de Damian manchara lo que estaba por pedirle. Entonces ella se movió. Los párpados temblaron y, al abrirse, la mirada somnolienta de Serena lo encontró en el umbral. - ¿Dante? - murmuró, incorporándose despacio, con el cabello cayendo desordenado sobre los hombros. Él sintió un nudo en la garganta. La visión de ella, medio dormida y con la inocencia de ese gesto, lo desarmaba más que cualquier reunión de directorio, más que cualquier batalla empresarial. Dio un paso hacia adelante y habló con voz baja, firme, pero cargada de intensidad contenida: - Vístete, piccola. Quiero llevarte a un lugar. Ella lo miró confundida, con las cejas ligeramente arqueadas, pero no encontró nada en su tono que la hiciera dudar. Asintió en silencio y se levantó con cuidado de la cama. Dante retrocedió hacia el pasillo para darle privacidad, aunque la espera le resultaba insoportable. Se apoyó en la pared, cerrando los ojos un instante. La caja del anillo seguía aferrada en su mano y por primera vez en su vida se descubrió temblando. No de miedo, sino de una esperanza feroz, de la certeza de que cuando Serena le dijera que sí, todo en su vida -y en la de ella- cambiaría para siempre. Serena salió minutos después, con un vestido sencillo de tonos claros y una chaqueta ligera sobre los hombros. Sus ojos todavía reflejaban el cansancio del sueño interrumpido, pero había en ellos un brillo curioso que a Dante le atravesó el pecho. Sin decir palabra, le ofreció su brazo y ella lo aceptó sin resistencia. El auto esperaba en la entrada de la villa. Dante mismo abrió la puerta del copiloto y la ayudó a subir. Cuando rodeó el vehículo para ocupar el asiento del conductor, respiró hondo. No podía precipitarse, quería que cada instante quedara grabado en la memoria de ambos. El motor ronroneó suavemente mientras avanzaban por las calles silenciosas de Florencia, apenas iluminadas por las farolas y la luna que empezaba a desvanecerse ante la llegada del amanecer. - ¿A dónde vamos? - preguntó Serena, abrazándose un poco a sí misma, con la voz baja, todavía adormecida, pero atenta. Dante mantuvo los ojos fijos en la carretera, aunque una sonrisa leve, casi íntima, curvó sus labios. - A un lugar especial. - Pausó, como si buscara las palabras adecuadas - Cuando era niño, mi madre solía llevarme allí. Decía que el amanecer desde ese punto era el más hermoso del mundo, porque nos recordaba que después de la oscuridad siempre llega la luz. El silencio llenó el auto durante unos segundos. Serena lo observó de perfil, conmovida por la mención. Rara vez Dante hablaba de su madre y escuchar esa confesión tenía un peso distinto. - ¿Es… un lugar de ella? - preguntó con cuidado. - Sí. - Dante suspiró, sus dedos apretando el volante un instante - Después de que murió, no volví durante años. Pero cuando la extraño demasiado, conduzco hasta allí. Es lo más cercano que tengo a hablar con ella. Serena giró el rostro hacia la ventana, intentando ocultar cómo esas palabras la golpeaban. No era el hombre frío y calculador que todos decían. Había una ternura escondida, un refugio que ella misma comenzaba a conocer. La ciudad dormida quedó atrás, y tras subir por una carretera bordeada de cipreses, el auto se detuvo en lo alto de la Piazzale Michelangelo. Dante salió primero y rodeó el coche para abrirle la puerta. Serena bajó, asombrada por la vista que se extendía frente a ellos: toda Florencia dormía bajo un manto de luces doradas y plateadas, el Arno serpenteaba tranquilo y la cúpula del Duomo parecía tocar el cielo que apenas empezaba a teñirse de tonos rosados. El aire fresco de la madrugada los envolvió y Dante la condujo unos pasos hasta el borde de la explanada, donde la ciudad parecía desplegarse como un cuadro vivo. - Aquí es donde quiero estar contigo. – le dijo, con voz grave y serena, mirando el horizonte más que a ella - Aquí es donde quiero que empiece todo. La luz del amanecer comenzaba a nacer y Dante, con la caja todavía cerrada en su mano, se volvió hacia ella con una intensidad que lo consumía por dentro. No podía esperar más. El corazón le latía con violencia, no por miedo, sino porque cada fibra de su ser ardía con la certeza de lo que quería. Serena se abrazaba a sí misma, observando el horizonte teñirse de tonos rosados y dorados, sin imaginar la tormenta que él contenía. De pronto, Dante la tomó suavemente de la mano y la obligó a mirarlo. Sus ojos oscuros brillaban con una intensidad que le robó el aliento. - Serena Whitmore… - murmuró, su voz grave, cargada de emoción - No voy a fingir serenidad, porque no la tengo. Desde que entraste en mi vida me arrebataste la calma. No sé en qué momento sucedió, pero cada día que pasa te deseo más cerca, más mía. Ella parpadeó, sorprendida, sus labios entreabiertos. Dante respiró hondo, abrió la pequeña caja y dejó que el anillo brillara bajo la primera luz del amanecer. Una sortija de oro blanco, sencilla, elegante, con un diamante que parecía capturar el mismo resplandor del cielo. - No quiero que sigas temiendo, ni que un maldito recuerdo te haga temblar o dudar de lo valiosa que eres. - continuó, apretando suavemente su mano contra su pecho, donde su corazón golpeaba sin tregua - Quiero ser tu escudo, tu refugio, tu compañero. Quiero que cada día despiertes sabiendo que no estás sola… porque yo estaré allí, siempre. Serena se mordió el labio, la emoción nublándole los ojos. - Dante… - susurró, temblando entre la necesidad de huir y la de rendirse a esas palabras. Pero él no le dio espacio a las dudas. - Sposami - dijo en italiano, con voz grave, casi un ruego y una orden a la vez - Cásate conmigo, Serena. Sé mi esposa, mi mujer, mi todo. Déjame cuidarte, amarte, desearte como mereces. El viento de la madrugada sopló entre ellos, levantando un mechón de su cabello que Dante apartó con ternura antes de mirarla directo a los ojos. - Eres perfecta. Por dentro y por fuera. No me importa cuánto tiempo necesites para sanar, ni lo que digan los demás. Yo te esperaré. Pero quiero que lleves mi anillo, que sepas que no habrá nadie más, que tú eres la única y que yo estaré para ti. Serena tenía las lágrimas contenidas en los ojos. El hombre que la observaba no era el magnate frío que todos temían, ni el heredero orgulloso de los Moretti. Era un hombre al descubierto, ardiendo de amor y deseo solo por ella. El amanecer estallaba en dorados y rojos sobre Florencia cuando Dante, sin apartar su mirada, añadió con voz ronca: - Di sí, Serena… y juro que dedicaré cada día de mi vida a que nunca te arrepientas de haberme elegido. Serena lo observó por un instante. El amanecer bañaba las piedras antiguas y los tejados de Florencia, pero Serena apenas lo notaba. Tenía los ojos fijos en Dante, en ese anillo que brillaba entre sus manos, en la intensidad que él dejaba arder sin miedo. Su corazón latía tan fuerte que casi dolía.
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